Authors: Enrique J. Vila Torres
«Bueno —pensó la chica—, me he esforzado y me merezco esto. Y también he tenido la suerte de tener un padre maravilloso, qué narices. Soy una mujer con suerte, y seguro que S. R. es un lugar ideal para trabajar: mis compañeros son magníficos, y el tal doctor V. es un profesional prestigioso. Trabajando a su lado, llegaré bien lejos y seré una de las enfermeras más solicitadas de Madrid.»
Los sueños de Encarna, esa felicidad casi palpable que iluminó y perfumó las calles a su paso, mudaron a pesadillas en cuanto traspasó, a las ocho de la mañana del 3 de junio de 1974, las puertas del tétrico sanatorio madrileño.
Allí la recibió sor M., la adusta y seria monja, y sus primeras palabras fueron desalentadoras para la feliz chica.
—Buenos días —saludó con gesto serio la religiosa—. Ha llegado usted tres minutos tarde. Mal empezamos, señorita. Aquí somos serios, y no nos gusta que nuestros empleados comiencen con mal pie.
—Lo siento, madre. No volverá a ocurrir —se excusó dócil la joven. Y tras mirar su muñeca—: No quiero ser impertinente, pero en mi reloj…
—¡Ni su reloj ni nada! —gritó imperiosa sor M.—. Aquí el reloj que manda es el mío. Bueno, ya está bien de cháchara. Vaya con Purificación —la monja hizo un gesto adusto señalando a una enfermera bastante mayor que permanecía en silencio a su lado—, y le indicará dónde cambiarse. Ya hablaremos usted y yo en otro momento, ahora le explicará su nueva compañera. Hágale caso en todo, es la más veterana entre las enfermeras y quien le va a enseñar cómo se trabaja aquí. Y no nos valen los enchufes. Sé que usted ha entrado en este sanatorio gracias a su padre, pero también quiero que sepa que si eso le vale de algo con el doctor V., conmigo no, desde luego. Y que usted ya me cae mal, para empezar. Creo que es una jovencita engreída, mimada y respondona. Ahora, adiós.
Encarna siguió a Purificación herida en su orgullo. Había llegado a las ocho de la mañana en punto, de eso no tenía duda. Incluso había querido ser tan estrictamente puntual que había esperado cinco minutos antes de cruzar la puerta del hospital al ritmo de las señales horarias. Puntualidad británica, que se había convertido de forma injusta en bronca española.
Además de la mala impresión que le causó sor M., al parecer la jefa de todos los auxiliares de la clínica, el establecimiento en sí era ciertamente tétrico. Toda la alegría, jovialidad, luz y color que acompañaron a Encarna en su camino hasta la clínica se dieron de bruces con los muros oscuros y tristes de la institución hospitalaria. Las paredes estaban pintadas de un blanco sucio, ajado y desconchado con el paso de los años, que parecía acompañar el alma de los enfermos y los empleados a la altura misma del ennegrecido suelo, que engalanaba con mal gusto todo el hospital con unos ladrillos de tipo hidráulico desgastados y monocordes. Las ventanas de madera, también muy viejas y algo agrietadas, estaban pintadas de un verde rancio, y enmarcaban unos cristales de apariencia quebradiza, bastante más sucios de lo que sería de desear en cualquier casa, pero más aún en un centro médico donde se exige la máxima higiene.
La distribución del hospital invitaba también al miedo, con pasillos apenas iluminados por tristes bombillas de 125 vatios, largos en exceso, con solitarios bancos de madera, como los de los parques del exterior, colocados a intervalos sin demasiado orden ni sentido.
Los techos eran muy altos, sin adorno de ningún tipo, y solo rompían su basta aridez algunos cables de la luz de un color grisáceo indefinible, o roñosas tuberías de cobre de la calefacción, que serpenteaban profusamente por las paredes como viles y malvadas serpientes de metal, portadoras de un mal inconfesable.
En general, pensaba la joven mientras sus ojos recorrían ávidos las formas tristes de la instalación hospitalaria, no debía de ser muy agradable pasear por allí a altas horas de la noche, cuando la puesta de sol convirtiese la oscuridad en un silencio roto solo por los gemidos dolientes de los enfermos, los tristes cuchicheos o lloros de los acompañantes, o el leve sonido de las almas de los fallecidos, al abandonar sus cuerpos tras la muerte en busca del más allá.
Definitivamente —pensó Encarna—, no le gustaba esa clínica, y cada uno de sus rincones, cada uno de los sonidos que surgían misteriosos de los quejumbrosos muros que la delimitaban, le producía sensaciones de extraño terror, que cortaron de golpe la alegría con la que había acudido a su primer día de trabajo.
Lo que no se imaginaba entonces la joven enfermera es que ese miedo insano e irracional nacía de lo más profundo del corazón del horrendo sanatorio, pues en él se producían de forma habitual escenas que helarían la sangre de las venas al más templado de los hombres. Escenas macabras, como la que vivió en primera persona Encarna a los pocos días de comenzar a trabajar en la clínica madrileña.
—¡Encarna! —gritó Purificación—. Corre, ve al sótano, busca la cámara frigorífica y trae un paquete de hielo a la habitación 123… Hay un niño con mucha fiebre, y le vamos a aplicar paracetamol y unos emplastes fríos, para bajar la calentura. ¡Date prisa!
—Ya voy, pero aún no he bajado nunca… —contestó algo azorada Encarna.
—No tienes pérdida: la escalera que hay a la izquierda de la oficina del señor Camón, tras ese portalón de madera. Está cerrado, pero sin llave. Si tienes problemas o te da apuro, llama a R., el de mantenimiento, y él te ayudará.
Eran las ocho de la tarde de un desapacible día tormentoso de mediados de junio. Los rayos del sol eran un recuerdo no muy lejano, escondidos tras las negras nubes de tormenta, que dejaban escapar el agua con fuerza descomunal sobre el pavimento aún caliente de las aceras de Madrid.
La tormenta había sorprendido a todos, acostumbrados a que llegasen en agosto o septiembre, pero en cualquier caso era bienvenida, pues refrescaba el caluroso ambiente del verano castellano. Sin embargo, para Encarna, esa inusual ausencia de luz, esos truenos y el insistente repiquetear del agua en los cristales de los enormes e inquietantes ventanales no hacían sino provocarle un desasosiego incómodo, que le ponía la carne de gallina y le oprimía el corazón como si un puño invisible lo estrujase con fuerza.
Para colmo de males, Purificación la enviaba al sótano.
Desde el primer día había temido esa puerta de gruesos tablones color caoba, ennegrecida con el paso de los años, con sus hojas dobles siempre cerradas y el pomo negro de hierro forjado incrustado sobre la cerradura, cual alimaña amenazadora ante cualquier mirada o contacto humano.
Había evitado Encarna acercarse por esa parte del edificio, pues realmente le daba miedo. Casi podía decir que olía la muerte cerca de esa puerta. Además, desde el primer día sabía a la perfección que conducía al sótano, con lo que sus temores infundados se acrecentaban fruto de atávicos temores, surgidos del miedo ancestral del ser humano a la oscuridad y las profundidades.
Encarna era una mujer muy sensitiva, y cuando a los dos días de entrar como enfermera tuvo que acudir al despacho del señor Camón, el administrador, a recoger no sé qué papeles para arreglar algo de su contrato, al pasar al lado de esa puerta un escalofrío recorrió su columna vertebral de arriba abajo y casi heló la sangre de sus venas.
Desde entonces, Encarna odiaba esa puerta y lo que escondía.
Y presentía que si algún día la traspasaba, algo grave iba a ocurrir que cambiaría radicalmente el curso de su vida.
Ahí estaba, pues, la chica, azorada, casi paralizada, delante del tétrico portalón de entrada al sótano. A la hora que era, el señor Camón ya no estaba en su despacho, así que Encarna se encontraba sola, al final del largo pasillo que llevaba a la administración y al acceso al sótano.
Podía haber llamado al encargado de mantenimiento, pero quería demostrarse a sí misma y a sus compañeras que era una persona con temple y de confianza. Llevaba poco más de dos semanas trabajando en la clínica, y no quería que la tachasen de vaga ni de miedosa. Ya había tenido bastante con el agrio recibimiento de sor M., que le colgó de forma injusta el sambenito de impuntual. Accionó, pues, la chica el pomo de viejo metal.
Con menos dificultades de las previstas, la puerta se abrió con un leve chirrido al retorcer las bisagras el óxido y suciedad que las invadía. La joven acabó de abrir la puerta con algo de temor. El vello de sus brazos estaba erizado y notó cómo un sudor frío comenzaba a fluir de sus poros, creando de forma súbita reguerillos húmedos que perlaban su cuerpo.
Un olor fétido y antiguo, que había subido desde las profundidades del sótano como si de un ente con vida propia se tratase, golpeó a la muchacha y le hizo torcer el gesto en una mueca de asco y repulsión. Aparte del desagradable olor, nada más salió del sótano. Ni un solo rayo de luz artificial surgió del fondo, pese a que Encarna accionó con insistencia un interruptor situado a la derecha de la puerta. Y como si en verdad hubiese algo de magia, ni un solo rayo de la poca luz que iluminaba el pasillo logró adentrarse en el misterioso subsuelo.
Extrañada, la joven dio unos pasos con auténtico pavor hacia el interior de la estancia, apoyándose con cuidado en el marco de la puerta, y palpó en las paredes de la misma. Sorprendida, agarró lo que le pareció al tacto un tubo metálico que estaba colgado por dentro del marco del portalón, y que resultó ser una potente linterna. «Vaya —pensó—, aquí está todo muy bien previsto. Parece que habrá que bajar con esto… Bien, vamos allá, Purificación debe de estar impaciente por que le lleve el hielo.»
Con auténtico terror recorriéndole las venas, mezclado como nunca con su sangre e irrigando su cerebro de un pavor intensísimo, la chica iluminó con la linterna la escalera que bajaba hasta lo más hondo de esa cueva oscura y desconocida.
Los truenos restallaban en el exterior, pero de forma muy curiosa, la luz de los relámpagos moría instantánea en el filo de la puerta del sótano, dejando a la pobre linterna toda la tarea de iluminar las pupilas de Encarna.
Al llegar al fondo de la estancia, en una bajada que le pareció interminable, los ojos de la chica se acostumbraron algo más a la tenue luz que ofrecía la bombillita portátil, y pudo ver que el sótano era enorme, pues el haz de luz solo alcanzaba una de las paredes del mismo, la de la derecha, perdiéndose en la oscuridad en las otras tres direcciones. Calculó, pues, que el sótano podía muy bien ocupar todo el perímetro del edificio… Al venir esa idea a su cerebro, sintió otro escalofrío y asaltaron obsesivas su mente las imágenes de los muertos, fallecidos en el hospital: escondidos en las sombras de ese lugar imploraban ser liberados de cadenas de horror imaginarias que los hacían vagar eternamente en ese tétrico lugar.
Borró con un gesto de negación esas imágenes de miedos infantiles, y se dirigió con tiento hacia la pared de la derecha, la más cercana, buscando el aparato refrigerador para coger el hielo y salir rápida de allí.
Al llegar al muro, mucho más desvencijado y viejo que el de las salas superiores, lo encontró extrañamente vacío de todo mobiliario, utensilios, archivos o trastos que esperaba encontrar allí. Siguiendo el curso de la pared desnuda, se dirigió hacia lo que creyó el norte de la estancia, pues sin duda la nevera debía estar cerca de una toma de corriente y por tanto necesariamente pegada a la pared.
Se maldijo a sí misma en esos momentos por haber sido tan orgullosa y no haber llamado a R., el de mantenimiento, y maldijo igualmente a ese pobre hombre, pues si había corriente para mantener el refrigerador en funcionamiento, bien podía haberse cuidado de poner un par de bombillas en ese horrendo sótano, para evitar tener que depender de la linterna.
Tras unos pasos indecisos, que también se le hicieron eternos, llegó trémula a la esquina que formaban la pared de la derecha y la situada al norte. Allí la humedad era densa, el olor rancio y viejo, y la puerta de entrada que hacía tan pocos minutos había atravesado parecía ya inalcanzable. Su corazón se aceleró cuando de súbito, precisamente en el momento en que lo observaba en la lejanía, el portalón de la entrada se cerró con un golpe seco, dejando a la joven enfermera rodeada de una sólida negrura, fría y sucia, que apenas lograba rasgar con la luz de su linterna.
Encarna dejó escapar un leve grito de terror.
«Habrá sido el viento —pensó para darse ánimos—. La tormenta está siendo fuerte, y alguien habrá dejado una ventana abierta… Una ventana abierta —contraatacó la parte irracional de su mente— por donde los niños muertos enterrados en el jardín entrarán resucitados al pasillo y vendrán hasta aquí para buscarte…»
Movida ya solo por el instinto y casi enloquecida de espanto, Encarna corrió paralela a la pared norte, guiándose más por el tacto de su mano contra la cal y la piedra que por la escasa luz de su linterna. Finalmente, y de pronto, se dio casi de bruces con un enorme congelador metálico, plateado y algo herrumbroso, que le asustó tanto como si de un gigante asesino se tratase.
Respiró aliviada.
Ya no más fantasmas, ya no más sustos, ya no más muertos ni niños que le suplicaban que los liberase de una penitencia de horror eterno.
Cogería el hielo y acabaría con todo.
Abrió el congelador, que protestó con un chirrido agudo, como si se negase a mostrar su contenido. Sin fijarse demasiado en el interior del abarrotado armatoste, sujetó con el antebrazo izquierdo la pesada puerta metálica que se empeñaba en cerrarse, mientras con la mano mantenía la linterna orientada lo más posible hacia el frigorífico, sin conseguirlo por lo difícil de la maniobra. Mientras, su mano derecha rebuscaba a tientas en el interior del mismo, con la esperanza de distinguir al tacto las bolsas de hielo.
Al final, y cuando ya llevaba segundos que le parecieron eternos apartando frascos, botes y paquetes que no quiso ni saber qué contenían, palpó lo que claramente era una bolsa de cubitos de hielo, y tiró de ella con fuerza para acabar con su tarea.
—¡Mierda! —protestó la enfermera.
El hielo había hecho que la condenada bolsa se pegase a algo… Pero ¿a qué? Algo enrabietada pero también temblando más de tensión y miedo que a causa del frío artificial que escupía el viejo congelador, Encarna trató de separar la bolsa de hielo de un bulto al que estaba pegada.
Parecía un paquete, o una bolsa. Como tela congelada pero con partes de una textura suave como… suave como piel fría…