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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (46 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Y a continuación Pahtun se fue. Una nube de chispas se elevó desde el bloque y se alejó.

Tiadba contuvo un gemido y siguió corriendo, con la cabeza gacha, con ojos que le quemaban por la vergüenza y el miedo.

Dio la impresión de que sólo unos pocos pasos duros después llegaron hasta la muralla baja descrita por Pahtun: el perímetro exterior. El límite de lo real. La saltaron sin apenas pensar.

Alzándose ante ellos, donde antes no había habido nada, contemplaron una espléndida puerta arqueada, cubierta de figuras monumentales, todas progenies, reproducidas con alguna hermosa sustancia dorada, sonriéndoles y dedicándoles una bienvenida congelada: la puerta extendiéndose y rompiendo a través del flujo de oscuridad de guerra y las oleadas defensivas del Kalpa.

Los nueve exploradores se congregaron alrededor de la base del arco, metiéndose entre rocas rotas y desiguales —rocas por todas partes, grandes y pequeñas— y luego, agotados, se metieron en una depresión y se juntaron unos contra los otros, abrazándose y temblando.

El gemido de la sirena se convirtió en un quejido y luego desapareció.

Silencio.

Tiadba lloró. Herza y Frinna murmuraron plegarias. Shewel y los otros machos estaban inmóviles, pero sus ojos no dejaban de mirar a las sombras rotas. La depresión era pequeña pero parecía buen refugio; al menos, no se abrió como una boca para devorarlas, como cabía imaginar sin problemas después de todo lo que les habían enseñado.

Habían sobrevivido a la zona de las mentiras. Sus armaduras los ocultaban con bastante efectividad, algo que Pahtun no había logrado. El se había quedado atrapado en las defensas de la ciudad contra la intrusión, como les había advertido que podía pasar… o eso conjeturaba Tiadba.

Se sacrificó. Por nosotros
.

De pronto esa idea le afectó profundamente. Ahora, si debían creer a su adiestrador —casi podía oír la sonora voz de Pahtun— no debían quedarse donde estaban. Pero tampoco podían moverse; la parálisis les atenazaba mientras intentaban buscar entre lo que les habían enseñado, lo que las armaduras comunicaban a sus cuerpos, transmitiendo la magnitud del peligro. Sólo podían oír su propia respiración y, a continuación, las palabras en voz baja y temblorosa de Tiadba animándoles a ponerse en pie, a moverse.

—El Alzado nos dijo que nos mantuviésemos agachados —dijo Khren—. ¿Ha regresado?

—Se ha ido —dijo Tiadba. No era momento de contarles lo que había visto.

—Deberíamos quedarnos aquí hasta que venga a buscarnos —dijo Perf.

—Ya no volverá a por nosotros. Estamos solos.

—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó Nico, intentando controlar el hipo repentino. Se resistió a las manos de sus amigos que querían agarrarle y se alzó, intentando ver qué había fuera.

—Lo logramos —dijo Perf con asombro—. Seguimos con vida.

—No podemos detenernos —dijo Tiadba—. Debemos avanzar todo lo posible antes de descansar.

Un tono agradable, lánguido y musical resonó en sus oídos.

Herza y Frinna se tocaron los cascos.

—La baliza —dijo Herza—. Estamos en ruta.

—Hora de irse —dijo Frinna, transformada, y Macht repitió la idea, con un entusiasmo que surgía, ahora que se había disipado la parálisis, con demasiada rapidez.

—¿Y si algo nos está buscando? —planteó Perf.

—Siempre habrá algo que nos esté buscando —respondió Khren, con cierto toque de sarcasmo—. Vamos, como dice Tiadba. Eso sí, primero habría que echar un vistazo.

—Eso intentaba —dijo Nico.

Todos lo sentían. Se encontraban en el Caos, en la selva al fin, y para Tiadba, la emoción y anticipación súbitas daban tanto miedo como la destrucción de Pahtun. Estaban demasiado deseosos.

Pero sabían que a pesar de lo que llegase a continuación, ahora estaban donde debían estar.

67

El almacén verde

Daniel y Glaucous permanecieron silenciosos y vigilantes junto a la puerta del almacén, demasiado cansados para hablar. Bidewell había hecho entrar a los visitantes, luego los dejó con Jack y se fue, dijo, a preparar las cosas.

—La situación no tardará en empeorar.

Glaucous se dejó caer sobre el banco de madera que había junto a la puerta, con el rostro hinchado por el agotamiento, los ojos porcinos legañosos, sin prestar atención a ninguno de los jóvenes, como si no la mereciesen. Daniel bajó la cabeza y se dobló sobre sí, controlando la náusea.

—No te conozco —le dijo Jack a Daniel—. A
ti te conozco
—le soltó al hombre achaparrado con aspecto de gnomo—. Si intentas cualquier cosa, te juro que… te
mataré
.

Glaucous miró fijamente a Jack.

—Bien dicho, joven amo —dijo—. Debes saber que maté a la pareja que perseguía a la joven dama. Todos tenemos aspectos buenos y malos.

—¿Cómo escapaste de la furgoneta? —preguntó Jack—. ¿Dónde está la gorda?

Glaucous agitó las manos, indicando un objeto que volaba.

—Yo no me preocuparía por él —dijo Daniel, alzando de nuevo la cabeza.

—¿Qué hay de ti? —preguntó Jack.

Glaucous sonrió.

—Tan bien afinados, tan precisos.

Jack se esforzó por controlarse.

—No sé por qué el anciano os dejó entrar.

—Das por supuesto que Bidewell os trajo aquí para protegeros… para manteneros a salvo de gente como yo. No os ha contado su historia, ¿verdad? —preguntó Glaucous.

—No deberías hablar mientras él no está presente.

—Ah, estamos a su servicio —comentó Glaucous para luego mirar al suelo.

—¿Cuántos hay como nosotros en este lugar? —preguntó Daniel—. Me refiero a desplazadores. Supongo que tres, incluyéndome a mí.

Jack agitó la cabeza, sin ganas de ofrecer información.

—¿Cómo conseguiste la piedra?

Daniel hizo una mueca.

—No lo recuerdo. ¿Tú?

Jack miró con furia.

—De tu familia, ¿no es así? —preguntó Daniel—. Mi familia ha desaparecido. No ha muerto… simplemente se ha ido, olvidada, incluso antes de que sucediese esto, lo que está pasando fuera.

—Un mal lugar —murmuró Glaucous—. Sin huida.

—Eso es lo que nos pasa —dijo Daniel—. Desaparecemos de las historias.

Ginny había recorrido los pasillos y se había situado entre las sombras, observándoles.

—Tú no apareces en mis sueños —le dijo a Daniel. Señaló a Glaucous—. ¿Quién es?

—Mi cazador —dijo Jack.

Bidewell regresó acompañado de Agazutta y Miriam. Las dos mujeres miraron a los nuevos con expectación y miedo. Ellen y Farrah llegaron luego, y Ellen tomó el brazo de Ginny.

El círculo guardó silencio… excepto por el caso de Glaucous, que respiraba pesadamente, como si roncase, aunque no dormía.

—Tenemos trabajo —dijo Bidewell—. Por ahora debemos alcanzar una tregua. Señor Glaucous, ¿está en buen estado?

Glaucous se puso en pie con un suspiro. Se frotó vigorosamente la nariz.

—Un caballo de carga la mayoría de mis días.

—Le recuerdo más bien como un bull terrier al que mandaban a las madrigueras de las ratas —dijo Bidewell.

—¿Sigue ofreciendo una recompensa de obrero por un trabajo de obrero? Recuerdo que le gustaba beber.

Bidewell se volvió para ver que las damas se habían reunido alrededor de Ginny, que temblaba entre ellas.

A Jack le resultó difícil controlarse.

—¿Dónde está la gorda? —preguntó de nuevo.

Glaucous sonrió obsequiosamente.

—La echaré de menos.

Bidewell los sobresaltó entrechocando las manos.

—Ya basta. Pronto el exterior se volverá más insistente —dijo—. No nos queda otra opción que situar las defensas más fuertes allí donde sean más efectivas.

Glaucous abrió una caja de cartón y tocó la esquina de un libro.

—No hay nada como la buena lectura.

Bidewell saltó:

—Cuidado, señor Glaucous. No son simples niños. No se arriesgue a burlarse. —Hizo un gesto hacia los montones—. Debemos llevar cajas y cajones hasta las paredes exteriores.

—Su sirviente, señor —dijo Glaucous, e inclinó la cabeza.

Mientras los otros se alejaban por entre los montones, Jack se acercó a Bidewell. Daniel le dedicó una mirada enigmática y valorativa.

Las damas del club de lectura se llevaron a Ginny con rapidez sin que ésta se resistiese; iba a formar su propio grupo de trabajo, les explicó Ellen.

—No me gusta nada de esto —dijo Jack a Bidewell en cuanto se encontraron a solas.

—¿No te has dado cuenta de que no somos nosotros los que tomamos las decisiones? —preguntó Bidewell.

La cacofonía del exterior —como pedruscos metidos en una batidora gigante— se había incrementado. Cada pocas horas, tras un tremendo golpe seco y el estallido de los ladrillos al caer, sonaban graves tonos de campana que soltaban cortinas de polvo de las vigas.

Bidewell recorrió el almacén por entre los pasillos, comprobando que su gente dormía… entrecortadamente. Escuchó las voces bajas de Glaucous e Iremonk en el armario de almacenamiento donde había instalado los catres, apartados por el momento, y por buenas razones. Jack apenas podía soportar verles. Bidewell en general se guardaba sus opiniones Pero en verdad, se sentía confundido. Había algo poco habitual en Glaucous, algo muy diferente a su experiencia habitual con otros cazadores y servidores de la Princesa de Caliza.

Las voces de los dos refugiados se redujeron y finalmente se apagaron, y Bidewell regresó a su mesa y al calor de la estufa de hierro. Estaba completamente despierto. En realidad dormía quizás una vez al mes, para evitar las desdichas que pasaban por sueños. Para Bidewell, un hombre que jamás olvidaba nada, los sueños eran como momentos de enfermedad o ataques de tos improductiva. El pasado, todo el pasado, se negaba a ser expulsado.

Era evidente que ninguno de los reunidos —su familia escogida— podía comprender por qué había permitido la entrada de Glaucous en el almacén. Daniel Patrick Iremonk era más un enigma, siendo después de todo un desplazador de destino, con su propia sumadora, pero muy diferente a Ginny y Jack.

Bidewell sintió la presencia antes siquiera de ver al hombre, si un hombre seguía siendo. El cazador apareció a unos pasos de distancia, envuelto en sombras convenientes.

—Empeora —dijo Glaucous, con la voz casi perdida en un estruendo que surgía del suelo—. Hablo de ahí fuera. Deberías salir a mirar. Toda una experiencia para gente como nosotros. Consecuencias y conclusiones.

—No acuses. Apenas se te tolera aquí —dijo Bidewell—. Yo nunca enjaulé pájaros.

—Y, sin embargo, he completado tu
juego
, Conan. Es posible que sin mi guía nunca hubiese llegado aquí.

—Me da la impresión de que tú le necesitas más que él a ti.

—Sin duda. Nunca le han atrapado, jamás ha estado cerca de ser atrapado… hasta ahora nunca llamó la atención de los cazadores. Pero parece que sus excepciones vuelven al señor Iremonk mucho más crucial.

Glaucous dio con una silla, se sentó y de alguna forma logró cruzar las piernas gruesas y cortas. Poseía pies insustanciales, diminutos para un hombre de semejante volumen, y los zapatos eran estrechos, con puntas que se cuadraban abruptamente. El efecto resultaba amargamente cómico: gran tamaño combinado con delicadeza, como una caricatura Cruikshank.

—Me gustaría haberme traído el tabaco. ¿No tendrás…?

Bidewell negó con la cabeza. A un personaje como Glaucous no se le ofrecía más de lo estrictamente necesario, y Bidewell había dejado de fumar hacía casi cuatrocientos años.

Jack no durmió, no podía dar con el sueño. Algo en su interior no dejaba de intentar conectar con algo en el exterior. Se sentó en el borde del camastro, agarrando con fuerza las mantas, y pensó en todas las personas varadas en la fortaleza aislada de Bidewell: gente, gatos y ¿qué más?

¿Qué era realmente Glaucous? Y ya puestos, ¿Daniel?

¿Qué soy yo?

Le dolían los músculos por haber movido tantas cajas. No estaba acostumbrado al trabajo pesado y duro. Se puso en pie, alisándose las arrugas de la ropa. Dormían con la ropa puesta. Se preguntó cuándo había sido la última vez que había soñado o había sido visitado. Un par de semanas.

Quizás eso ya hubiese terminado.

Prestó atención a la respiración baja y continua de Ginny, al otro lado de la pared de libros. Miró alrededor de las cajas, hizo a un lado la sábana que servía de cortina. Ginny estaba envuelta en una de las viejas mantas de lana marrones de Bidewell: probablemente restos del ejército. Pero ¿de qué ejército, de qué guerra?

Con las rodillas dobladas, dándole la espalda, los hombros temblándole. Ginny seguía soñando. Luego se quedó inmóvil. Jack se encontraba en la entrada improvisada, su expresión clavándose en distintas ramas sucesivas a medida que caía: dolor, exasperación, confusión, antes de quedar neutra. Tantas expectativas, tan poca comprensión de
ahora, siguiente, nunca
.

Ginny abrió los ojos, volvió la cabeza y parpadeó. Se le estremecieron los labios. Jack retrocedió, chocando contra una pared de cajas, antes de comprender que Ginny seguía dormida. En silencio, muy respetuosamente, se inclinó sobre la mujer, acercó la cabeza, paró el oído. Allá donde estuviese, lo que estuviese experimentando… lo que dijese, en un lenguaje que le escocía en el fondo de la mente, no se sentía feliz. Jack no podía hacer nada por ayudar, ni
aquí
ni
allí
.

—¿Qué pasa? —susurró.

Los ojos de Ginny miraron más allá y su frente se arrugó con un esfuerzo supremo. Parecía resultarle difícil hablar en inglés.

—Nos siguen.

—¿Quiénes?

—Ecos. Creo que están muertos. Le atravesó caminando. Se ha ido.

Apretó los párpados y volvió a doblarse.

Jack se limpió las lágrimas de las mejillas. El estruendo había aumentado… fuera, debajo, alrededor del almacén. Después de un momento, regresó a su propio espacio y tomó un trago de agua de la botella que tenía en la mochila.

Se tendió, levantó las piernas.

Intentó forzarse a dormir, a soñar, a pasar… a ir donde estuviese Ginny.

A continuación, antes de poder controlarse, deseó un momento completamente diferente: un desplazamiento. El esfuerzo rebotó en algo increíblemente duro, y medio le tiró del jergón. Se sentía como si le hubiesen dado con un martillo. Los músculos sufrían espasmos mientras permanecía tendido estremeciéndose y sudando.

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