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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (47 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Estúpido
. Todo reducido, corroído y recortado a como mucho dos o tres destinos, golpeados contra lo que Bidewell llamaba Término… Jack lo sabía, pero aun así, su miedo y decepción eran intensos.

Estaba atrapado junto con todos los demás.

Todos los demás que siempre he dejado atrás. El miedo llevando al salto lo que llevaba a ser olvidado. ¿Cómo demonios puedo creer que merezco algo mejor?

Se apoyó en los codos, frotándose cuello y costillas.

Al menos había confirmado un detalle importante.

Más allá de las paredes del almacén, en la penumbra estremecida por el tiempo y cubierta de cenizas, Burke se había convertido en un fantasma indefenso. Las agujas cubrían el suelo mojado de su apartamento como un césped tachonado de acero, y a través de las ventanas desnudas, el horizonte marcado se doblaba como una vieja alfombra, gastada y deshilachada.

Ahora había
dos
ciudades al final del tiempo.

Seattle era la segunda.

—¿No puedes dormir? —Daniel se encontraba de pie en la entrada del cubículo de Jack, con los brazos cruzados. Jack se volvió y miró al hombre rellenito y cara muy blanca. Tenía una nariz blanda y ojos verdes agradables. Lo que miraba a través de esos ojos no se correspondía con la cara: una vitalidad salvaje fuera de lugar en una expresión normal de curiosidad satisfecha—. ¿Te sientes culpable por haber sobrevivido a los demás?

—No —dijo Jack—. No exactamente.

—Glaucous habla con Bidewell. La chica duerme. No parece feliz.

—Se llama Virginia. —Jack se tragó la indignación al saber que Daniel había mirado en el espacio de Ginny—. ¿Tú no sueñas?

—Todo negro… quizá sueño con una nada enorme y profunda. ¿Qué hay de ti?

Algo parecía muy fuera de lugar en ese hombre que miraba a través de los ojos de otro hombre, pero Jack se preguntó cómo podría saberlo él. Simplemente que Daniel había llegado con Glaucous, más gaviotas huyendo de la tormenta…

—Ginny y yo soñamos con el mismo lugar —dijo Jack—. Por eso estamos aquí.

Daniel emitió un sonido de aceptación que además indicaba que no le importaba demasiado.

—Deberíamos espiar a esos dos. Me refiero a escuchar lo que dicen. Luego subir al tejado para comprobarlo por nosotros mismos. He encontrado una escalera.

Jack se lo pensó y luego se puso en pie.

—Vale. —Podía seguir la corriente… por ahora.

Mientras recorrían el laberinto de cajas hacia la puerta corredera de acero,
Minimus
se les colocó detrás. Daniel le miró.

—Los gatos son desplazadores naturales —dijo—. Siete vidas, ¿no es cierto? Los estudié cuando era niño. Se mueven con rapidez y no les importa lo que dejan atrás. Creo que a éste no le gusta Glaucous.

Minimus
se sentó. Los dos se detuvieron para esperar, pero el gato parpadeó y se escurrió por un hueco.

Daniel pasó los dedos por las cajas.

—Odio estar rodeado de libros. Uno o dos estaría bien… no miles.

Llegaron a la puerta. Daniel pegó la oreja al metal frío. Jack le imitó, aunque no le gustaba nada lo de seguir al otro.

Las voces apenas se oían a través del acero. La voz más grave, la de Glaucous, decía:

—… combinados, podrían lograr lo que no podrían hacer dos.

Bidewell se aclaró la garganta.

—No me has hecho ningún favor trayendo aquí al mal pastor.

Daniel dobló los labios y le sonrió a Jack.

Glaucous:

—Tres habitaciones. Tres desplazadores. Como se describió hace mucho tiempo, amigo mío. Mi papel es positivo.

Un sonido sin compromiso por parte de Bidewell, algunas palabras que no pudieron entender, luego Glaucous, con más fuerza, lanzando el anzuelo:

—Siempre me he preguntado, ¿qué y por qué, qué produces a esos niños, barriendo recuerdos a su paso… y por qué hacerles pasar por este tormento? Los dos les atormentamos, Conan. Tú les prometes respuestas que no tenemos.

—Y tú les haces picar y los pescas —dijo Bidewell.

—Y si escapan, de rebote, llegan a ti.

—Y si no escapan, tú los entregas a…

Daniel se apartó de la puerta con una expresión de desagrado.

—No podemos confiar en ninguno de los dos —susurró.

Jack se llevó un dedo a los labios, oreja contra acero.

—En una ocasión Whitlow me habló de tus años en el continente, mucho antes de mi época —dijo Glaucous—. Qué divertido, de paseo en busca de manuscritos roídos por los ratones por los Alpes y la antigua Italia… y sin duda buscando niños perdidos.

—Whitlow cazaba, yo no.

—Bien, no importa. Está ahí fuera, hablándole tartamudeando a su final, en un viejo pecio de casa, varada y abandonada. Mejor olvidarle. Aun así, se relacionó con gente famosa. Petrarca, después de sus días de amor juvenil, se dedicó al deporte de resucitar clásico. Tú y Whitlow estabais con él cuando murió, ¿no es así?

—Yo no buscaba los genios perdidos de la antigüedad, sino las maravillas de la imposibilidad.

Glaucous se sonó dos veces con el pañuelo.

—Las historias de Whitlow me fascinaban. —Alzó la mano, el pañuelo de los mocos colgándole de la palma, y clavó el grueso dedo en el aire—. Boccaccio, tejedor de historias subidas de tono, se redimió buscando fragmentos de Tulio. Un buen par de narices para cuentos perdidos… o pervertidos.

—Has dejado en evidencia tu edad. Ahora a Tulio se le conoce adecuadamente como Cicerón.

Glaucous sonrió.

—Me sorprende hallarte confinado en esta caja.

Bidewell se levantó para ocuparse de la estufa.

—Todavía te gusta el vino —comentó Glaucous—. Siempre. El señor Whitlow…

Bidewell cerró de golpe la puerta de hierro de la estufa.

Glaucous apretó los labios. Su mano se puso a tamborilear sobre una rodilla y alzó la vista, arrugó la nariz, la extendió una vez más, miró de lado a Bidewell.

—Whitlow tendió una trampa para Iremonk. La Polilla se presentó. Yo jamás he podido disfrutar de tales herramientas. Siempre he estado al margen, obligado a atrapar toda la cera que caía de todas las velas apenas encendidas de nuestra noche, obligado a recortar sus lastimosas mechas. Mi compañera… —Su expresión se tornó triste, y para reanimar su espíritu, se golpeó la rodilla con el puño—. Me acerqué mucho al premio, vaya si lo hice… atrapando al señor Jack Rohmer, buen y joven desplazador. Dolorosamente cerca. Por siempre lanzando la red.

—¿Tu señora estaba demasiado asustada para aceptar tu regalo?

Glaucous cambió de tema.

—¿Cuan sólida es tu fortaleza, Conan?

—Buenos cimientos, bien colocados.

—Sospecho que has preparado tres espacios limpios y puros. Es mucho más fácil encontrar vacío en las tierras salvajes que en el viejo continente, donde hasta el último trozo está lleno de huesos. ¿Cuánto hace que están vacíos?

—Cien años —dijo Bidewell.

—¿Será suficiente? En una ocasión el señor Whitlow afirmó…

—La conclusión se nos echa encima, Glaucous. Muchas cosas dependen de tu empleadora. ¿Crees que recuperará el valor y regresará, como una
Harpía
aulladora?

Glaucous frunció el ceño.

—Te falló, ¿no es así? Comedora de comedores, cazadora de la caza. La llamábamos la Prometida del Remolino, y algunos la llamaban la Puta del Viento Sur.

Glaucous se puso en pie de un salto cuando llegó otro golpe estremecedor del exterior. Las paredes zumbaron.

Bidewell metió otro tronco en la estufa.

—¿Aprecias una dificultad para moverte y pensar?

Glaucous alzó una ceja.

—Pronto quedaremos atrapados entre los muros adamantinos de Alfa y Omega. Tu señora no sólo huía de Término. Queda muy poco, o nada, entre nosotros y el comienzo o el fin. Toda la historia devorada. Madejas convertidas en jirones, estos en fibras, comprimidas hasta ser puntos. Me pregunto cómo será —lentamente cerró los dedos, sobre nada—. Imagino que un brillo súbito, y una pesadez inmensa, toda la luz y la gravedad restantes rebotando a lo ancho de una película comprimida de tiempo… ¡y el estruendo!…
añicos
, antigua némesis.

—¿Lo sospechas o lo
sabes?
—preguntó Glaucous.

Bidewell señaló los libros.

—He absorbido fragmentos y retazos del pasado y el futuro, ordenándolos y combinándolos hasta dar un sentido inevitable.

Glaucous flexionó las manos y se agarró las rodillas, meciéndose.

—Dolores de articulaciones —dijo—. Hace frío, incluso aquí.

—Será mejor que subamos mientras todavía quede algo que valga la pena contemplar —susurró Daniel, y se alejó. Esta vez Jack le siguió, con la cara roja.

La escalera estaba formada por tablones clavados a soportes muy juntos de una pared exterior. Jack miró a la oscuridad y entrevió la forma de una trampilla en el techo. Daniel ya estaba a medio camino. La trampilla no estaba cerrada. La abrió de un golpe y entró en una protección inclinada. Un suelo de madera deformada se abría rígidamente a una extensión de papel de alquitrán, sellado y reparado con franjas de asfalto desigual, y cruzado por caminos de palés de carga castigados por el tiempo. El tejado descendía a partir de un centro un poco elevado, rodeado por un muro que llegaba a las rodillas cortado a ciertos intervalos por drenajes rectangulares. Sobre el muro, fuera, alrededor: lo que quedaba de Seattle.

Daniel se alzaba en silueta frente a la perspectiva norte, una sombra más tenue frente a la cortina que se agitaba y se abría. Jack se le unió en el borde.

Huecos de la cortina revelaban una confusión de edificios, industriales y domésticos: casas, almacenes; al oeste un bosque de mástiles, y en las calles, tierra, escombros, ladrillos y asfaltos, madera y aceras de cemento. Gente vestida con moda del pasado había sido atrapada a medio paso, donde vibraba como un mecanismo de relojería roto… yendo dolorosamente despacio a ninguna parte.

La cortina rasgada se dividió para mostrar otras calles, otros edificios, un puzle conformado con piezas de tiempo desiguales vertidos desde la caja del cielo sobre un paisaje medio entrevisto que rodeaba el almacén. El aire espeso y frío estaba lleno de arenilla… Jack no quería saber de qué estaba formada.

Daniel tosió y agitó la mano.

—Todo lo que queda atrás encuentra su lugar —dijo—. Igual que tú y yo. Apuesto a que si tuviésemos libros ilustrados, reconoceríamos vecindarios anteriores a la construcción de este almacén. También a la gente.

—¿Qué está pasando?

—¿Quién sabe? Pero piénsalo. —Daniel le dedicó una sonrisa irónica—. Somos hormigas subiendo por las últimas gotas de cocido. La mayoría de los trozos ya han sido masticados y tragados; la mayor parte de nuestro universo ha desaparecido. En caso contrario, ¿por qué
eso?
Señaló a través de un rasgón luminoso en la cortina hasta un inmenso arco flameante, rodeando un centro dolorosamente negro. Ocupaba casi dos tercios del cielo.

—No es nuestro sol. Y
ésa
no es nuestra ciudad. Ya no.

Ningún cero

Los observadores son como musas diminutas. Procesan lo que ven, según la lógica que se les ha otorgado, pero también según lo que pueden reunir por sí mismos, lo que creen que debe ser real, guiándose por lo que viven, ven o conocen, las verdades que incorporan a su carne.

Cada grupo de observadores establece una especie de realidad local. No puede desviarse excesivamente del consenso, de lo que las musas han decretado que debe ser. Pero tal flexibilidad permite al cosmos cierta libertad que lo hace más robusto que cualquier estructura rígida, porque acepta bien a los observadores, recibe bien sus aportaciones. Y en ocasiones, observadores muy ingeniosos pueden influir en las musas, en el cosmos como un todo, y de esa forma Mnemosina reconcilia a una escala inmensa esos pulsos avanzados y retrógrados de los que ya hemos hablado.

No es tanto que hayamos sido formados por un creador como que hemos sido deducidos. De hecho, toda la creación es una colaboración entre lo grande y lo pequeño, siempre interconectada y dependiente de los otros. No hay señores, no hay reyes, no hay dioses eternos del todo, sino fuerzas que actúan a lo largo del tiempo y el destino, y finalmente, más allá de nuestra presunción, hay justicia.

Estar vivo es estar ciego. Es un trabajo duro estar vivo. Y cuando nuestro trabajo se acaba y nos libramos de nuestra carga, se nos recompensa con la alegría de la materia, que sólo los más sabios y los más locos pueden conocer.

Las crónicas de los ancianos de Lagado

Obra perdida o espuria de Spinoza

68

El Caos

A pesar de los esfuerzos de las armaduras, la luz era una entidad engañosa en el Caos. Las distancias de más de unos pocos metros tendían a alargarse o contraerse de forma impredecible. A Nico, sobre todo, le resultaba muy desconcertante y perdía el equilibrio más que los demás, hasta que finalmente se tendió en una hondonada no muy profunda e intentó vomitar.

La armadura no se lo permitió.

Tiadba se arrodilló a su lado mientras Khren y los otros rodeaban la depresión. Todos se sentían mareados.

—Si pudiese vomitar me sentiría mejor —dijo Nico, agotado tras la transparencia dorada del visor.

—Sería un desastre dentro del casco —dijo Tiadba.

—Podría quitármelo un momentito…

—Ya es demasiado tarde —dijo Denbord, arrodillándose—. Yo tampoco me siento demasiado bien.

—Escuchad. Meo y cago aquí dentro. ¿Por qué no puedo vomitar?

—Deja de pensarlo —dijo Tiadba—. Y deja de mirar al cielo.

—No puedo evitarlo. No deja de cambiar. Aparto la vista, vuelvo a mirar y es diferente… excepto por
eso
de ahí arriba. Siempre ardiendo, pero no en medio, como un enorme agujero. Si es fuego, ¿por qué no arde en todos los puntos? ¿Qué pretende ser? —Su voz se volvía histérica.

La emoción temerosa de unas horas antes se estaba convirtiendo en una ansiedad pura que lindaba con el pánico. Los trajes sólo podían ayudarles hasta cierto punto y no estaban diseñados para interferir con sus emociones.

Tiadba empezaba a pensar que el entusiasmo de Grayne por la lujosa comodidad de su aventura podría haber sido exagerado.

Tragaba con frecuencia. Le picaba la cara y los brazos también, y le dolían los pies, aunque no habían caminado tanto. Se sentía confinada, atrapada, perdida, y debía esforzarse para no llorar o, peor, gritar.

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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