David inspeccionó cuidadosamente el cuarto. Las paredes estaban forradas de estanterías de metal que contenían un surtido de material de oficina y conserjería —limpiasuelos, paquetes de papel de váter, cajas de cartuchos de tinta—. En un rincón había un fregadero grande de acero inoxidable. No parecía haber ninguna cámara de vigilancia. Estaba claro que el FBI podría haber escondido alguna, pero David dudaba que los agentes federales instalaran un elaborado sistema de vídeo en un cuarto tan pequeño y normalmente desocupado. Cosa distinta eran los micrófonos; no les habría costado nada poner uno en cada habitación del edificio. Sin decir una palabra, salió del contenedor, se dirigió al fregadero y abrió del todo el grifo del agua. Había visto este truco en una película, pero no tenía ni idea de si realmente evitaría que los pudieran oír. Para estar más seguros, acercó a Monique hacía sí y le habló al oído.
—Tienes que volver a la recepción.
Ella negó con la cabeza.
—Ni hablar —susurró ella—. Ese maldito robot es inútil. Su software de comunicación es patético, ése es el problema.
—Entonces vuelve y consigue que el muchacho te haga caso. Dale un golpecito en el hombro si hace falta.
—No servirá de nada. El muchacho parece discapacitado o algo así. Y seguramente los agentes del FBI pueden oír todo lo que diga ahí. Si armo demasiado jaleo, sospecharán.
—Bueno, ¿y entonces qué podemos hacer? ¿Esperar a que Gupta se quede sin papel de váter?
—¿No hay otra forma de entrar a la oficina de Gupta?
—¡No lo sé! ¡Hace años que estuve aquí! No recuerdo qué…
De repente David notó como algo chocaba con su talón. No fue más que un ligero golpeteo en la parte posterior de la zapatilla, pero le dio un susto de muerte. Miró abajo y vio un disco azul, del tamaño de un frisbee, que se movía lentamente por el suelo del cuarto de mantenimiento y dejaba un zigzagueante rastro mojado en el linóleo.
Un segundo después Monique también lo vio y, del susto, dejó escapar un grito. David le tapó la mano con la boca.
—No te preocupes —susurró él—. No es más que un robot friegasuelos. Otro de los proyectos de Gupta. Vierte un fluido limpiador según el patrón de un programa y luego absorbe el agua sucia.
Ella torció el gesto.
—Alguien debería darle un pisotón a esta cosa y terminar con su sufrimiento.
David asintió, mientras miraba el aparato, que se alejaba arrastrándose. Parecía un insecto descomunal, con esa larguirucha antena en el borde del disco. Gupta incluía radiotransmisores en todos sus robots porque estaba obsesionado con monitorizar su progreso. Cuando David entrevistó a Gupta diez años atrás, el anciano le había mostrado orgulloso una pantalla de ordenador en la que se detallaba la localización de todas las máquinas autónomas que pululaban por los pasillos y laboratorios del Newell-Simon Hall. El recuerdo de esa pantalla, con sus pitidos intermitentes y sus mapas tridimensionales le dio una idea a David.
—Si no podemos llegar hasta Gupta, haremos que sea él quien venga a nosotros —dijo, dando un paso hacia el robot friegasuelos. Entonces se inclinó sobre la máquina y la cogió por la antena—. Esto llamará su atención. —Con un golpe de muñeca arrancó el alambre alargado.
Inmediatamente el robot empezó a emitir una ensordecedora alarma. David dio un salto hacia atrás. Ésta no era la respuesta que preveía; esperaba una alerta que sólo apareciera en el ordenador de Gupta, no este alarido revienta-tímpanos.
—¡Mierda! —gritó Monique—. ¿Qué has hecho?
—¡No lo sé!
—¡Apágalo! ¡Apaga esa cosa!
David cogió el aparato y le dio la vuelta, buscando frenéticamente un interruptor, pero en los bajos de la máquina sólo había agujeros y escobillas giratorias, y todo el aparato vibraba en sus manos debido a la fuerza de la alarma. Rindiéndose, corrió hacia el fregadero y golpeó el robot tan fuerte como pudo contra el borde de acero inoxidable. El caparazón de plástico de la máquina se rompió en dos, vertiendo fluido limpiador y placas de circuitos rotas al suelo. El sonido se detuvo abruptamente.
David se inclinó sobre el fregadero, jadeante. Se volvió hacia Monique y vio la expresión de intranquilidad de su rostro. Ella no dijo una palabra, pero estaba claro lo que pensaba. Los agentes del FBI debían de haber oído la alarma. Pronto algunos vendrían al cuarto de mantenimiento a investigar. Monique parecía paralizada por ese pensamiento, y durante unos segundos se limitó a quedarse de pie en el centro del cuarto, con los ojos fijos en la puerta. Mirándola, David sintió que algo se removía en su interior. Estaban atrapados. E indefensos. Su plan se había ido al traste antes incluso de ser concebido. Si no podían salvarse a sí mismos, mucho menos el mundo.
Entonces la puerta se abrió y Amil Gupta entró en el cuarto.
—Muy bien, explicadme cuál es la situación.
Lucille estaba en el puesto de mando móvil que el Bureau había remolcado hasta el campus de la Carnegie Mellon a primera hora de la mañana. Desde el exterior parecía un tráiler oficina normal, una caseta alargada de color beis con los laterales de aluminio, de esas que normalmente uno ve en una obra, pero su interior contenía más aparatos electrónicos que un submarino atómico. En un extremo había una serie de pantallas de vídeo que mostraban imágenes en directo de diversas oficinas, escaleras, ascensores y pasillos del Newell-Simon Hall que estaban bajo vigilancia. Un par de técnicos estaban sentados delante de las pantallas; además de analizar los vídeos, llevaban auriculares para monitorizar las conversaciones que captaban los micrófonos. En el otro extremo del tráiler, dos técnicos más examinaban el tráfico digital de las conexiones a internet del Instituto de Robótica y monitorizaban los niveles de radiación del edificio, un cuestión siempre de importancia en cualquier operación contraterrorista. Y en la sección central del tráiler, Lucille interrogaba al agente Crawford, su obediente y ambicioso número dos.
—Gupta lleva desde las diez solo en su despacho —informó Crawford. Leía sus notas en la pantalla de una BlackBerry que sostenía en la mano—. A las diez y cuarto fue al servicio, volvió a las diez y veintiuno. A las once y cinco fue a la sala de descanso a tomar un café, volvió a las once y nueve. Ahora puedes verlo en la pantalla número uno, ahí.
En la pantalla se veía a Gupta sentado en su escritorio, reclinado en su silla giratoria y mirando fijamente el monitor de su ordenador. Era un tipo pequeño pero enérgico, un anciano de metro y medio y setenta y seis años de edad, con el pelo fino y gris y un moreno rostro de muñeco. Según el expediente que Lucille había leído de camino a Pittsburgh, la baja estatura de Gupta era el resultado de la malnutrición que había sufrido de niño en el Bombay de la década de los treinta. Ahora, sin embargo, no se moría de hambre; gracias a la venta de la compañía de software que había fundado y a varias inversiones que había realizado en la industria de la robótica, poseía una fortuna de trescientos millones de dólares. Aunque el tipo era más enclenque que una gallina mojada, llevaba un bonito traje italiano de color verde aceituna que ningún empleado gubernamental se podría permitir jamás.
—¿Qué hay en este ordenador? —preguntó Lucille.
—Código de software, básicamente —contestó Crawford—. Gracias al cable ISP que hemos intervenido sabemos que en cuanto ha entrado en el despacho ha descargado un programa de gran tamaño, de más de cinco millones de líneas de código. Con toda probabilidad, es uno de sus programas de inteligencia artificial. Ha estado haciendo pequeños cambios durante las últimas dos horas.
—¿Y qué hay de los correos electrónicos y las llamadas?
—Ha recibido una docena de correos, pero ninguno fuera de lo normal, y todas las llamadas entrantes han ido directas al buzón de voz. Está claro que no quiere que lo molesten.
—¿Ha recibido alguna visita?
El agente Crawford volvió a echar un vistazo a su BlackBerry.
—Uno de sus alumnos, un varón asiático que se ha identificado a sí mismo como Jacob Sun acudió a recepción y concertó una cita para verlo la semana que viene. Ninguna otra visita excepto un mensajero de FedEx. Y una mujer de la limpieza que acaba de marcharse de la recepción hace un minuto.
—¿Has cotejado las visitas con la base de datos biométrica?
—No, no lo creímos necesario. Ninguna de las visitas encajaba en el perfil.
Lucille frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir que no «encajaba en el perfil»?
Crawford parpadeó dos veces en rápida sucesión, una ligera vacilación de su porte engreído.
—Eh, pues el perfil de nuestros objetivos, David Swift y sus co-conspiradores. Los individuos que hemos observado claramente no…
—Mira, me da igual si es un alumno o una mujer de la limpieza o una anciana de noventa y nueve años en una silla de ruedas. Quiero que inspeccionéis a cualquier persona que se acerque el despacho de Gupta. Obtened las imágenes del vídeo y revisadlas con el sistema de reconocimiento de caras, ¿lo has entendido?
Crawford asintió rápidamente.
—Sí, sí señora, lo haremos inmediatamente. Lamento si…
Antes de que pudiera terminar uno de los técnicos dejó escapar un gruñido y se quitó de golpe los auriculares. Crawford, que a esas alturas estaba impaciente por terminar la conversación con Lucille, se acercó al hombre.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿
Feedback
?
El técnico negó con la cabeza.
—Una especie de alarma. En la cuarta planta, creo.
Lucille sintió un cosquilleo en el cuero cabelludo.
—Ésa es la planta de Gupta, ¿no? —Y, al mismo tiempo, se volvió hacia la pantalla número uno y vio al pequeño hombre levantarse de la silla y dejar el escritorio—. ¡Mirad, se ha levantado! ¡Va a salir del despacho!
Crawford se inclinó sobre el hombro del técnico y señaló la ristra de botones que había debajo de las pantallas de vídeo.
—Pasa a la cámara de la recepción. Veamos adónde va.
El técnico apretó un botón. En la pantalla número uno apareció un poco agraciado adolescente sentado en el escritorio de recepción y un extraño artilugio mecánico que parecía un tanque de miniatura. Pero no a Gupta. Esperaron varios segundos, pero ni rastro de él.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Lucille—. ¿El despacho tiene otra salida?
Crawford empezó a parpadear frenéticamente.
—Eh, tendría que comprobarlo en el mapa de la planta. Deje que…
—¡Mierda, no hay tiempo para eso! ¡Envía unos agentes inmediatamente!
David cogió al profesor Gupta y le tapó la boca con la mano mientras Monique cerraba la puerta. El anciano era sorprendentemente ligero, apenas pesaba más de cuarenta y cinco kilos, de modo que resultó sencillo llevarlo al rincón más alejado del cuarto de mantenimiento. Tan amablemente como pudo, David apoyó a Gupta contra la pared y se puso de cuclillas a su lado. El profesor casi doblaba en edad a David, y sin embargo, su delicada constitución, sus pequeñas manos y su rostro sin arrugas le daban una apariencia sorprendentemente infantil. Por un momento David imaginó que era a Jonah a quien sujetaba, colocándole un brazo alrededor de los hombros para protegerlo del frío y rozándole los labios para calmar sus lloros.
—¿Doctor Gupta? —susurró—. ¿Se acuerda de mí? Soy David Swift. Vine una vez aquí para hacerle unas preguntas sobre su colaboración con el doctor Einstein, ¿lo recuerda?
Sus ojos, dos nerviosas canicas blancas con el centro marrón oscuro, observaron a David con incerteza durante un segundo, y luego se abrieron en señal de reconocimiento. Sus labios se movieron bajo la mano de David.
—¿Qué está usted…?
—¡Por favor! —dijo entre dientes David—. No levante la voz.
—Es por su propia seguridad, añadió Monique, inclinándose sobre el hombro de David—. Sus oficinas están bajo vigilancia. Puede que en este cuarto haya micrófonos.
Los ojos de Gupta pasaban a toda velocidad de David a Monique y viceversa. Era obvio que estaba muerto de miedo, pero asimismo parecía intentar buscarle un sentido a la situación. Después de unos segundos asintió, mostrando su aquiescencia, y David le retiró la mano de la boca. Gupta se pasó la lengua por los labios nerviosamente.
—¿Micrófonos? —susurró—. ¿Y quién nos escucha?
—El FBI, con toda seguridad —contestó David—. Y quizá otros también. Hay gente muy peligrosa que anda detrás de usted, profesor. Tenemos que sacarlo de aquí.
El negó con la cabeza, desconcertado. Su rebelde pelo gris le caía por la frente.
—¿Es esto una especie de broma? David, no le he visto en años, y ahora viene aquí con… —Se detuvo y señaló el uniforme de Monique—. ¿Y tú quién eres? ¿Trabajas para el Servicio de Mantenimiento de la Carnegie Mellon?
—No, soy Monique Reynolds —susurró—. Del Instituto de Estudios Avanzados.
Él se la quedó mirando atentamente, como intentando situarla.
—¿Monique Reynolds? ¿La teórica de cuerdas?
Ella asintió.
—Así es. Lamento si le hemos…
—Sí, sí, yo te conozco —le dedicó una leve sonrisa—. Mi fundación subvenciona algunos experimentos de física de partículas que realiza
Fermilab
, así que estoy familiarizado con tu trabajo. Pero ¿por qué vas vestida así?
David se estaba impacientando. Era cuestión de tiempo que los agentes del FBI llegaran al cuarto de mantenimiento.
—Hemos de ponernos en marcha. Profesor, le voy a ayudar a meterse en el contenedor y luego…
—¿El contenedor?
—Por favor, limítese a acompañarnos. Ahora no hay tiempo para explicaciones.
David agarró el brazo de Gupta por encima del codo y lo ayudó a ponerse en pie. El anciano, sin embargo, no quería moverse. Con una fuerza sorprendente se zafó de David.
—Pues me temo que tendréis que hacer tiempo. No voy a ir a ningún lado hasta que me expliquéis qué está ocurriendo.
—Mire, los agentes van a llegar en cualquier…
—Entonces te recomiendo que seas rápido.
Mierda, pensó David. Éste era el problema de estos científicos brillantes, eran demasiado jodidamente racionales. Levantó la mirada al techo un momento, intentando calmar sus miedos y aclararse las ideas. Luego miró a Gupta a los ojos.
—
Einheitliche Feldtheorie
—susurró—. Eso es lo que quieren.
Las palabras en alemán tuvieron un efecto retardado en Gupta. Al principio se limitó a levantar las cejas mostrando leve sorpresa y perplejidad, pero unos segundos más tarde se le aflojó la cara. Se apoyó contra la pared, mirando fijamente con los ojos en blanco los estantes con material de oficina.