Authors: Enrique J. Vila Torres
—¿No hay peligro alguno? ¿Y la policía? —preguntó Vicente.
—Está todo arreglado. En las ciudades en las que trabajamos, digámoslo así, algunos funcionarios y miembros de los cuerpos de seguridad tienen un sobresueldo sustancial. Y médicos, y matronas, y algún que otro miembro del clero, je, je, je. Si yo os contase… Melilla es una de las ciudades más seguras, y en las que mejor se funciona. Estad tranquilos.
»Pues eso —prosiguió la anciana—. Cuando os llame en unos quince días, os diré exactamente la dirección a la que deberéis acudir con el dinero y con algo de ropita de bebé para cambiar a vuestro hijo, nunca se sabe cómo os lo van a entregar. El intercambio se hará en la calle o en una casa, depende, ahora no lo sé; en cualquier caso, en un lugar discreto, descuidad. Ya os daré más detalles cuando os llame. Alegraos —concluyó sonriente—, estáis muy cerca de ver cumplido vuestro deseo. Yo creo que en este mes de julio ya tenemos niño… Ahora marchad a descansar y sed felices. Vuestra dicha está muy cercana.
Amparo y Vicente salieron del domicilio de Magdalena ciertamente animados por las palabras de María Rosa: la mujer transmitía confianza y profesionalidad, aunque por otro lado su forma de hablar y su nerviosa y recurrente risita resultaban inquietantes. Con su edad y con la seguridad con la que hablaba, no querían ni imaginarse la cantidad de ventas en las que habría intervenido. Hablaba de las ciudades de España como si conociese muchas en las que se vendían bebés, y desde luego como si fuese una experta en los pros y los contras de cada una de esas «fábricas» proveedoras de hijos… Bien mirado, era terrible.
En ocasiones, Vicente se sentía como si fuese a comprar un perrito… Pero no, sería un padre ejemplar y haría feliz a su hasta ahora desdichada mujer. Porque solo había que mirar a Amparo —hace unos meses ojerosa, decaída y triste, sumida en una depresión profunda y desesperante, y ahora risueña y con el brillo de la felicidad pintado en los ojos— para saber que lo que se disponían a hacer, aunque ilegal, tenía un fin cargado de bondad.
Sí. Valdría la pena. Iban a cometer un delito, de eso era consciente, mas se juró a sí mismo que compensaría esa falta, que en cierta medida le atormentaba, cuidando y educando a su deseado hijo mejor que si fuese propio.
Su hijo comprado iba a ser el hijo más querido del mundo.
Aunque a partir de entonces su vida descansase en cimientos de mentira.
El 1 de julio de 1979, quince días después de su cumpleaños y con él de su mayoría de edad oficial, Yegane dio a luz a una preciosa niña a la que llamó Thuraya, «estrella» en árabe, porque vino al mundo en una noche cerrada y sin luna, en la que el cielo estaba salpicado por los lejanos astros que vigilantes y titilando con frialdad contemplaron el plácido parto de la niña.
Al nacer pesó 3 kilos. Era un bebé sano y fuerte, con una abundante matita de pelo negro que coronaba una cara chiquita pero proporcionada, en la que brillaban unos enormes ojos marrones herencia de su padre. El parto se había producido lejos de Segangan, donde aún en esa época era habitual que las mujeres tuviesen a sus hijos en casa, más aún las de condición humilde como la familia de Mohamed.
Para sorpresa y suspicacia de Yegane, dos días antes de salir de cuentas la habían obligado a trasladarse con su madre y una de sus hermanas a una barriada marginal del pueblo fronterizo de Beni Enzar, justo en el límite de la población española de Melilla. Allí se acomodó de malas maneras en un cuarto infame, sucio, falto de los elementales utensilios sanitarios, con una diminuta ventana que apenas dejaba entrar la luz, y ventilaba la estancia del sofocante calor y humedad que allí imperaban.
Hasta que se produjo el parto, Yegane se instaló en un camastro incómodo, esperando la hora de que su hija llegase al mundo; su madre y su hermana, por su parte, parecía que la habían acompañado más para vigilarla que para ayudarla, y durmieron juntas en un viejo y mugriento sofá que ocupaba casi la totalidad del resto de la estancia. Yegane no tenía ni idea de por qué habían salido de Segangan para dar a luz. La única explicación se la dio muy serio su padre: «Quiero lejos de aquí la vergüenza de este parto. No quiero ni verlo». Debía alejar la maldad y la infamia del resto de los familiares y amigos de la aldea.
¡Qué idiota era su padre!, pensaba Yegane: su hija era fruto del amor, y aunque había sido concebido en pecado, el tiempo le daría la razón. La chica pensaba cuidar tan bien y tanto a su bebé que Thuraya se convertiría en una mujer guapa, inteligente, amable y cordial, a la que todos acabarían perdonando su origen bastardo, y amando como a la que más.
Además, aunque no había podido hablar con su amado Youseff desde que se conoció su estado de buena esperanza y fue poco menos que encarcelada por sus padres, tenía la certeza de que el joven estaba deseando casarse con ella, para criar juntos al fruto de su amor y de aquella maravillosa noche de sexo y pasión desatada.
Desde luego, las cosas mejorarían con el inminente nacimiento de su hija, y estaba convencida de que supondría una mejora en su vida, el perdón de su padre, la reconciliación con sus familiares y amigos, el preludio de una magnífica boda, y el inicio de un futuro repleto de amor y de más hijos con su amadísimo Youseff. En definitiva, Yegane no paraba de pensar que esa hija querida que estaba a punto de salir de su vientre significaría un cambio radical en su vida, y que sería para mejor.
La hora del deseado parto sobrevino a las dos de la madrugada de ese 1 de julio de 1979. Los dolores que sufrió Yegane fueron intensísimos, nunca pensó que se pudiese sufrir tanto para conseguir algo tan deseado y que le iba a reportar tanta felicidad.
Fue asistida por una matrona bastante mayor, de aspecto desaliñado y vestida con un anticuado
haike
negro en lugar de la más extendida chilaba, lo que le daba un aspecto aún más viejo y serio… En toda la intervención no dirigió ni una sola palabra de ánimo o consuelo a la asustada y dolorida parturienta, y tuvo una actitud impaciente y desconsiderada, hasta que tras más de media hora de esfuerzo llegó al mundo la pequeña hija de Yegane y Youseff, llorando con fuerza y rasgando con el airecito de sus pulmones la húmeda y cálida noche marroquí.
Diríase que la pequeña Thuraya, la pequeña «estrella», llegó protestando al mundo, como si adivinara que el destino que la esperaba estaría muy lejos de su madre y su padre biológicos, a los que nunca podría abrazar.
Nada más nacer el bebé, otras dos mujeres irrumpieron en la estancia, estas sí ataviadas con chilabas de colores ocres y con el velo cubriéndoles el rostro. Para sorpresa y horror de Yegane, y con el consentimiento y pasividad de la madre, la hermana y por supuesto la matrona, cogieron a la niña recién nacida nada más ser cortado el cordón umbilical, aun antes de limpiarla siquiera, y la metieron con cierta brusquedad en una canasta raída y deshilachada. Luego y tras tirar con un gesto de desprecio un sobre a la madre de Yegane, salieron sin decir palabra y casi a la carrera del cuartucho que había hecho las veces de paritorio, amparadas en la oscuridad que las engulló para siempre junto con la deseada hija recién nacida, como si de un terrible monstruo hambriento de un cuento de horror se tratase.
En un segundo Yegane pasó de la felicidad más absoluta al espanto desgarrador en su corazón. No podía asimilar lo que estaba ocurriendo, se sentía aturdida, asustada, incrédula, paralizada ante el robo de su criatura, a la que apenas pudo contemplar unos segundos, delante de sus propios ojos… Su cabeza iba a estallar, y su corazón parecía al borde del colapso, presa de un dolor tan intenso y voraz como el que estaba sintiendo en esos mismos instantes.
En su garganta, como un trueno atronador, se fue formando un grito brutal… y hubiese salido al exterior desgarrando la noche estival africana, doblando las palmeras, arrastrando las garzas y vencejos, deshaciendo las arenas lejanas del desierto sahariano, levantando olas inmensas como terribles tsunamis en el cercano Mediterráneo… todo ello si la matrona, rauda y preparada, no se hubiese abalanzado sobre ella como ave de rapiña, para acallarla con fuerza por medio de un pañuelo impregnado de cloroformo que apretó contra su boca y su nariz, hasta sumirla en un profundo sueño de terror, del que aún hoy no ha despertado…
Le habían robado a su hija, su alma, sus esperanzas y su felicidad.
Nunca más vería a su estrella, a la pequeña y bella Thuraya.
A la mañana siguiente del parto, en un bar de aspecto destartalado y viejo de Melilla, cuya frontera este linda con la ciudad de Beni Enzar, donde había nacido Thuraya, Amparo y Vicente aguardaban pacientes a la cita concertada unos días antes siguiendo las indicaciones de María Rosa, la corrupta funcionaria.
Habían acudido como se les indicó, a las nueve de la mañana, a una plaza situada en la calle Poeta Salvador Rueda de la localidad melillense, donde los debía recibir un par de mujeres que les entregarían a un recién nacido. No había hora fija, y siguieron las indicaciones de esperar discreta y pacientemente, en uno de los bares situados en la plaza.
Mientras aguardaban noticias, en esa frontera habituada a todo tipo de contrabando, incluso de seres humanos, Vicente estaba bastante más nervioso que su esposa. «A lo hecho, pecho…», pensó. Ahora ya estaban muy cerca de su objetivo, con el dinero y la ropita limpia para el bebé que esperaban. Al tiempo temerosos, pues eran conscientes de que cometían un delito, e ilusionados, porque al fin estaba muy próximo el momento de ver satisfecho su deseo de ser padres.
Vicente quería que todo aquello pasase rápido. Se atormentaba pensando en el origen de la criatura; si la madre biológica lo habría entregado consciente y voluntariamente; si sería una prostituta; si tendría alguna enfermedad congénita grave; dónde iba a parar el millón de pesetas que llevaba escondido en diferentes escondrijos entre sus ropas…, incluso si todo sería una trampa para desenmascarar a desaprensivos como ellos, que estaban dispuestos a pagar por un bebé.
En esos momentos estaba ciertamente arrepentido, y pensaba que hubiese sido mejor seguir con los trámites de la adopción, que ya había iniciado don Lucas… Tampoco pareció muy sorprendido el abogado cuando le dijo que dejase el caso, que iban a tramitarlo por otros cauces: la sonrisa amarga y un tanto irónica que dejó escapar el letrado en ese momento le hizo ver a Vicente que ya estaba acostumbrado a estos turbios asuntos, y que casi lo esperaba.
El caso es que allí estaban: en Melilla, lejos de su querida Valencia. Nunca habían ido tan lejos su esposa y él, pues de hecho el viaje más largo que habían disfrutado fue el de su luna de miel a Mallorca. Rodeados de moros, con un calor espantoso y aguantando en ese sucio bar las miradas interrogativas y curiosas de los lugareños, sus comentarios escondidos y alguna risa cínica dirigida de forma descarada y despiadada hacia ellos. ¿Cuántos futuros padres habrían pasado por allí en sus mismas circunstancias?
Vicente tenía miedo.
Ya llevaban cinco horas esperando, eran las dos de la tarde y no había aparecido nadie. La tensión iba en aumento, y sin embargo Vicente veía cómo su mujer continuaba tranquila: no se había movido de la silla y aparentaba una entereza y sangre fría que le sorprendió. Habían desayunado, almorzado, comido… y si seguían desgranando los minutos eternamente como hasta el momento, corrían el riesgo de acabar con el suministro de café y agua del infame bar.
Además, Vicente temía que la operación se realizase en ese mismo lugar, a plena luz del día, a la hora ya de comer y en una plaza que era bastante concurrida por lo cercano de la frontera con Marruecos. Prefería no hablar con su esposa para no trasladarle su inquietud; mejor que mantuviese esa aparente calma que tanto le estaba sorprendiendo.
Cuando ya rondaban las dos y media de la tarde, y estaba cerca de explotar de tensión, cada uno de sus nervios rotos por el cansancio y la dura espera, una mujer de apariencia árabe vestida con chilaba negra y con el rostro cubierto por un velo le hizo una discreta seña desde el exterior del escaparate del local, para que saliese.
Tras tropezar torpemente con la silla donde se sentaba su esposa, Vicente se recompuso y cogió a Amparo por el hombro con toda la dulzura de la que fue capaz, instándola a que se levantase. Se dirigieron ambos fuera del local, una vez pagada de forma tan apresurada como generosa la extensa cuenta de lo consumido.
En el exterior, el duro sol marroquí los golpeó inmisericorde en la cabeza, y la humedad del cercano Mediterráneo se les pegó al cuerpo como un vigilante pesado y odioso.
—Es usted el señor Vicente, supongo —dijo en voz casi inaudible la mujer de negro.
—Sí, sí, somos nosotros, el matrimonio que viene de parte de… Magdalena, de Valencia.
—Tenemos su mercancía.
A Vicente y Amparo se les heló la sangre en las venas al pensar en lo que acababan de oír: la
mercancía
. Era su hijo y hablaban como si se tratase de patatas, cebollas o naranjas. Se les encogió el corazón en un rapto de arrepentimiento.
—Síganme… Manténgase a unos veinte metros de mí, y métanse en la casa en la que me vean hacerlo a mí. Tranquilos, está todo controlado, no pasa nada.
Los valencianos siguieron a la misteriosa mujer a una distancia prudencial, tal y como les dijo, hasta llegar a una casa de una sola planta, de aspecto pulcro, en la que se introdujeron siguiendo a la musulmana. Allí los esperaba otra señora, esta vestida a la moda occidental, de unos cincuenta años de edad, alta, de aspecto serio y respetable, que los recibió con una cordial sonrisa. La estancia era bastante sobria, con un par de sillas funcionales apartadas contra una pared pintada de ocre, el suelo de ladrillo hidráulico típico de la época, unos cuadros baratos con escenas de caza y bodegones colgados de forma irregular, y una mesa camilla redonda, de pino, sobre la que descansaba un canastillo.
«Ahí está mi hijo», pensó Amparo. ¡Por fin!
—Les hemos conseguido una hermosa niña, que acaba de nacer sana y fuerte esta misma madrugada, no muy lejos de aquí. —La mujer se dirigió a ellos en perfecto castellano, sin acento andaluz, más bien del norte: vasco o navarro—. No ha habido ningún problema en el parto, y su madre es una persona sana y feliz, pero que por circunstancias personales y económicas se ha visto obligada a entregarla.