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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (42 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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—Creo que estamos abandonando la zona donde puede existir la gente.

—Yo dudo que pueda comprender nada de eso, profesor.

Oírse hablar se había convertido de pronto en un extraño consuelo.

—¿Qué puedo ofrecer, qué
hago
yo por ti, me preguntas? —dijo el bruto—. Soy un ventajista. Hay desplazadores como tú, con sus piedras y todo, y los ventajistas. Los ventajistas tienen una musa: Tique. Una musa más bien modesta, pero es la nuestra. Ahora mismo, estoy trayendo a rastras toda la buena fortuna que encuentro hasta nuestra vecindad inmediata. La verdad es que requiere esfuerzos. —Sonrió como un vetusto chimpancé—. Incluso con tu piedra, si te adelantas demasiado no puedo garantizar nada. Nos necesitamos, profesor.

Daniel empezó a moverse al sur… si ahora quedaban puntos cardinales en la rosa de los vientos.

—No soy profesor —dijo.

—Lo fuiste… una vez —dijo el hombre achaparrado—. Una parte de mi trabajo consistía en ser detective.

—¿Cómo te llamo entonces… Pinkerton?

El bruto rio.

—Con Max bastará, mientras decidimos si quiero quedarme por aquí contigo o simplemente darme el piro —se rio al sentir su desacostumbrada libertad.

Daniel señaló al sudoeste, hacia la zona donde el cielo negro era como una losa pesada sobre la tierra y la ciudad.

—¿Ves allí lo que yo veo? —La oscuridad oleosa era menos intensa, y si se concentraba podía distinguir una palidez actínica, de menos de la mitad que el grosor de su pulgar.

—Estuve allí antes —dijo el bruto—. El mismo glamur azul me permitió encontrarte.

—¿Qué lo provoca?

—Yo diría que las piedras. En el interior del almacén hay dos.

—¿Quiénes están ahí?

—Algunas mujeres. Dos desplazadores. Y una especie de coleccionista, aunque ya no es un servidor de nuestra Lívida Señora. Les va mejor que a nosotros, ciertamente mejor que a las otras pobres almas de aquí fuera.
Aun así
… yo no me atrevería a acercarme… sin ti.

—¿Por qué no?

—Recolecté a uno de ellos… lo pesqué como a una trucha, con todas las de la ley. No tendré una buena bienvenida. Oh, el señor Whitlow era
tu
hombre… no siento culpa por ti —dijo Max—. Pero el juego no importa. Nos abandonaron. —Resopló con asombro—. Creí que nunca podría escapar. Creía que al final de mi servicio la Reina simplemente me lanzaría lejos como la ceniza de un cigarrillo, directamente al colector. —Adoptó una expresión de tristeza sin fin—. Imagino que hay más vidas en mi petate de las que imaginaba.
Aun así
… ahí, el almacén, la última oportunidad. Ellos
podrían
ser
tus
amigos, si te presentas adecuadamente. Incluso es posible que me acepten a mí en el paquete.

—¿Qué harás si llegamos hasta allí?

—Ser de utilidad. Como siempre.

—¿Les hablarás de mí?

—Oh, ellos te
necesitan
, profesor. Las sumadoras se atraen. Cuando llega el momento es difícil mantenerlas alejadas… es lo que solía decir el señor Whitlow. ¡No camines así! Ten piedad de un viejo.

Daniel redujo el paso. El camino era más que agotador. Podía sentir cómo se escapaba algo cuando caminaba con demasiada fuerza: oportunidad, destino, quizá la proximidad a la suerte duramente ganada de Max. Parecía posible que
efectivamente
se necesitasen. Por otra parte, también era posible que Max le estuviese haciendo creer tal cosa.

—Una ciudad tan triste —comentó Max—. Nunca pensé que llegaría a ver algo así. ¡Todo atrapado, condenado, todas las cuerdas acortándose! —Chasqueó la lengua. El rostro enrojecido, pelo corto y revuelto de punta por la sequedad, como un feo elfo de Navidad cargado de humor para helar la sangre. Luego—: ¿Desde aquí podemos llegar hasta allí? Tanta distancia, el aire es tan malo, difícil… —Se puso a toser de nuevo.

Con sudor frío en la frente, Daniel miró siguiendo la línea de la antigua autopista. No podían limitarse a ir caminando al sur; por ese camino las cosas estaban todavía más trastocadas, como bloques de hielo retenidos en un río congelado.

—Por aquí —dijo.

Fueron hacia el oeste, volviendo sobre sus pasos.

El resplandor peltre volvió y desapareció de nuevo.

Lo que quedaba de su parte del gran mundo —su pequeña porción de espacio y tiempo— se despedazaba rápidamente.

Llegaron hasta un puente enorme y largo, todavía intacto pero ondulante y fantasmal en la penumbra. Se pusieron a cruzar. Daniel miró por un lado. Abajo, el agua se había convertido en una neblina fluctuante, verde grisácea y ominosa.

—Este no es el que tiene el trol debajo, ¿verdad? —preguntó Max.

—Lo es —dijo Daniel—. El Fremont Trol. Hecho de cemento.

—No estés tan seguro —le advirtió Max—. Odio a los trols. Siempre los he odiado.

61

Puedo informar de que nuestros dos rivales recientemente han realizado un esfuerzo para entrar en las listas con fuerzas unidas, y desafiarnos a la comparación de libros, tanto en peso como en número… ¿Dónde podemos encontrar balanzas con la capacidad suficiente para lo primero; o aritméticos suficientemente capacitados para lo segundo?

JONATHAN SWIFT, Historia de una bañera

—¿Qué son realmente? —preguntó Miriam. Su mano flotaba sobre las dos cajas grises de la mesa—. Todo parece apuntar hacia ellas, todos parecen ansiarlas, pero no tengo ni idea de qué son y qué hacen.

—No es tanto lo que hacen como lo que
harán
cuando tengan la oportunidad —dijo Bidewell—. Posiblemente la mejor historia es cómo llegaron hasta nosotros, pero incluso así la explicación no es simple.

—Claro que no —dijo Agazutta.

Bidewell descorchó la segunda botella de vino que había salido del bolso de Miriam. Bidewell parecía disfrutar del vino. Sirvió a las damas, pero Jack y Ginny pasaron. A Jack nunca le había gustado el alcohol.

Bidewell propuso un brindis y las damas lo secundaron.

—Por la supervivencia a pesar de todo.

—Por la supervivencia —murmuró Jack, y alzó la mano vacía.

—Nos gustaría algo de certidumbre, Conan —dijo Miriam.

Bidewell giró el vaso, mirando atentamente el líquido rojo rotatorio. Por un momento Ginny sintió que se le nublaba la vista: vio pasar zumbando el vaso y el vino.

—Hasta lo más pequeño deja su marca —dijo Bidewell—. Una verdad intuitiva. Podemos imaginarnos cómo todo deja su marca. En ocasiones las llamamos líneas de mundo. Pero las líneas de mundo fluyen dentro de otras líneas de mundo y en ocasiones se unen para crear una línea de observador, o destino. El destino de un observador unifica muchas líneas que de otra forma podrían no haberse tocado jamás, y eso crea dificultades… entrelazamientos.

»Lo más desconcertante es que no todas las líneas de mundo, ni siquiera los destinos, se remontan al comienzo. Porque la creación no siempre se inicia al comienzo. La creación es, o era, continua, y continuamente aparecían entidades nuevas, algunas de ellas dando a entender historias largas y complejas. Era preciso reconciliar esas nuevas creaciones y sus historias con lo que se había producido antes. Y fue así como Mnemosina se hizo necesaria. Tan pronto como apareció, un hecho de lo más asombroso, pero quizá sólo una ocurrencia posterior, ¿quién sabe?, se puso a trabajar. Encontró líneas perdidas, contradicciones entrelazadas y se puso a tejerlas de nuevo, reconciliándolas con el comienzo. Limpió y catalogó, colocando todo, digamos, en su estante correcto, una tarea monumental que sin duda todavía le queda por completar, pobrecita.

»La creación de lo nuevo siempre implica la destrucción de lo antiguo. No todo lo creado permanece en la creación. Algunas cosas se borran. Y por tanto, creo que Mnemosina debe tener ayuda, una fuerza hermana, que llamaremos Kali, aunque jamás la he visto, por suerte. Kali se deshace de lo que está suelto o cercenado, y que Mnemosina no puede reconciliar: objetos, personas, destinos.

—La cabeza me da vueltas sólo de pensarlo —dijo Miriam.

—¿Kali es tan blanca como la caliza? —preguntó Ginny abruptamente. Jack la miró.

—A Kali habitualmente se la representa como una vieja arrugada, la piel del color de la pestilencia y la muerte: negro —dijo Bidewell, observando atentamente a la pareja—. Pero en este papel puede ser pálida, blanca como la caliza. Después de todo, retira el exceso de color y detalle.
Descolora
.

—No me creo ni una palabra —dijo Farrah.

A Bidewell el comentario le resultó divertido.

—Me gustaría disponer de ese lujo. Pero hace mucho tiempo descubrí que poseía una habilidad: podía liberarme, durante un tiempo, de todos los destinos y líneas de mundo con destino atrás que se estaban reconciliando. Podía ver con extraña claridad cosas que ya no eran. En mi juventud aprendí a observar las señales, aprendí a observar personas, lugares y cosas condenadas a medida que se desvanecían, a punto de convertirse en intrascendentes y aun así recordarlas con detalle. Tengo un buen ojo y una memoria de hierro.

—Una mente llena de basura inútil —comentó Agazutta, pero tenía los ojos lánguidos. Estaba disfrutando de la emoción de tantas posibilidades extrañas.

—En mi juventud, al principio fui opuesto. Intenté seguir objetos perdidos o desvanecidos hasta el momento en que comenzó su borrado… o hacia delante, hasta el momento de su creación. Descubrí que era una tarea imposible… aunque en una o dos ocasiones estuve peligrosamente cerca.

»Pronto comprendí que los últimos restos de las cosas perdidas podían encontrarse en los registros: en la Tierra, en las capas geológicas, por ejemplo, pero también en animales perdidos, niños extraviados, y en rollos de papiro. Libro. Textos de todo tipo.

»Mnemosina aprecia los textos sobre todas las cosas y se reserva su edición y reconciliación para el final, quizá para saborearlas. Y por tanto… empecé a encontrar libros que se le habían pasado a ella o a su hermana oscura.

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Daniel tenía que descansar. La caminata entre tinieblas y confusión le había dejado sin energía, sin propósito o sin sensación de avance, y sin idea clara de dónde podrían estar en relación con la geografía trastocada de la ciudad. Tenía la horrible impresión de que podrían estar volviendo sobre los pasos que ya habían recorrido.

Hizo una pausa frente a una casa torcida y medio destrozada, para luego empujar una puerta medio astillada y sentarse en un banco de piedra de jardín, en un lugar que ya no se podía describir como jardín. Las plantas eran ahora objetos tristes de bordes marrones, a punto de morir, y las últimas flores se habían desbocado, convirtiéndose en masas cancerosas de pétalos marchitos.

El cuerpo de Daniel estaba repleto de un fuego apagado, que sospechaba sólo podía ser la química enfrentada a desplazamientos en las constantes físicas. Pronto simplemente dejaría de ser… al menos dejaría de ser un ser humano vivo. Casi podía sentirse apelmazándose y escapando a cualquier patrón razonable, multiplicándose más allá de cualquier posibilidad de vida, como las flores…

Se convirtieron en polvo en su mano.

Había perdido la pista del resplandor lejano. Regresó el brillo peltre, reemplazando el umbrío de la oscuridad. Altas formas desiguales y aserradas talladas contra el gris del sur… no eran montañas. No tenía ni idea de qué podrían ser.

Pero peor que todo…

Sintió un estremecimiento y alzó la vista. Max apareció como filtrándose en sus inmediaciones, más sonido y sombra que ser material. Él también alzó la vista al sentir cierta sensación fría en el cráneo y la nuca.

La voz apagada del gnomo se abrió paso por entre el aire helado.

—Algo devora la luna.

Lo que hubiese difuminado las pálidas estrellas y arrugaba los vacíos entre ellas había dejado intacta la luna. Ahora, el elevado creciente de marfil se estaba volviendo de un rojo sangre, como clavado en la carne del cielo. Y alzándose al este —o más bien, floreciendo e hinchándose, ya que no había movimiento aparente en esa dirección— un anillo de fuego se arqueó casi de un cuarto de cielo al otro.

Dentro del anillo nadaba una enfermedad, una negritud turbia.

A Daniel le picaron los ojos como por las ortigas.

La luna ensangrentada se quemó, luego fluyó a lo largo del cielo como plata fundida iluminada por el fuego. Se extendió y se fundió con el arco de llama pulsante y chillona, hasta que no quedó nada.

—Allá donde miramos, el Ansia se traga el mundo. —Max se dejó caer sobre el banco, junto a Daniel, intentó tragar y se atragantó—. ¡Estamos en
su
territorio! ¡Que Dios nos ayude!

El jardín se fue enfriando a medida que el arco de llama y su corazón oscuro se expandían.

—He estado aquí antes —dijo Daniel—. Salté en el último segundo para salir de aquí.

Max escupió y se limpió la boca.

Daniel palpó las cajas en el bolsillo.

—Podemos lograrlo. ¡Esfuérzate más! —Se puso en pie, agarró a Max por el brazo y le obligó a ponerse en pie.

El aire se había aclarado. En las sombras cada vez más profundas, teñidas pero no aliviadas por el arco de fuego, y encajados junto a la mole de los dos estadios —acero y paredes de cemento, tejados y arcos marchitándose como las hojas del jardín— Daniel volvió a ver el resplandor azul, tenue como una luciérnaga al otro lado del desierto. Señaló. Max alzó la barbilla reconociéndolo y volvió a limpiarse la cara con el pañuelo manchado de negro.

Avanzaron a trompicones.

63

Al calor de la estufa de hierro, Farrah y Ellen habían empezado a cabecear, escuchando la voz firme y monótona de Bidewell. Miriam y Agazutta permanecían totalmente despiertas, al igual que Jack y Ginny.

—Coleccionaba libros que reflejasen la tarea sin terminar de Mnemosina; en su mayoría volúmenes olvidados, textos que nadie había leído en mucho tiempo, ocultos en bibliotecas y muy a menudo en librerías de viejo. Cuando muchos leen un mismo libro, sus ejemplares son los primeros que deben reconciliarse. ¡Los best-sellers ofrecen pocas sorpresas! Asumo que si me hubiese convertido en buscador de fósiles, o en geólogo, habría podido encontrar rarezas similares. Pero siempre he sido un hombre de libros.

—¿Por qué son especiales los observadores? —preguntó Ginny, desviando ese lento y firme río de información hacia el tema que le interesaba más.

—Una línea de mundo simple… digamos, un átomo zumbando y vibrando por el vacío del espacio; sólo precisa tenerse en cuenta cuando se encuentra con algo más. Los observadores tienen ojos, orejas, narices… ¡dedos! Nuestros sentidos reúnen y atan líneas de mundo lejanas de una forma más compleja e inconveniente. Y por supuesto, hablamos, contamos historias y escribimos libros, transmitiendo conocimientos a grandes distancias. De nuestros padres, de una forma bastante mendeliana, heredamos parte de nuestros destinos, pero los destinos tienen poca relación con nuestros genes y más con adónde iremos, lo que veremos, oiremos, leeremos y aprenderemos. Como siempre, las palabras y los textos complican la situación. Los textos son especiales… cualquier texto, en cualquier lenguaje, de hecho, el lenguaje en sí.

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