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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (49 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Los otros contuvieron el aliento.

—¿Qué son? —preguntó Khren.

—Son la Necrópolis… ¿no es así? —preguntó Denbord, siempre el estudioso—. Pero no veo a los muertos caminando.

—Estamos demasiado lejos —dijo Khren.

Las armaduras respondieron.

—Hay muchas ciudades antiguas, recuperadas de muchas regiones e historias. No se debe entrar.

Denbord y Macht se miraron para luego mirar a Tiadba. Los otros se limitaron a mirar al otro lado del valle, a las ruinas revueltas, que llevaban allí nadie sabía cuánto tiempo.

Hasta qué punto la humanidad había retrocedido, cuánto había sido destruido… Cuán poco quedaba, comparado con la vastedad del pasado… cuán poco quedaba por perder.

Sólo nosotros
.

—¿Es peligroso cruzar? —preguntó Tiadba. En esta ocasión la armadura no respondió—. Asumo que no —dijo.

Denbord añadió reproduciendo la irritación de Tiadba:

—Un poco grosero, ¿no te parece?

Iniciaron el descenso.

Cuanto más se acercaban al fondo, más nebuloso se volvía el perfil de los botes espaciales y su infraestructura, hasta que sólo pudieron ver un ballet confuso de grises y marrones cortados por arcos apagados de verde. Sin embargo, las ruinas de las ciudades más allá de la siguiente elevación parecían elevarse, y era tentador limitarse a parar… detener el avance continuo a través del valle y contemplar la visiones deslumbrantes de torres, bóvedas, grandes estructuras redondeadas de decenas de kilómetros de ancho, abiertas para mostrar incontables pisos interiores, concavidades llenas de lo que en su momento debieron de ser urbes y distritos, en su mayoría colapsados y recubiertos de incrustaciones irregulares.

—No muy bien colocado —dijo Denbord.

—No os paréis aquí —les dijeron las armaduras—. Moveos.

—¿Qué pasa? —preguntó Tiadba.

—Alteraciones desconocidas. Nos siguen.

—¿Qué? —preguntó.

—Ecos son posibles.

Tiadba intentó razonar el posible significado de esa frase, guiándose por lo que Pahtun les había dicho durante el adiestramiento.

—¿Nos seguimos a nosotros mismos?

—Desconocido.

71

La Torre Rota

Jebrassy alzó la vista del libro que había estado leyendo, se alejó de su bonita mesa dorada y vio abierta la Gran Puerta.

Aquí siempre le resultaba imposible distinguir la ilusión instructiva de lo que era efectivamente sólido y real. El miedo no se apoderaba de él, ni el hambre, la pena o la anticipación. Se sentía cómodo tanto en cuerpo como en mente. Todo cómodo y agradable, los pequeños desafíos y las grandes exploraciones eran igual y curiosamente vigorizantes.

Era feliz.

En ocasiones la personificación del Bibliotecario caminaba con él, en ocasiones exploraba a solas, aunque no se sentía solitario. Era una nueva infancia, y pareció durar mucho, mucho tiempo. Estaba aprendiendo mucho sobre el Kalpa y algunos de los secretos más simples de los que vivían en los pisos superiores de la ciudad. Matemática, por ejemplo… nunca había sido su punto fuerte, más allá de las necesidades de tendero que aprendían todos los progenies.

Pero
esta
puerta siempre había estado cerrada: la Gran Puerta, más bien un muro, fácilmente tan alto como un bloque de los Niveles; curvada como una cresta o escudo y cubierta con palabras talladas profundamente, algunas de las cuales podía leer. Hoy en día parecía comprender muchos más lenguajes y signos.

Jebrassy atravesó el hueco del tamaño de un progenie que había en la puerta, esperando algo maravilloso. No se sintió decepcionado. Alzó la vista para mirar a lo alto y más alto de paredes con estantes que se elevaban y —se inclinó sobre el parapeto en el que se encontraba— descendiendo hasta donde podía ver. Todos los estantes estaban totalmente ocupados por libros, demasiados para contarlos, no uniformemente encuadernados, sino en un crescendo de colores que saltaba de estante a estante, como exigiendo ser examinados. Las encuadernaciones negras eran neutrales, intactos y no leídos; encuadernaciones pálidas tocadas una o dos veces; encuadernaciones de colores, sobre todo azul y rojo, anunciando mayores grados de interés.

Esos colores atraían la atención de muchas figuras, pequeñas y esbeltas. Pero ninguna era progenie. Más bien era como los angelines que ya conocía, pero sólidos y dedicados. Moviéndose jubilosamente en tropel arriba y abajo de las escaleras en espiral, buscando en los estantes de todos los niveles.

—Esto debe ser una Babel —se dijo Jebrassy—. Todo almacenado en el interior de un
minicosmos
, una invención Shen, no mayor que un guijarro. Y esas personas lo exploran.

De cerca —recorriendo el parapeto junto a él, en general haciendo caso omiso a su presencia— su piel era lisa y eternamente joven, sus rostros serenos o alegres. Algunos miraron al intruso con mirada de bienvenida pero sin hablar. Aquí todos usaban gestos, destellos de dedos y brazos, cambios de expresión, para transmitir lo que precisaban transmitirse unos a otros.

En el interior de la Babel, todo estaba tranquilo hasta que se encontraba un texto útil, y luego, a lo largo de espacios inmensos, a lo largo de las galerías y paredes radiantes de estantes que se extendían por siempre, resonaban cánticos y gritos espléndidos, y todos se reunirían para celebrarlo. Las plataformas se expandirían para acomodarlos y los buscadores —miembros del equipo que había realizado el descubrimiento— se situarían allí para ser admirados por las multitudes. El texto legible se proclamaría y su encuadernación recibiría un código de color.

A continuación catalogarían el volumen, le asignarían un número y luego ese número recorrería la plaza como una deslumbrante cinta de plata, para ser más tarde enrollado mágicamente y reducido a un octágono de papel plegado, entregado muy sobriamente a una figura cubierta por una túnica oscura que en ocasiones se movería por entre los llamativos buscadores…

Los cánticos se apagarían, las plazas se vaciarían y contraerían, las escaleras en espiral crecerían y se reconectarían.

Todo regresaría al estado anterior.

Jebrassy comprendió lo siguiente: vivir en una Babel era sentirse interminablemente fascinado por el drama lento y constante de una búsqueda prolongada. Aun así, sus dedos ansiaban caminar junto a esas figuras felices de túnicas hasta las rodillas, perderse en el bendito anonimato de la mayor búsqueda de todas, en la mayor de todas las bibliotecas.

La biblioteca que contenía todas las narraciones posibles. Todas las historias. Y todas las tonterías.

Una Babel, un nombre tan antiguo como la misma vida, surgido de la Brillantez, donde se congregaban todos los lenguajes posibles. Un lugar de confusión, búsqueda y, muy raramente, iluminación.

Intentó detener a uno de los buscadores, formando torpemente una pregunta con los dedos:
¿cuánto tiempo?
Pero el buscador se apartó y regresó a su labor. Así que Jebrassy subió una escalera en espiral para luego seguir durante lo que pudieron ser días o años por uno de los parapetos.

De vez en cuando se detenía y sacaba un volumen, recorría las mil o más páginas e intentaba leerlo… sólo para encontrar impenetrable el texto aparentemente aleatorio. No le decepcionaba, en absoluto. Siempre había otro volumen. Así que volvía a colocar el libro en su sitio y seguía. Un trabajo encantador, tranquilo, gratificante.

Pero esta existencia no era para él.

Cuando se dio cuenta de que no sabía volver, de que jamás podría encontrar la Gran Puerta —que en cualquier caso bien podría haberse cerrado ya—, ese hecho ni siquiera le preocupó.

De su túnica sacó un número plegado formando un octógono y sostuvo el papel sobre la barandilla, para luego hacer que se abriese, permitiendo que se desplegase, riendo al verle caer entre las paredes de estantes.

Se le acercó un buscador, quien le preguntó por gestos: ¿quién le había asignado la tarea de buscar ese volumen en concreto?

Jebrassy expresó confusión. El buscador le ayudó a leer los primeros dígitos impresos en la larga cinta, para luego guiarle a ese mismo volumen, que había sido descubierto y catalogado muy al principio.

Jebrassy extrajo el libro, abrió las resistentes tapas azules y leyó. En ese momento, la figura de negro se le acercó y retiró la capucha. Jebrassy comprobó que se trataba del Bibliotecario… en cualquier caso, la personificación que le resultaba más familiar.

—Es una ilusión, ¿no es así? —preguntó Jebrassy.

—Pensé que disfrutarías de la aventura —dijo la personificación.

Jebrassy frunció el ceño al presentir el final de esta aventura gozosa.

—¿Por qué he encontrado este libro en concreto? —preguntó.

La personificación tomó el volumen de entre sus manos y pareció sopesarlo.

—Una biografía —le explicó—. No todo el texto es accesible. Algunas partes son un galimatías. Quizás haya otro volumen que lo complete… ¡en algún lugar! —Hizo un gesto hacia los interminables estantes—. Pero no importa. Este volumen, para ti…
eres
tú, por ahora, hasta que encontremos los otros… y por tanto es de gran interés.

—¿Es mi historia? —preguntó Jebrassy.

—No exactamente. Y no del todo.

Y Jebrassy comprendió.

—También es
su
historia —dijo—. Aquel con el que estoy entrelazado.

—Me preguntaba si lo encontrarías con facilidad —dijo la personificación, y señaló a la inmensidad—. Posees unos instintos excelentes.

—¿Cómo es posible que
alguien
encuentre algo aquí? —preguntó Jebrassy—. Es decir, ¿realmente todo esto está comprimido a algo del tamaño de un guijarro? Un pequeño lugar para contener tanto.

—Cierto. Todos estos buscadores… su mayor alegría es ejecutar su tarea una y otra vez, en secciones tan vastas de su propia cronología especial que ni siquiera mi yo completo puede concebirlas. Pero todo esto, dentro del guijarro, como dices tú, no es infinito. Es limitado. Como la Babel en sí.

—Hay un número llamado
pi
—dijo Jebrassy, orgulloso de sus conocimientos—. Empieza tres décimas uno cuatro uno cinco… y demás, para siempre. Aquí no está representado, ¿cierto?

—Aquí no se puede representar por completo nada que sea infinito. Hay segmentos de pi, por supuesto, impresos en muchísimos de estos libros; supongo que podría encontrarlos todos, disponerlos de principio a fin y luego seguir cargando con volúmenes para colocar en la línea, encajándolos, una y otra vez; pero
eso
llevaría para siempre, mucho más que el tiempo dentro del guijarro. No. Aquí no está contenido pi, ni ninguna otra constante o número infinito… ni siquiera narraciones infinitamente largas, que se asume que existirán en algún lugar. —Una vez más, la personificación manifestó diversión de progenie, dedo a la nariz—. Una narración que precisa de un editor infinito, ¿no? Pero aquí existen todas las ecuaciones que pueden producir pi. Y si lo deseases, podrías tomar una de esas ecuaciones, o todas ellas, y generar ese número a cualquier longitud que desees, sin necesitar en nada más lo que esté impreso en esos libros. Y ahí radica por igual la gloria y la tristeza de esta Babel. No está terminada. Las narraciones que contiene no están vivas, no reverberan con la imprevisibilidad, la infinitud, la repetición de la existencia real. Incluso en su inmensidad, una Babel no es más que una simiente. Un mapa. Un maestro perdido en las nieblas de la Brillantez dijo en una ocasión: «El mapa no es el territorio».

Jebrassy lo meditó. Lentamente, su rostro se iluminó.

La personificación comprendió su reacción y tomó un libro del estante, sopesándolo.

—En realidad, no generamos de una tacada volúmenes tan grandes. Eso sería malgastar recursos. Generamos cadenas de símbolos mucho más cortas, longitudes óptimas, y luego las pasamos por analizadores en busca de conexiones gramaticales empleando reglas simples. Lo que nos ayuda a montar y construir textos más largos… y todas sus variantes. Sólo entonces los encuadernamos y los catalogamos. Los textos sugestivos, los textos con sentido extendido, tienen una forma de ser comprensible. Se les puede codificar y reducir sin pérdida. Los más aleatorios o sin sentido no se pueden reducir.

»Por tanto, desde mi perspectiva exterior, la Babel en el interior del guijarro manifiesta regiones de densidad. Y las buscamos, aunque encontrarlas no es más que el comienzo. Pi, por ejemplo, es totalmente aleatorio; yo mismo lo demostré hace muchas eras, y no se puede comprimir, sólo se le puede colapsar en forma de ecuación… y una ecuación es como una fábrica. Curiosamente, pi en la circunferencia del minicosmos es muy simple: sólo 2. ¿Sabes por qué?

Jebrassy parpadeó. Todavía no había estudiado esas cuestiones. La personificación siguió hablando sin pausa.

—Y por supuesto, hay una simetría… muchas formas de simetría. Por ejemplo, la mitad de la biblioteca refleja la otra mitad… los mismos textos, pero invertidos. Podemos eliminarlos. Hay muchísimas otras técnicas, algunas muy simples, otras extremadamente dificultosas, inventadas a lo largo de media eternidad, algunas mías, otras creadas por personas cuya identidad se olvidó hace mucho tiempo.

—Se han olvidado tantas cosas —dijo Jebrassy—. ¿Por qué? Si podéis construir Babeles, ¿no se pueden preservar las historias reales para que todos las encuentren?

A la personificación le agradó la pregunta.

—Quizás. Aunque no debemos minusvalorar esa tarea; saberlo todo, en todas partes, es imposiblemente difícil. Pero los Shen no revelaron sus técnicas hasta mucho después de que las ciudades de la Tierra encontrasen gravoso mantener sus registros. Bajo el Kalpa, las bibliotecas levantadas de la historia de la Tierra son los cimientos de los biones que quedan… recuerdos y registros aplastados y enterrados, no mejores que la capa de roca antigua. Trágicamente, la única forma de acceder a partes de ese pasado es observar cómo el Tifón las digiere, las despedaza y las lleva hacia nuestros momentos finales… guiadas por las asociaciones de entrelazamiento entre vosotros y vuestros visitantes. Nuestros soñadores.

—Qué triste —dijo Jebrassy—. Pero eso significa que el Tifón tiene un propósito.

—Veo que sería un buscador excelente —dijo la personificación—. Pero no serías feliz. La verdad, yo ya no soy feliz aquí. Falta algo.

—¿Vida?

—Sorpresa. Imprevisibilidad. El territorio. Todo está dispuesto en esos estantes, aguardando a ser descubierto… pero está fijo. Cuando se plante la simiente y esos textos se conviertan en parte del nuevo cosmos, todo cambiará. La tontería será tan valiosa como las narrativas. Porque un multiverso se construye a sí mismo sobre todo a partir de tonterías ilegibles, y nadie puede estar nunca totalmente seguro de qué texto es verdaderamente inútil.

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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