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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (50 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Jebrassy abrió el libro para leerlo, pero las letras se difuminaron.

La personificación volvió a hablar.

—Todavía no, joven progenie. Hay un indicador verdadero, un marcador fiable de lo real. —Todo empezaba a girar y a difuminarse, pero las palabras de la personificación permanecieron claras en su mente mientras descendía las escaleras en espiral, como guiado por un viento tremendo pero suave; siguiendo los estantes, bajando, bajando y de lado, y bajando otra vez, de regreso a la Gran Puerta, que se cerró de golpe en cuanto él pasó.

La voz de la personificación le siguió hasta la mesa dorada.

—Cuando abres un libro dentro de una Babel, el texto es prístino, puro… marcas negras sobre papel blanco. Nada manchará los textos o interrumpirá tu concentración. Pero ahí fuera, en lo que queda del viejo universo y lo que será el nuevo, en el
territorio
por venir, abrirás un libro, leerás una página…

»Y un ser vivo, diminuto, sorprendente y perverso, recorrerá esa página, esa historia, sorprendiéndote… hasta que lo reconozcas y sonrías. Está vivo… un ser simple, un bicho, pero piensa, a su modo está vivo, y lo más importante, no está
leyendo
. No es parte de la biblioteca. Camina sobre el texto, inesperado y vital.

—Hasta que yo cierre el libro de golpe —dijo Jebrassy.

—Ah, pero no lo harás. Esa criatura es el símbolo final de ella, la que reconcilia, que permite el desarrollo de la memoria y por tanto del tiempo. Una amiga de la madre de las musas, Mnemosina, y la primera señal de un nuevo cosmos.

»La verdadera creación desarrollándose, lo que vive y camina sobre las palabras, lo que la araña entre las líneas aviva.

72

El Caos

No había forma de saber cuánto habían caminado, pero ya no podían ver el Kalpa. Los tres biones y la Torre Rota habían desaparecido. Ni siquiera se podían ver cuando descendieron la depresión de piedra.

El camino de regreso tendría que ser diferente… si regresaban alguna vez, o si deseaban regresar.

El rayo gris de filo de cuchillo se movía sobre sus cabezas, provocando un hormigueo en el cráneo de Tiadba. Pahtun les había dicho que provenía del Testigo… algo o alguien que se debía evitar si era posible.

Los botes estelares —los cientos o quizá miles de conchas vacías que vieron desde la cresta opuesta— también habían desaparecido. Al llegar al fondo de la depresión sólo encontraron filas rotas y desiguales de fragmentos ennegrecidos, perfiles de cascos oblongos casi ocultos por montones de gravilla gris y negra. No muchas opciones de explorar y satisfacer su curiosidad.

Descansaron en la depresión, montando un generador de realidad y produciendo una burbuja de calor y protección mientras se quitaban los cascos, se quitaban las armaduras, se rascaban donde era necesario e intentaban sentirse normales.

Frinna y Herza jugaron al cuentasalto, haciendo un agujero en el montón de arena y disponiendo círculos de guijarros grises y negros alternados.

En el interior de la burbuja del pequeño generador, su visión del paisaje circundante adoptó un cariz inquietante. Las ciudades rotas al otro lado de la depresión se agitaban como reflejos en el agua. Sólo cuando se volvieron a colocar las armaduras y los cascos, y apagaron el generador, regresó con claridad sus inmensas conchas hemisféricas y sus pisos expuestos.

Tiadba consideró una buena señal que los poros emisores de luz se hubieran reducido en número y estuvieran cada vez más apartados; no tenían que lidiar con demasiados de sus glóbulos.

—No entiendo nada de esto —se quejó Denbord al retomar la marcha.

—Seguimos la baliza —dijo Khren, fingiendo estoicismo. Tiadba le había visto frotarse los pies y murmurar para sí durante la estancia en la burbuja.

—¿Dónde están esos ecos? —preguntó Nico. Su silencio había sido el más prolongado, quizá para ocultar la decepción de no poder ver de cerca los botes estelares—. Se nos prometieron ecos peligrosos, ¿no? Y aprenderíamos algo nuevo.

Nadie respondió a esa mala chanza. Caminaron hasta la parte superior de la elevación y se volvieron para ver, a sus espaldas, que la depresión se había invertido para convertirse en una cresta elevada, una colina larga y continua, y que las líneas de inmensos botes espaciales habían regresado, soportes y todo. Más aún, mirando hacia delante, las ciudades rotas habían desaparecido, reemplazadas por un bosquecillo reluciente de árboles pequeños que salpicaba colinas negras y bajas.

—Excesivo —murmuró Denbord.

Los exploradores, para meditar sobre sus opciones, formaron una línea a unas docenas de pasos del primero de los árboles.

—No parece peligroso —dijo Shewel, retorciéndose en el interior de la armadura. Aparentemente no había dado con todos los lugares que era preciso rascar.

—¿Es peligroso? —le preguntó Tiadba al traje. En ocasiones la armadura respondía a una pregunta directa… si poseía la respuesta. En esta ocasión, cuando a Tiadba le pareció ver formas pequeñas moviéndose entre los árboles, no hubo respuesta durante unos incómodos momentos.

—Ahí se está produciendo evolución —dijo al fin el casco—. Hay que informar.

—Buena suerte —dijo Shewel—. ¿No sabe que no podemos hacerlo?

—¿Qué es evolución? —preguntaron simultáneamente Frinna y Herza.

—Ajustes para mejorar la supervivencia en condiciones cambiantes. En ocasiones, los ajustes estabilizan las condiciones.

Macht bufó.

—¿Qué significa eso cuando está tendido? —preguntó Shewel.

—Podría haber buenas oportunidades. Condiciones de realidad y estabilidad sostenidas sin máquinas o herramientas. Podrían interferir con las armaduras y generadores o reforzarlos.

—Eso es definitivo —dijo Shewel, y añadió un bufido propio.

—Giraos —dijo la armadura de Tiadba.

Todos se giraron y vieron figuras lejanas, exploradores protegidos muy similares a ellos… treinta o cuarenta, que descendían la cresta, pero inclinados hacia delante, como si subiesen en lugar de descender.

Se aproximaron, llegando a una distancia aparente de unos cien pasos.

—¡Más exploradores de la ciudad! —dijo Khren con alegría, y fue a echarse a correr hacia ellos. Tiadba le agarró el brazo.

—Preparaos para huir —les aconsejó la armadura—. El peligro a la espalda es mayor que el peligro por delante.

—¿Ecos? —preguntó Tiadba.

—Son ecos —afirmó la armadura.

Los otros exploradores —del tipo que fuesen— se movían con pasos lentos y cansados, pero parecían avanzar rápido hacia ellos. Khren gimió. Ahora veían claramente que las armaduras de esos progenies se hacían pedazos. Los casos eran jirones sobre los hombros caídos. Las caras de los ecos estaban arrugadas, oscuras, con los ojos hundidos, agotados y desesperados… desenfocados.

Parecían estar
ciegos
.

Y no iban a ninguna parte… repetían movimientos interminables.
Ecos
.

—Montad el generador, enfocad la burbuja para que sea lo más pequeña posible —dijo Tiadba, comprendiendo que la armadura no le hablaba pero que aun así recibía instrucciones, imágenes rápidas en la mente. Sus compañeros obedecieron rápidamente y se reunieron bajo un pequeño hemisferio trémulo, como compañeros de inclusa recién entregados, todo lo juntos que podían, uniendo manos, brazos, piernas, mirando al exterior.

Los ecos ciegos dejaron atrás la burbuja, para luego virar hacia el bosque disperso de árboles bajos, donde dieron con las ramas relucientes… para estallar como pompas de jabón, dejando atrás motones como de plástico que colgaban de las ramas y luego se convertían en polvo que salía volando.

—¿Dónde está Perf? —preguntó Shewel. Palparon por el grupo y Tiadba se obligó a pasar por entre la masa para poder mirar. No estaba. Gritaron y le llamaron, pero no se atrevieron a romper el hemisferio.

Luego Tiadba le vio, a diez pasos, inclinado en un grupo de exploradores ciegos, agitando lentamente los brazos como si nadase en un líquido espeso, intentando mantenerse recto.

Las armaduras rotas y fragmentadas de esas formas grises, descompuestas como estaban, se fijaban a su traje allí donde le rozaban, transformándolo de un rojo llamativo a un gris muerto, y luego, pelándola como la piel de una fruta madura, haciéndole girar cada vez que arrancaban un trozo.

Los progenies en la burbuja observaron sin poder hacer nada, paralizados por el horror, cómo Perf giraba y bailaba y finalmente quedaba desnudo sobre la superficie de guijarros negros. Más ecos grises y cansados pasaban a su alrededor y
a través
de él, limando su integridad hasta que se convirtió en un maniquí translúcido, titilante y que se agitaba como si estuviese formado por gelatina.

Y luego simplemente se convirtió en polvo. Su polvo voló, perdiéndose entre los jirones púrpura y negros del cielo.

—¡Vienen más! —gritó Khren señalando la cresta. Miles de falsos exploradores, exploradores muertos, ecos, fuesen lo que fuesen, allí reunidos moviéndose en oleadas desesperadas para unirse a la destrucción aparente contra el bosque de árboles relucientes.

—Son los que no llegaron hasta aquí —dijo Nico—. ¿Por qué quieren matarnos?

—¡Acercaos más! —gritó Tiadba, viendo la imagen claramente en su mente y sintiendo cómo sus músculos respondían, sintiendo cómo todos respondían simultáneamente, protegidos y controlados por los trajes.

El hemisferio se contrajo y se volvió plateado, absorbiendo alrededor de sus formas, pegándose sus trajes. Tiadba se sintió empujada contra el soporte que sostenía el generador; vio cielo, horizonte, todo, inclinarse y girar, sin tener ya en su visor ninguna pretensión de aproximación visual, dedicándose toda la energía a la simple supervivencia.

Por primera vez estuvieron cerca de «ver» el Caos tal y como era en realidad. Una imposibilidad, evidentemente. Dolía tanto que no podía moverse ni emitir sonido. Las armaduras reemplazaban esas percepciones incomprensibles con capas cambiantes de color. O al menos Tiadba creía que debía ser cosa de la armadura… no había forma de saberlo con certeza, apenas ninguna forma de pensar.

Algo, un fragmento de preocupación, parecía surgir de su visitante; en el móvil y confortable mar de colores, podía sentir a la otra, como si se esforzase por ver, diciendo:
antes de congelarte y morir, sientes calor

73

El almacén verde

Glaucous arrinconó a Daniel mientras Bidewell escoltaba a Jack y Ginny hacia la puerta sur.

—Dispone de trucos. Nos espiaste cuando hablamos… le oíste.

Daniel sonrió:

—¿Tú
me
estás advirtiendo?

—Quiere algo. Él te entregaría con tanta seguridad como lo haría yo.

—O harás —dijo Daniel—. ¿Qué pasa si la Princesa de Caliza se presenta ahora mismo?

—Perdida en la grisura, como Whitlow, como la Polilla, pero ahora comprendo que no por mucho tiempo —dijo Glaucous, y movió los ojos nerviosamente—. Casi puedo presentir el regreso de todos ellos. Esto se está convirtiendo de nuevo en su territorio. Necesito un compañero —añadió, más nervioso aún al comprobar que Daniel no parecía tener miedo—. Los dos precisamos compañeros. Cuando nuestra Señora regrese… Solos estaremos desequilibrados, desprotegidos.

—Tú eres cazador, yo soy presa —dijo Daniel, bajando la cabeza para mirar al rostro levantado de Glaucous, haciendo una mueca al sentir el olor mohoso apenas oculto por el anís—. No lo olvides.

—En mi época dejé escapar a algunos pájaros —dijo Glaucous, limpiándose la boca—. En mi época hice mis buenas acciones, las hice.

Daniel agitó la cabeza para luego volverse hacia la puerta.

Glaucous le llamó.

—Yo no soy el único cazador. Y
ella
no es el único peligro.

Daniel se unió a los otros tres.

—Espero que vuestro señor Bidewell sepa de lo que habla.

Bidewell les miró, resignado.

—Estoy seguro de que el señor Iremonk sabe de estas cosas a nivel práctico. —Se sacó un anillo de llave del bolsillo del mandil. Del pestillo de acero de la puerta colgaba un candado de hierro negro. Mientras las damas esperaban a cierta distancia, y Glaucous se acercaba, las manos estiradas hacia el calor de la estufa, Bidewell alzó el anillo y agitó tres llaves.

—Éstas son las instrucciones. Seguidlas con atención.

»Jack, ve al fondo y abre la puerta a la izquierda… la de la izquierda, no la de en medio o la derecha. Ginny, tú irás después de Jack y abrirás la de la derecha… no la de en medio y tampoco la de Jack. No las toques. Jack, izquierda… Ginny, derecha. Daniel…

—Puerta de en medio. Comprendido.

—Las habitaciones deberían ser cómodas… ni calientes ni frías. Una ventana pequeña, con luz suficiente para ver. Hace cien años que no entra nadie. Ningún observador ha sido testigo de nada en su interior. Exceptuando una vieja silla e, imagino, algo de polvo, las habitaciones están vacías y limpias.

Jack miró a Ginny. Una chica extraña. Le devolvió la mirada con ojos bien abiertos y mirada neutra, como si no le reconociese, como si no se hubiesen visto nunca y ella no quisiese saber nada de él. Ginny se había perdido en el momento, aparentemente de forma mucho más profunda que él.

La expresión de Daniel indicaba:
estamos locos de atar, vamos a seguirle la corriente al viejo
.

—Vuestro tiempo con Mnemosina será difícil de estimar… pero desde nuestra perspectiva, aquí fuera, pasará con rapidez. Como mucho, unos minutos. A vosotros… podrían pareceros años.

Bidewell tomó una enorme llave de metal, verde por el tiempo, y abrió la cerradura. Mientras las damas del grupo de lectura observaban desde su lejano charco de calor y seguridad, rodeadas por altos estantes y escaleras —los estantes más altos perdidos en la tiniebla sobre la estufa y las lámparas de plafón verde colocadas sobre la mesa, Bidewell abrió la puerta de madera. Gimió, y trocitos de pintura cayeron de la parte superior de la jamba. El aire frío rozó los pies de Jack como si fuese el fantasma de un perro impaciente.

—Tú primero, joven Jack.

Sintió la presión de los ojos sobre la espalda y, estremeciéndose, pasó.


Bonne chance
—murmuró Glaucous cuando Bidewell cerró la puerta.

La estancia alta y larga al otro lado de la puerta se encontraba a oscuras, exceptuando un rayo de resplandor púrpura del cielo que surgía de una ventana, cruzaba a su izquierda, sobre su cabeza, y pintaba un cuadrado pálido en la otra pared. El espacio intermedio era algo estrecho y estaba vacío. Las viejas tablas eran antiguas y grises.

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