La clave de Einstein (24 page)

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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

BOOK: La clave de Einstein
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—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —le contestó a gritos Monique—. No podemos ir en el
Highlander
, ¡también lo estarán buscando!

El estudiante alto con granos levantó la mano.

—Esto… ¿profesor Gupta? Si quieren, pueden tomar prestado mi coche. Está aparcado aquí mismo. —Y señaló un cascado Hyundai Accent de color gris con una gran abolladura en el guardabarros trasero.

Monique se quedó mirando esa cosa con la boca abierta.

—¿Un Hyundai? ¿Queréis que deje mi Corvette aquí y coja un Hyundai?

Gupta se acercó al joven estudiante con granos, que ya se había sacado las llaves del coche del bolsillo, y le dio una palmada en la espalda.

—Es muy generoso de tu parte, Jeremy. Te devolveremos el coche tan pronto como podamos. Mientras tanto, creo que tú y Gary deberíais abandonar la ciudad durante unos días. Coged un autobús a los lagos Finger, haced alguna excursión por los desfiladeros. ¿De acuerdo, muchachos?

Los dos estudiantes asintieron rápidamente, obviamente encantados de hacerle un favor a su adorado profesor. Jeremy le dio las llaves a Gupta, que se las pasó a David. Monique seguía junto a la puerta del Corvette, mirando lastimeramente el coche, como si no lo fuera a ver nunca más.

Cuando David se acercó, ella le lanzó una mirada llena de reproche.

—Estuve ahorrando siete años para poder comprarme este coche. ¡Siete años!

Él pasó de largo para coger el bolso, el portátil y la bolsa de sándwiches que Monique había comprado esa mañana en el área de servicio de New Stanton. Luego dejó caer las llaves del Hyundai en la palma de su mano.

—Venga, dale caña al Accent —dijo—. He oído decir que tiene un motor de la hostia.

Mediante sus binoculares Simon vio que del coche robótico salían cuatro personas. Reconoció de inmediato a David Swift, a Monique Reynolds y a Amil Gupta. La cuarta era un misterio —un desgarbado adolescente de pelo negro y piel oscura—. Gupta iba junto al chico, ayudándolo a salir del vehículo sin tocarlo. Sí, un auténtico misterio. El primer impulso de Simon fue asaltarlos por sorpresa, pero ese aparcamiento no era el ideal para operaciones de campo. Demasiado abierto, demasiado visible. Además, el pequeño ejército de agentes del FBI estaba demasiado cerca, y escuadrones de coches patrulla de la policía local se dirigían hacia el campus. Era mejor esperar una oportunidad más ventajosa.

Las cuatro personas se dirigieron primero al Corvette de Monique (Simon había obtenido de Keith, el malogrado mecánico, una descripción completa del coche) pero después de conferenciar brevemente con los dos estudiantes del Instituto de Robótica, el cuarteto se metió dentro de un maltrecho utilitario gris. El coche salió del aparcamiento y al coger la avenida Forbes giró a la derecha. Simon les dejó unos cien metros de ventaja antes de seguirlos con el Ferrari. No tenía pensado hacer nada hasta que estuvieran en un tramo de la autopista suficientemente aislado. Un kilómetro más adelante, el utilitario giró a la derecha otra vez y cogió la avenida Murray. Se dirigían hacia el sur.

Karen supuso que Jonah todavía estaría durmiendo. Lo había metido en la cama por la mañana, en cuanto llegaron a casa de las oficinas del FBI, y unas pocas horas después todavía estaba bajo su manta de Spiderman, la cara sobre la almohada azul y roja. Sin embargo, cuando ya se volvía para salir de la habitación, el niño se dio la vuelta y se la quedó mirando.

—¿Dónde está papá? —preguntó.

Karen se sentó en el borde de la cama y le apartó un mechón de pelo de los ojos.

—Eh, cariño —murmuró—. ¿Te sientes mejor?

Jonah frunció el ceño y le apartó la mano.

—¿Por qué lo busca la policía? ¿Ha hecho algo malo?

De acuerdo, pensó Karen. No le des demasiada información. Primero averigua qué es lo que ya sabe.

—¿Qué te dijeron los agentes anoche? Cuando te llevaron con ellos, quiero decir.

—Que papá se había metido en problemas. Y me preguntaron si tenía alguna novia. —Se sentó en la cama, apartando la manta con las piernas—. ¿Están enfadados con papá porque ahora tiene novias?

Karen negó con la cabeza.

—No, cariño, nadie está enfadado. Lo que pasó anoche fue una equivocación, ¿de acuerdo? Esos agentes se equivocaron de apartamento.

—Tenían armas. Las vi. —Los ojos de Jonah se abrieron al recordarlas. Se agarró de la manga de Karen y arrebujó la tela en su puño—. ¿Dispararán a papá cuando lo encuentren?

Ella rodeó a su hijo con los brazos y lo abrazó con fuerza, apoyando la barbilla del niño sobre su hombro. Entonces su hijo rompió a llorar; podía notar las sacudidas de su pequeño pecho contra el de ella, y un momento después también Karen se puso a llorar. Compartían el mismo miedo. Los hombres armados buscaban a David, y tarde o temprano lo encontrarían. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y caían en la espalda de Jonah. Podía ver los borrones de humedad en su pijama.

Mientras acunaba a Jonah en su regazo, Karen se quedó mirando el cuadro que colgaba de la pared junto a su cama. Era un dibujo del sistema solar que David había hecho para Jonah un par de años atrás, justo antes de la separación. Sobre un gran póster amarillo había dibujado el sol y todos los planetas, así como el cinturón de asteroides y unos cuantos cometas errantes. David dedicó horas a delinear cuidadosamente los anillos de Saturno y la Gran Mancha Roja de Júpiter. Por aquel entonces, recordaba Karen, ella se había sentido un poco molesta por todo ese esfuerzo; él estaba dispuesto a pasarse todo el día dibujándole un cuadro a Jonah, pero no se podía tomar cinco minutos para hablar con su esposa a pesar de que su matrimonio se estaba yendo a pique. Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que David no había sido tan desconsiderado. Simplemente había tirado la toalla ante lo inevitable. En vez de enfrascarse en otra infructuosa discusión, se inclinó sobre el póster amarillo e hizo algo que adoraba.

Un minuto más tarde Karen se secó las lágrimas del rostro. Muy bien, pensó, ya basta de lloros. Hay que hacer algo. Le puso a Jonah las manos sobre los hombros y lo miró directamente a los ojos.

—Muy bien, escúchame. Quiero que vayas al cuarto de baño y te vistas tan rápido como puedas.

Él se la quedó mirando confundido, con las mejillas hinchadas y sonrosadas.

—¿Por qué? ¿Adónde vamos?

—Vamos a ver a una amiga mía que nos puede ayudar a arreglar esta equivocación, para que papá ya no tenga más problemas, ¿de acuerdo?

—¿Cómo podrá arreglarlo? ¿Conoce a la policía?

Karen le colocó la mano en la espalda y lo empujó fuera de la cama.

—Tú vístete. Ya hablaremos cuando estemos de camino.

Mientras Jonah se quitaba el pijama, ella se dirigió a su dormitorio para ponerse un traje. Quizá el Donna Karan gris, que solía vestir cuando negociaba contratos. Para llevar a cabo lo que estaba pensando tenía que dar una imagen respetable.

Antes de llegar muy lejos, sin embargo, sonó el timbre de la puerta. Se quedó inmóvil, recordando cómo los agentes del FBI habían irrumpido en el apartamento la noche anterior. Con cautela, se acercó a la puerta de la entrada y echó un vistazo a través de la mirilla.

Era Amory. Estaba de pie delante de la puerta vestido con un traje gris y se lo veía nervioso y cansado. Un apósito en la frente cubría el corte que le habían hecho los agentes federales cuando se abalanzaron sobre él. Hablaba por el teléfono móvil y asentía, parecía estar terminando una conversación.

Karen abrió la puerta. Rápidamente Amory colgó el teléfono y entró en el apartamento.

—Karen, tienes que venir conmigo a la oficina del fiscal general. Quiere hablar contigo inmediatamente.

Ella torció el gesto.

—¿Qué? ¿Estás loco? ¡No pienso volver ahí!

—No es el FBI, es el fiscal general. Quiere disculparse por el comportamiento que anoche tuvieron los agentes —y señalando el apósito que llevaba sobre la ceja, dijo—: A mí ya me ha pedido disculpas por la brusquedad del trato.

—¿Disculparse? —Karen negó con la cabeza, estupefacta—. ¡Si quiere disculparse que venga él aquí! ¡Que se arrodille y le pida perdón a mi hijo! ¡Y que luego se agache para que le pueda dar una patada en el culo!

Amory esperó que terminara.

—También tiene noticias sobre el caso de tu ex marido. Han identificado a uno de sus co-conspiradores en el tráfico de drogas. Es una profesora de Princeton que se llama Monique Reynolds.

—Nunca he oído hablar de ella. Y no hay ningún tráfico de drogas, Amory. Ya te lo he dicho, es una historia que se han inventado.

—Me temo que estás equivocada. Esa Reynolds es una mujer negra de Washington, y está inequívocamente conectada con el tráfico de drogas. Su madre es yonqui y su hermana prostituta.

Karen agitó la mano.

—¿Y? Eso no prueba absolutamente nada. Se lo están inventando todo.

—Lo han visto con esta mujer, Karen. ¿Estás segura de que David nunca te la ha mencionado?

Amory se la quedó mirando atentamente, estudiando sus ojos. Unos segundos más tarde, ella empezó a sospechar. Se daba perfecta cuenta de la razón por la que el FBI utilizaba esta historia: todavía jugaban con la perspectiva de la novia, intentaban despertar sus celos para que así se decidiera a traicionar a su ex marido. ¿Pero por qué Amory la estudiaba con esa atención?

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó ella—. ¿Me estás interrogando?

Él se rió entre dientes al oír su pregunta, pero sonó forzado.

—No, no, sólo estoy intentando esclarecer este asunto. Es lo que hacemos los abogados…

—¡Dios santo! ¡Creía que estabas de mi lado!

Amory dio un paso hacia ella y le colocó la mano en el hombro. Ladeando la cabeza, le dedicó una mirada paternal, de esas que normalmente reservaba para los asociados júnior de su bufete.

—Por favor, tranquilízate. Claro que estoy de tu lado. Sólo estoy intentando facilitarte las cosas. Tengo algunos amigos que están dispuestos a echarnos una mano.

Le acarició el brazo, pero a ella la caricia le dio repelús. El viejo cabrón estaba conchabado con el FBI. De algún modo lo habían conseguido reclutar para su causa. Karen se quitó su mano de encima.

—No necesito tu ayuda, ¿de acuerdo? Me puedo ocupar de esto yo solita.

Él dejó de sonreír.

—Karen, por favor, escúchame. Se trata de un caso muy serio y hay personas muy importantes implicadas. Es mejor que no te enemistes con esta gente. No sería bueno para ti, ni tampoco para tu hijo.

Ella lo rodeó y le abrió la puerta de la entrada. No se podía creer que se hubiera acostado con ese gilipollas.

—Vete de aquí, Amory. Y diles a tus amigos que les pueden dar por el culo.

Él torció su patricio labio superior y, con toda la dignidad de la que fue capaz, salió del apartamento.

—Yo de ti tendría cuidado —dijo fríamente—. Intentaría no cometer ninguna imprudencia.

Karen cerró con un portazo. Efectivamente, lo que planeaba hacer se podría considerar una imprudencia.

Sentado en el escritorio de su despacho del Ala Oeste, el vicepresidente removía con tristeza su cena, un trozo de pollo pequeño y reseco, acompañado por unas zanahorias al vapor. Desde su cuarto ataque al corazón, los chefs de la Casa Blanca le servían comidas insípidas y bajas en grasa como ésta. Durante el primer año había aceptado estoicamente la nueva dieta; el recuerdo que tenía del tremendo dolor en el pecho era suficientemente vivido para seguir por el buen camino. Pero a medida que iba pasando el tiempo su resentimiento había ido en aumento. Se moría por un filete Chateaubriand bañado en sus jugos o por una cola de langosta del tamaño de un puño empapada en mantequilla derretida. Las privaciones culinarias diarias lo ponían de mal humor, y provocaban que les contestara mal a sus asesores y a sus escoltas del Servicio Secreto. A pesar de todo, seguía al pie del cañón. Los norteamericanos dependían de él. El presidente era un tontaina, una mera figura decorativa sin cerebro, con talento para ganar elecciones, pero poco más. Sin el consejo y la orientación del vicepresidente, toda la administración se habría ido al carajo.

Mientras masticaba su insulso pollo oyó que llamaban a la puerta. Tragando con dificultad, contestó un «¿Sí?», y un momento después su jefe de gabinete entró en la oficina. Pero antes de que pudiera decir una sola palabra el secretario de Defensa lo adelantó, irrumpiendo en la habitación con su cuadrada cabeza gacha, como un ariete.

—Tenemos que hablar —anunció.

El vicepresidente le hizo una seña al jefe de gabinete para que saliera del despacho y cerrara la puerta detrás de él. A grandes zancadas el secretario de Defensa pasó junto a las sillas tapizadas que había en el centro de la habitación, y casi estuvo a punto de tirar una lámpara Tiffany que había encima de la mesita auxiliar. Ese tipo era impetuoso, irascible y extremadamente presuntuoso, pero era una de las pocas personas de la administración en las que el vicepresidente podía confiar. Llevaban juntos desde la época de Nixon.

—¿Qué ha pasado esta vez? —preguntó el vicepresidente—. ¿Otra explosión en Bagdad?

El secretario de Defensa negó con la cabeza.

—Tenemos un problema con la Operación Atajo.

El vicepresidente apartó el plato. Sintió una punzada en el centro del pecho.

—Creía que había dicho que estaba todo bajo control.

—Es culpa del maldito FBI. Ya la han cagado dos veces. —El secretario se quitó las gafas sin montura y las agitó en el aire.

—Primero perdieron a un prisionero porque lo llevaron a unas instalaciones pobremente custodiadas, y luego dejan escapar otro objetivo por culpa de una vigilancia chapucera. Ahora estas dos personas están a la fuga, ¡y el Bureau no tiene ni idea de dónde están!

La punzada en el pecho fue en aumento. Parecía que tenía una chincheta bajo el esternón.

—¿Quiénes son esos objetivos?

—Son profesores, seguramente chiflados ultraliberales. No me sorprendería que trabajaran para Al Qaeda. O quizá están a sueldo de los iraníes. Por supuesto, el Bureau no tiene ni idea. El director puso a una mujer a cargo de la operación. Eso es parte el problema.

—¿Cómo se llama?

—Parker, Lucille Parker. No sé mucho de ella salvo que es de Texas. Pero eso lo explica todo. Seguramente tiene algún tipo de conexión con el Cowboy al Mando —dijo, ladeando la cabeza hacia la izquierda, en dirección al Despacho Oval.

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