Authors: Enrique J. Vila Torres
El funcionario, muy amable, explicó a Pilar que el archivo general del camposanto constaba de fichas nominales ordenadas alfabéticamente, y esas fichas contenían, actualizados de manera periódica, los datos de localización de la tumba, situación de los derechos y demás detalles del fallecido y su entierro.
Juntos comprobaron en varias ocasiones que la ficha de Pedro no existía.
Preguntó Pilar al funcionario por otro sistema para localizar un cadáver, ya que se conocía la fecha de su muerte. Por indicación del hombre, consultaron el libro diario de ingresos del mes de abril de 1950, y se constató que no había entrado ningún Pedro García Azón.
Finalmente, el encargado aclaró a Pilar que incluso si el cadáver de Pedro hubiera sido entregado a la ciencia para la investigación, sería fácil localizarlo en el libro diario de ingresos, puesto que si se dona un cuerpo a los científicos, estos tienen dos años para entregar sus restos al cementerio. Sin embargo, a la hora de la devolución, una vez transcurrido el plazo de esos dos años, sus datos deberían haber sido inscritos por orden alfabético en las fichas nominales, entre las que, como ya habían comprobado, no figuraba ningún Pedro García Azón.
Pilar se despidió del hombre y regresó a su casa con el convencimiento de que el alma de su hermano no estaba entre las que reposaban en aquel camposanto, y muy posiblemente tampoco en ningún otro, pues cada vez era mayor el presentimiento de que su hermano Pedrito no había muerto ni en el día ni en la forma que recorría con falsas palabras el Registro Civil de Zaragoza.
Para finalizar su investigación, Pilar y Luis acudieron a la Facultad de Medicina de la capital aragonesa, buscando en el último lugar en el que se les ocurría que podía haber acabado el cuerpo del supuestamente fallecido Pedro… Aunque por las indagaciones de Pilar en el cementerio parecía que esta posibilidad también quedaba descartada, querían comprobarlo in situ.
Para ello, acudieron a la cátedra de Medicina Legal y al Instituto Anatómico Forense. Allí realizaron sus pesquisas, interrogando a dos forenses en ejercicio, que les atendieron muy amablemente y se solidarizaron de inmediato con las pretensiones de Pilar.
Les indicaron que la entrega del cadáver de un niño de dos días para su estudio era algo muy raro, prácticamente imposible, dado el escaso valor que el cuerpecito del bebé tenía para tal fin, ya que sus tejidos son muy débiles. Ellos no conocían ningún caso semejante, ni en la actualidad ni en su época de estudiantes en la Facultad de Medicina. Aun así, se dirigieron a la sección de Archivos de Anatomía Forense, donde consultaron con mucha paciencia y en su totalidad unas mil fichas nominativas ordenadas alfabéticamente.
Pilar y Luis actuaban de forma un tanto mecánica. Tenían ya en su interior la certeza de que Pedro estaba vivo con otro nombre y apellidos, y que llevaba una vida en el engaño, pero que aun sin ser consciente de ello, aguardaba que le encontrasen y le desvelasen la verdad de su origen.
Para cerrar el círculo de su investigación, repasaron esas mil fichas de cuerpos entregados a la ciencia para su estudio, que comprendían un periodo de sesenta años —de 1920 a 1980 aproximadamente—: como esperaban, no apareció ningún Pedro García Azón. Con esto, a finales del año 2006 la extensa y meticulosa investigación estaba terminada.
Tras pasar por las dependencias del Registro Civil, los archivos de la Diputación Provincial, la parroquia, el cementerio de Torrero y la Facultad de Medicina, no había hallado rastro alguno de Pedro García Azón, el supuesto bebé fallecido con dos días, cincuenta y seis años atrás.
Una fría mañana de diciembre, mientras charlaba con Luis sobre el resultado de las investigaciones que habían recopilado en un extenso dosier impreso, sentada en un café de la capital maña, Pilar miró con los ojos algo cansados a lo alto.
El cielo, en su frío esplendor invernal, pintado de un azul intenso manchado por unas pocas nubes de lluvia que viajaban imperiosas a soltar su carga en tierras más al norte, le pareció, pese a su luz, triste y apagado.
Porque Pilar en ese instante reflejaba su tristeza en el firmamento límpido, como si de un espejo natural se tratase, esa tristeza que nacía en la seguridad de haber sido engañada.
Engañada por la vida, que le robó impunemente a un hermano al que abrazar, querer o con el que simplemente hablar.
No era justo. «Los seres humanos no somos mera mercancía con la que enriquecerse», pensó Pilar. Jugar con los sentimientos de las personas de forma tan ruin, tan grave e inmisericorde no podía ni debía perdonarse. Ni la justicia de los hombres ni la de su Dios, al que tanto se encomendaba pero que no había impedido ese dolor, deberían dejar ese delito sin castigo.
Se encontraban justo al lado de la sede de los Juzgados de Zaragoza.
Allí debía ir.
No solo a castigar a los culpables de aquella atrocidad, sino también a descubrir la verdad del destino de su hermano Pedro, que en esos momentos, Dios lo quisiera, pasearía tranquilo por cualquier ciudad del mundo, posiblemente ajeno a la mentira de la que estaba siendo protagonista.
Se lo debía a su madre, Victoria, y a su padre, Gonzalo, que aun siendo un hombre tímido, solitario y algo indolente, sin embargo, había sufrido y apoyado en silencio y a su manera todas las investigaciones que su hija había llevado a cabo para verificar sus sospechas.
Que Pedro estaba vivo.
Ahora, por ellos y por Victoria, debían encontrarlo.
Al mes siguiente, ya en 2007, Pilar y su anciano padre iniciaron una serie de actuaciones judiciales, encaminadas a denunciar el robo del bebé, y al mismo tiempo intentar localizar el paradero de Pedro.
Comenzaron acciones civiles primero, en los Juzgados de Primera Instancia de Zaragoza, llegando hasta la Audiencia Provincial y el Tribunal Supremo, donde en la actualidad se encuentran.
Iniciaron acciones penales en los Juzgados de Instrucción: los jueces archivaron las causas repetidamente por supuesta prescripción de los delitos denunciados. También aquí luchan en la actualidad ante los magistrados del Tribunal Supremo, a la espera de que recojan la justicia de sus pedimentos.
Acudieron al defensor del pueblo, que comprendió su problema pero se inhibió a favor de las decisiones e investigaciones de los Tribunales de Justicia.
Quizá les falta la fuerza de la unión con otros afectados por casos semejantes. En ello están, gracias a recientes iniciativas populares que en la actualidad están abordando este problema.
Aun así, Pilar y su padre Gonzalo no pierden la esperanza de reencontrar algún día a ese hermano e hijo, Pedro, al que no han podido nunca abrazar, besar… Si ese día llega, no tengan duda de que serán las personas más dichosas del mundo, al menos por unos segundos, y quizá Victoria, desde su tumba o desde dondequiera que repose su entristecida alma, dedique una tierna sonrisa y una lágrima etérea por el reencuentro de su añorado hijo Pedro.
El sol se reflejaba melancólico sobre las hojas de las palmeras de la costa este de Puerto Rico, y la brisa del mar Caribe acariciaba la fina y blanca arena de la playa, cálida, suave y acogedora en su inmenso juego con el agua del océano portando consigo olores y recuerdos de viejas batallas de corsarios, invasores y conquistadores extranjeros.
El amargo café, muy cargado, denso y aromático, empapó ardiente los gruesos labios de Augusto Barbosa, que al sentir el pellizco hirviente frunció los ojos en un tic de leve dolor… «Cómo quema el cabrón —pensó el hombre—, pero qué delicia.»
Augusto había sido, y seguía siendo, un mujeriego empedernido. Junto con su hermano César, había vivido la historia de su vida como si cada segundo fuese el último en el que pudiese ver la luz, sentir la brisa o el calor del sol acariciando su tersa piel caribeña. No había renunciado a nada, y mucho menos al alcohol y a las mujeres. No sabía si habían pasado por sus labios más botellas de ron o más bocas de suaves y perfumadas chicas embriagadas por su brutal e instintiva masculinidad.
En cualquier caso, Augusto y César, los hermanos puertorriqueños, siempre comentaban que se merecían todos los placeres de los que habían disfrutado, pues al mismo tiempo que gozar, habían sido también juntos unos aventureros incansables, circunstancia que los había llevado a pasar asimismo mil calamidades y padecimientos.
Pensando en todo ello, se dio cuenta el hombre de que el sol, ya cansado de jugar a juegos eróticos con las hojas de las palmas y embebido en su atardecer melancólico, se escondía por fin tras el inmenso océano azul, esa cuna de viajes y sueños ocultos llenos de ansias de prosperidad, aventura y riqueza.
Porque fue el mar —compañero íntimo en las tierras insulares donde nacieron nuestros protagonistas allá por el año 1920— el que invitó a Augusto y César a salir de su pequeño pueblo marinero en la costa oeste de la isla y viajar por el mundo, ampliando su universo vital, conociendo nuevas tierras en las que disfrutar, enriquecerse, conocer los placeres de las mujeres de razas y condiciones más diversas, y desde luego interpretar sus canciones.
Y es que los hermanos Barbosa, muy inteligentes y despiertos desde la más tierna infancia, heredaron de sus ancestros africanos una capacidad innata y sorprendente para la música. Desde bien pequeños, los mellizos dominaron el arte de la salsa, la bachata, el merengue… y en general todos los ritmos que hacían moverse a quienes los escuchaban interpretar sus melodías, con una sensación de empatía pegadiza por sus canciones. Nadie podía estarse quieto y dejar de bailar cuando los Barbosa cogían sus instrumentos musicales. En poco tiempo se convirtieron en el alma de cualquier fiesta en el pueblo y en las ciudades cercanas, donde siempre eran reclamados para animar cualquier sarao que se organizase.
A los veinte años, altos, de piel morena, con el pelo ensortijado y negro, de ojos profundos y atractivos que parecían desnudar a las mujeres con solo mirarlas, y con esa capacidad interpretativa tan embriagadora, no era de extrañar que ya se estuviesen ganando muy dignamente la vida por toda la isla, y rompiendo cientos de tiernos corazones de nativas enamoradizas y dulces, de piel como el chocolate.
Así pues, Augusto y César salieron bien pronto de su pueblo natal, Brisas de Mal, bañado por el Caribe en la costa occidental de la isla de Puerto Rico… Dejaron a sus padres junto a sus otros cuatro hermanos, encargados de la pequeña industria familiar de pesca y agricultura, y ellos fueron a hacer fortuna primero por el resto de la isla y, cuando se les quedó pequeña, por el mundo cruzando el ancho mar en pos de aventuras y dinero.
Así y en un primer momento, durante un año aproximadamente, Augusto y César crearon un dúo musical de mucho éxito, llamado sin muchas complicaciones literarias o artísticas Hermanos Barbosa.
Interpretaron sus ritmos afrocaribeños por todo el país, visitando y trabajando en varios clubs nocturnos de San Germán, Yauco, Guayama, Fajardo, Arecibo… hasta recalar muy rápida y finalmente en la capital, San Juan, donde un adinerado empresario local los contrató de forma permanente para animar su espectáculo en el club La Española.
Allá por la década de los cuarenta de la última centuria del siglo pasado, era el local más permisivo de la isla, en el que se ejercían libremente relajadas costumbres para la época. Al fin y al cabo, desde 1917 y tras la instauración de la Ley Jones, los puertorriqueños eran ciudadanos estadounidenses, y las ideas avanzadas y progresistas del joven país americano en mezcla con el espíritu alegre y festivo de los nativos caribeños formaban un cóctel explosivo que, como es natural, se inclinaba hacia la diversión desenfrenada.
Desde luego, los hermanos Barbosa estaban en su salsa, y fue allí donde pasaron quizá los momentos más hermosos de sus vidas.
Las semanas transcurrían muy rápido entre tanta diversión. El dinero entraba en sus bolsillos de forma generosa, y las mujeres llenaban sus vidas de sexo fugaz la mayoría de las veces, consumiendo sus días entre risas, canciones, alcohol, tabaco, amores efímeros y aromas profundos de cafés bebidos a la luz de amaneceres borrosos y cálidos.
A principios de 1948, nuestros protagonistas mellizos contaban con veintiocho años y faltaban dos para que tuviese lugar en Puerto Rico la insurrección nacionalista de Blanca Canales. Este movimiento revolucionario nacional removió los cimientos de la isla al grito de «Jayuya», en un último intento de separar su destino político y nacional del coloso del norte, los Estados Unidos de América.
Ese año previo a la revolución, César (el menor de los mellizos, al haber nacido dos minutos después que su hermano) cayó rendidamente enamorado de una rica joven de la considerada nobleza local. La afortunada —podemos decirlo así, pues al igual que el hombre disfrutó del inmenso y tierno placer del amor— se llamaba Elena Salazar. Era la hija menor de una familia de rancio abolengo, descendiente directa de los primeros colonizadores españoles, y coheredera de una fortuna que se tenía por una de las más importantes de la pequeña pero entonces próspera isla centroamericana.
Sus padres habían hecho dinero, o mejor dicho habían multiplicado la ya de por sí cuantiosa fortuna familiar, a base de explotar durante generaciones extensos terrenos de cultivo, dedicados en exclusiva a la próspera industria de la caña de azúcar. En la década de 1940, el imperio económico de los Salazar abarcaba la industria agrícola azucarera junto con algo de exquisito tabaco, que competía en calidad y aroma con el de la vecina Cuba, y una pequeña pero muy valorada destilería de ron, cuya producción se exportaba casi por completo a los Estados Unidos a un precio ciertamente desorbitado para la época. Añejo Viejo, así se llamaba el caldo que destilaba la familia, y que hacía las delicias de los más exigentes bebedores.
En definitiva, la familia Salazar nadaba en la abundancia, hacía ostentación de su riqueza, y además presumía con descaro de su ascendencia española y su afinidad incondicional con el régimen estatal proestadounidense.
En ese ambiente de lujo y derroche, la pequeña Elena creció mimada y caprichosa, y su carácter soñador y enamoradizo sucumbió a los encantos de César en cuanto sus ojos castaños la miraron, su aterciopelada voz grave acarició sus oídos entre la cálida bruma de una madrugada caribeña, y finalmente y tras ser presentados, sus rudas pero hábiles manos acariciaron con firmeza y dulzura su aristocrática piel.