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Authors: Enrique J. Vila Torres

Historias Robadas (18 page)

BOOK: Historias Robadas
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Ese amor robado, esas historias robadas, esas miradas y caricias que las madres y los hijos, por culpa de esa mafia infame, nunca pudieron darse.

V. De Melilla a Valencia
1

Cada gota de agua que repicaba contra el sucio cristal era como un pequeño golpe en el corazón entristecido de Amparo, que llenaba aún más sus venas doloridas con el peso de una insondable tristeza.

La mujer era estéril.

Aquella mañana de enero su esposo Vicente había recogido los resultados de las pruebas médicas, y la desoladora noticia había viajado con él dentro de un arrugado sobre grisáceo, en la guantera de su viejo renault 8, hasta el pueblo donde residía la familia.

Con la mirada rota por la pena, Vicente contempló a su mujer —rubia, pequeña, hermosa, de profundos ojos verdes y aún con cara de niña— sentada hecha casi un ovillo en la vieja mecedora al lado de la ventana. A sus veintisiete años, los rasgos de Amparo eran finos, cincelados con delicadeza, herederos de unos genes familiares llenos de vitalidad, alegría y amor por la vida.

Una vida que ella nunca ya podría perpetuar.

Un amor que no podría ofrecer a ningún hijo.

Una pasión por su esposo Vicente, que se secaría en el olvido con el paso del tiempo, y que no regaría con su sangre las generaciones en años venideros.

Aquella joven ilusionada por el matrimonio y la ansiada maternidad contemplaba ahora el vacío como si ya nada le importase. Ese matrimonio tan joven estaba ya roto por un dolor que pugnaba por enturbiar el profundo amor que ambos se profesaban. Un amor loco e incontrolable que les haría buscar una solución radical para arrinconar la profunda tristeza.

Así los días pasaron tristes en la casa de Amparo y Vicente, en Valencia. Con la noticia de la esterilidad de la mujer, sus vidas cambiaron de raíz y brutalmente, porque la cruda realidad se había llevado muy lejos su ilusión de ser padres. Los colores perdieron intensidad, las sonrisas ya no eran tan blancas, y los sonidos llegaban amortiguados a sus oídos, como atravesando capas de un lechoso y denso dolor que los envolvía, similar a un caldo de miseria, silencio y negrura. Vicente amaba a su esposa. No podía verla así, sumida en esa desesperanza, durante mucho tiempo.

Corría el año 1978 y ellos ya llevaban cuatro de casados, una época de inmensa felicidad y amor. España vivía cambios políticos extraordinarios, el país se hallaba en plena transición, y estaba cerca de promulgarse una nueva Carta Magna. Como el resto de los españoles, desde la muerte de Franco, Amparo y Vicente habían sido testigos de cambios acelerados en lo social, lo económico, lo político y, cómo no, en las costumbres de los ciudadanos: la moral reprimida durante tanto tiempo parecía resquebrajarse y, tras años de dictadura militar inclinado artificialmente hacia el lado represor de la derecha, el péndulo de las costumbres sociales se volcó sin medida hacia el otro extremo, en un aparente deseo libertino de romper el equilibrio natural de las cosas.

Ante ese soplo de felicidad y libertad que se vivía a su alrededor, el joven matrimonio no podía creer que ellos fueran los señalados por el infortunio. Querían tener hijos, deseaban traer al mundo a alguien que disfrutase de aquel nuevo país que era España, los vientos del cambio insuflaban optimismo en cada rincón.

Todo parecía renacer a su alrededor, como una explosión de vida nueva.

Todo menos el vientre estéril, seco, vacío y apagado de la pobre Amparo.

Una cálida mañana del mes de abril, mientras los vencejos jugaban a dibujar figuras imposibles en el patio trasero del hogar, y el sol reverberaba rabioso sobre las tejas ocres de la casa, Vicente consolaba, como tantas otras veces, a su amada esposa.

—Amparo, cariño, no llores más —suplicaba—. Los dos queremos ser padres. Los dos anhelamos un hijo al que abrazar, besar, educar y cuidar. Somos muy felices. Nuestro amor es eterno, fuerte y profundo. Solo nos falta el fruto del mismo.

—No, Vicente… —contestó entre hipos incontenibles fruto de su llanto Amparo—. Sé lo que quieres decir. Claro que nos amamos. Pero algo hemos hecho mal para que Dios nos haya castigado con esto… o yo habré hecho algo mal, mi vida, pues soy yo la que no puede darte hijos. Yo. ¡Y me odio por eso! Eres tan bueno, tan bueno y generoso conmigo que merezco arder en el infierno por no poder traer al mundo un hijo que nos haga felices y que se parezca a ti…

—No digas eso. No, cariño —respondió Vicente—, no es culpa de nadie, de verdad. Y menos castigo divino… Ya sabes qué pienso de eso de la Iglesia y de Dios…

—¡No blasfemes! ¡Eso nos falta! —gritó algo asustada Amparo.

El hombre hizo un gesto tranquilizador con las manos, para calmar a su esposa.

—No, no, mi vida. Tranquila. Siempre respetaré tus creencias, como las he respetado hasta ahora. Pero aquí Dios no tiene nada que ver, y desde luego, si tu Dios fuera como dicen, más se apiadaría de nosotros, ¿no crees?… Pero bueno, dejemos esta tortura, creo que hay que tomar medidas. Quiero verte feliz. Quiero que sonrías.

—Eres tan bueno —insistió compungida la mujer.

—Soy, mi amor, como te mereces. Eres la mujer más dulce del mundo. Y digna de ser amada como lo que eres, preciosa, cariñosa y perfecta…

—Imperfecta —lloró Amparo insistiendo en el motivo de su profunda depresión—. No puedo darte hijos.

—No digas eso —contestó enérgico el hombre—, que no puedas tener hijos no disminuye en nada el amor que siento por ti. Te amo. Te amaré… Y si el destino, tu Dios, la providencia, la ciencia o lo que demonios sea no ha querido que puedas tener hijos, adoptaremos uno.

La cara de la mujer se tornó en sorpresa y esperanza.

—Y te garantizo —prosiguió el hombre, ilusionado ante la reacción que había tenido su mujer— que será como si fuera propio. Pues sin duda nuestro amor de padres, aunque adoptivos, superará con mucho el amor que cualquier padre o madre biológicos puedan dar a un niño. Y el tiempo, mi vida, te hará olvidar que ese niño que cojamos no es tuyo, e incluso pensarás, de tanto amarlo, que lo has llevado en tu vientre, y que es verdadero fruto de nuestro amor…

—Mi vida… —suspiró la mujer—. ¿Hablas en serio? ¿No te da miedo? ¿No habrá que esperar demasiado? ¿No será caro?… ¡Oh! Dios mío… Un hijo… Un hijo querido y deseado como el que más. Nuestro. Te amo, te amo, te amo…

Esa noche, cuando ya dormían los vencejos y de las tejas huía el calor que les había prestado el sol durante el día, Amparo y Vicente hicieron el amor como nunca antes, pensando en su futuro hijo.

Sería adoptado, no lo habrían engendrado ellos, pero harían todo lo humanamente posible para que eso no se percibiese en lo más mínimo, para que nadie los descubriese e incluso ellos mismos lo olvidasen con el paso de los años, y ese hijo que no podía ser fruto de su sangre acabase, gracias al tiempo, tan suyo como si la propia Amparo lo hubiera llevado nueve meses en su vientre.

Si hacía falta, mentirían incluso para que ese sueño imposible se hiciese realidad.

2

Segangan es una población marroquí perteneciente a la provincia de Nador y situada en el norte del continente africano, a unos 20 kilómetros de la española Melilla. Sus cerca de veinticuatro mil habitantes, como casi todos los de la zona, son marroquíes orgullosos de su pasado y su historia, muy marcada por un fuerte sentimiento nacionalista antiespañol, con ecos de las no muy lejanas guerras por su independencia contra la invasión del país europeo.

Fue en este pueblo orgulloso, fuertemente religioso y amante del islam y de sus recias y rancias tradiciones, donde el destino quiso que viniese al mundo Thuraya: una pequeña que nació musulmana y se convirtió al instante en fiel cristiana, para vergüenza de sus familiares y deshonra de sus ancestros.

Y seguro que con tan malas artes y terrible proceso, por una vez el Alá de los musulmanes y el Dios de los cristianos estuvieron de acuerdo desde la divina vigilancia de sus aposentos celestiales en que historias como esas no deberían repetirse nunca.

Yegane era una joven marroquí cuyos arrebatadores rasgos hacían honor al significado musulmán de su nombre, «incomparablemente bella»: con profundos ojos negros, piel del color del chocolate claro y la tersura del melocotón, y cabellera morena que mecía el viento del este en las calurosas tardes mediterráneas, la muchacha había robado el corazón a todos los jóvenes varones de Segangan.

La familia de Yegane vivía en una casa de adobe a las afueras del poblado. Su padre, Mohamed Abdelouahad, se ganaba a duras penas la vida regentando un pequeño ultramarinos en el barrio más pobre de la villa, donde trapicheaba más que comerciaba con los escasos productos de primera necesidad que abarrotaban el pequeño local en medio del caos más absoluto. Su madre, Naima, le ayudaba en lo que podía en la pequeña tienda, aunque dedicaba la mayor parte de su tiempo al cuidado de sus hijos y de los pocos animales de granja con los que se complementaba la delicada economía familiar.

Pese a su pobreza, pese a sus calamidades, Mohamed y Naima estaban tremendamente orgullosos de sus nueve hijos, en especial de Yegane, su hija pequeña, el orgullo de la familia. Hermosa, inteligente y virgen como era, fiel seguidora de los estrictos preceptos del Corán, sin duda encontraría a un hombre rico de Nador o quién sabe si de Casablanca o Rabat, que la desposaría y sacaría a toda la familia de la penuria económica en la que vivían. Desde luego, no iban a dejar que esa perla tan deseada se rindiese a los encantos de cualquier muchacho del pueblo sin mayores pretensiones; no la conquistarían ni mucho menos mancillarían unas manos que no trajesen consigo, de paso, la salvación de toda la familia.

Sin embargo, aquel año de 1978 en el que los padres de Yegane soñaban con emparentar a su hija con un hombre próspero, el corazón de la joven se llenó del amor loco e incondicional que prendió en ella Youseff, un muchacho del pueblo tan apuesto como desharrapado. Ese amor y los acontecimientos que de él se derivaron truncarán de raíz los sueños de prosperidad de los padres de Yegane, y traerán a la vida en las áridas tierras de Marruecos a quien se convertirá finalmente en hija de un lejano matrimonio de esposos ilusionados, que a muchos kilómetros de allí se abrazaban y se sonreían pensando ya en nombres para un hijo del que aún no sabían nada.

3

Los días pasaban muy despacio en Valencia.

El matrimonio había tomado una decisión, pero en aquellos años los trámites para la adopción eran costosos, lentos y estaban llenos de dificultades: la ley vigente exigía una irreprochable conducta familiar y posibilidades económicas holgadas, y para culminar la adopción era necesario además superar un penoso proceso judicial y posteriormente notarial, que podía dilatar muchos meses todos los trámites.

Por desgracia, aparentemente no existía otro camino.

Vicente se puso en contacto con un amigo abogado, y este a su vez le remitió al letrado Lucas B. G., que por aquel entonces monopolizaba profesionalmente la tramitación de adopciones en Valencia, sobre todo a la hora de conseguir niños a los que sus madres biológicas habían abandonado en la Casa Cuna Santa Isabel, regentada por las religiosas Siervas de la Pasión.

El día que se reunió con don Lucas en su despacho de la valenciana calle del Mar, Vicente regresó a casa algo abatido, abrumado por el coste de los honorarios del abogado, por el importe de la «donación voluntaria» que debía hacer a las monjas que le facilitarían el hijo deseado, y por el largo trámite judicial que debían iniciar para finalmente inscribir a su bebé en el Registro Civil, como hijo adoptado. Además, había insistido al abogado en la posibilidad, legal o no, de que no quedase huella alguna de la adopción, de que el hijo que iban a adoptar nunca supiese su condición, de inscribirlo de modo que ese niño jamás supiese que no era hijo biológico de Amparo y Vicente.

—Pagaremos lo que haga falta.

—No, no, eso es imposible… —contestó el letrado—. Bueno, al menos lo es en el marco económico que estamos manejando. En la vida, entiéndame, todo es posible, y no seré yo quien niegue que lo que usted me pide se ha hecho… Pero insisto, algo así escapa de sus posibilidades.

—Es que mi mujer y yo querríamos…

—Le entiendo perfectamente, ya soy perro viejo en estos asuntos. —El abogado remarcó sus palabras con una sonrisa algo cruel—. Llevo muchos años tramitando adopciones y le aseguro que entiendo bien lo que les pasa a su mujer y a usted por la cabeza. Ese miedo al futuro desengaño, las preguntas…

—Eso es, eso es, nosotros… —aseveró ansioso Vicente, pero el otro no frenó su discurso.

—… y créame que estoy con ustedes: muy probablemente yo haría lo mismo. —Luego negó con un gesto de la mano—. No me malinterprete, por favor. Que quede claro que emprender cualquier otra vía encaminada a ocultar que ese niño no es su hijo biológico equivaldría a cometer un delito. ¿Lo comprende? Una suposición de parto, una falsificación en el Registro Civil… Soy abogado y debo velar por el cumplimiento de la ley… Se supone, ya me entiende… Más vale andarse con mil ojos. Si hubiese venido usted hace un par de años…

Sin darse cuenta, Vicente contuvo el aliento unos segundos, mientras el abogado cuadraba los folios de su informe golpeando con suavidad el taco alzado contra la madera noble de su escritorio. La conversación acababa de tomar un giro inesperado.

—Hace dos años esto lo hubiésemos resuelto en un mes y por una cantidad de dinero muy inferior a la actual. Pero ahora… todos los de la vieja guardia tenemos que ir con cuidado, ya me comprende. Que las cosas no son lo que eran, vamos, si el Generalísimo levantase cabeza, tanto rojo suelto y tanta mierda de democracia, y perdone la expresión. —De repente, Lucas B. G. pareció darse cuenta de su arrebato, carraspeó y bajó el ritmo de su discurso—. En resumen, Vicente, que tenemos que ir con mucho tiento…

Su interlocutor, de profundas convicciones republicanas y ateas, reprimió un gesto de rechazo hacia el letrado y centró su atención en el fondo del mensaje: aquel hombre le estaba reconociendo que
antes
podía haber conseguido a un niño, pero que
ahora
… Bueno, al fin y al cabo, él mismo estaba entrando en ese juego, había sido él quien le había insinuado, casi rogado, esa opción.

—Por supuesto, don Lucas… Yo solo pregunté en principio si podíamos acelerar los trámites de alguna manera. Es que mi mujer lleva meses muy deprimida, desde que se enteró de que no podríamos tener hijos, pero estoy seguro de que en cuanto compremos… —las palabras se atropellaron en los labios de Vicente—, quiero decir,
adoptemos
a un pequeño…

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