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Authors: Enrique J. Vila Torres

Historias Robadas (22 page)

BOOK: Historias Robadas
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—Eso es muy importante para nosotros —terció Vicente, que agarró la mano de su esposa en un tierno gesto de amor—: que la madre haya entregado voluntariamente a su criatura. Y suponemos que parte del dinero llegará a ella o a su familia, ¿verdad? Solo queremos ayudar.

—Sí, sí… Por supuesto —mintió la mujer—. Aquí hay mucha pobreza, y esta es una forma fácil y rápida de ayudar a todos. Madres, hijos, familiares… Y a ustedes, buenas gentes que solo quieren ver colmado su deseo de ser padres. Todos salimos ganando. Y desde luego, gran parte del millón de pesetas que ustedes van a entregarme ayudará a la pobre familia de este bebé que ahora es su hijo.

La mujer se puso en pie y se encaminó hacia la canastilla.

—Pero por favor —prosiguió—, no dilatemos más el proceso. No puedo responder a más preguntas, compréndanlo. Y les ruego máxima discreción. Entréguenme el dinero para que lo vaya contando. Y mientras, ya pueden acercarse a admirar a su hija…

Vicente sacó los billetes y con nerviosismo los entregó a la mujer, que se dispuso a iniciar el recuento. Amparo destapó la canasta, y observó aquella belleza que ahora era suya… Dentro, una niña gordita de profundos ojos marrones, cabellera abundante y negra, y tez muy morena le sonrió afable y con un brillo de felicidad en los ojos…

Y mientras el corazón de Amparo se henchía de alegría e ilusión ante aquel gesto, ante aquella mirada de su bebé, a pocos kilómetros de allí, al otro lado de la frontera ya en territorio marroquí, unos ojos enrojecidos de tanto llorar miraban el cielo azul del verano rogando a los jirones de blancas nubes que rasgaban el firmamento esquivas que le trajesen noticias de su amada Thuraya, su niña, su estrella, su bebé, a quien solo había podido abrazar unos segundos, a quien solo pudo ver, oler y sentir un instante. Pese a ser tan breve, ese momento lo recordaría siempre como el más feliz y pleno de su vida.

Ese brevísimo y fugaz instante en el que Yegane pudo ejercer como madre.

10

Mientras el corazón roto de la joven marroquí se deshacía en su dolor, sola y encerrada bajo la vigilancia de sus padres —que habían sacado unas míseras 20 000 pesetas por la venta de su nieto, pero se habían quitado un problema de encima—, el matrimonio valenciano se limitó a esperar a que llegase el día siguiente para regresar a su hogar.

Nada más recoger a su hija del canasto, salieron raudos del lugar —«Gracias por confiar sus deseos a nuestra organización», les dijo la mujer al despedirse, como quien habla en nombre de una empresa habituada a tales transacciones—. Lo primero que hicieron fue alquilar una habitación de un hostal de Melilla, para descansar y adecentar y disfrutar en la intimidad de su bebé.

Una vez en el cuarto, comprobaron horrorizados que la niña, pese a tener buen color y peso, estaba toda sucia, incluso aún con restos secos de sangre en su piel, y el cordón umbilical torpemente atado, en vez de cosido de forma mínimamente profesional. Las ropas que llevaba eran trapos harapientos, que de inmediato le quitaron y tiraron a la basura. Por lo demás, la niña parecía bastante sana, y pasó la mayor parte del tiempo durmiendo.

Los momentos iniciales fueron enormemente felices para Vicente y Amparo, y pese a la tensión y el cansancio sufridos, y los remordimientos que a ambos les llenaban el corazón por haber comprado a su hija como si fuera una mercancía, la felicidad de tenerla al fin entre sus brazos compensó con mucho todos esos sentimientos negativos, y al anochecer ambos estaban más tranquilos y felices. Lo hecho hecho estaba. Ya no cabía arrepentirse de nada, sino solo disfrutar de su pequeña.

A la mañana siguiente, ya más descansados y relajados, la nueva familia se dirigió al aeropuerto de Melilla, de donde salía el vuelo de Iberia destino a Valencia con escala en Madrid, y en el que los esperaban ahora tres plazas.

Ese día la niña se había despertado hambrienta y no había parado de llorar. La situación era muy incómoda para Amparo y Vicente, que con su evidente inexperiencia no habían ido lo bastante preparados para la recogida de su hija, y no llevaban consigo ni la comida ni los biberones adecuados para alimentar a la pequeña. Y cuando subieron al avión, la situación se tensó cada vez más, pues la niña no paraba de llorar pese a los esfuerzos de los padres y de las azafatas, que ya no sabían qué hacer para calmar los berridos del bebé, y la consiguiente tensión que iba apoderándose del resto del pasaje.

Se diría que Thuraya notaba que había sido arrancada con violencia de los brazos de su madre verdadera, y que la iban a separar muchos cientos de kilómetros de la misma. Era como un grito rebelde ante esa situación, como una intuición incomprensible de que una injusticia y una atrocidad iban a completarse ese día de forma casi irremediable.

Cuando ya se había cerrado la puerta del avión, y todos esperaban el permiso para despegar, el corazón del matrimonio dio un vuelco de horror: ambos creyeron que iban a explotar de la tensión. A través de la ventanilla vieron cómo un coche de la policía nacional española, con las luces encendidas y la sirena tronando, irrumpía súbitamente en la pista de despegue y ya a los pies del avión descendían a toda prisa varios agentes.

Vicente pensó que ya habían sido descubiertos en el último momento, y de inmediato se imaginó sentado en el banquillo de los acusados junto a su mujer, sumidos en un terrible proceso judicial, y acabando sus días en una sucia y terrorífica cárcel melillense. Buscó la mano de su esposa y la apretó con fuerza. En los ojos de Amparo aparecieron lágrimas de terror y pena. Para colmo, la niña no paraba de llorar, y algunos pasajeros, algo extrañados y suspicaces, empezaban a dirigir sus miradas recelosas hacia el matrimonio, como si ya supiesen que eran culpables de algo, y que la policía venía a detenerlos.

Los segundos parecieron eternos.

Vicente repasó a velocidad de vértigo la lista de sus amigos abogados conocidos, bastante escasa hasta la fecha, y no recordó ninguno que le mereciese la suficiente confianza. Todos eran meros asesores de empresa y no creía que el derecho penal se contase entre las especialidades de ninguno de ellos. Además, los habían pillado in fraganti: no podrían escapar del castigo que en el fondo sabía que se merecían… Amparo comenzó a llorar sin consuelo alguno, y él, resignado ya a su suerte, no acertó más que a abrazarla e intentar consolarla con su sola presencia física.

El comandante de la nave avisó por megafonía que habría un breve retraso en la salida, pues por cuestiones imprevistas debían volver a abrir la nave para dejar pasar a miembros del Cuerpo Nacional de Policía.

Amparo y Vicente creían morir de terror. La niña no paraba de llorar.

Al minuto entraban dos agentes. Para sorpresa del matrimonio, no preguntaron por nadie, sino que se dirigieron resueltos hacia el final del avión, seguidos de un hombre de paisano, al que a su vez cerraba el paso un tercer miembro de la policía.

En una mirada aterrada y fugaz con el rabillo del ojo, Vicente se fijó en ese civil y suspiró aliviado. De refilón, bajo una chaqueta que portaba en las manos colgando, se dio cuenta de que el hombre que acababa de subir estaba esposado. Se trataba de eso: un traslado urgente de última hora de un preso, de un centro penitenciario a otro. Nada que tuviera que ver con ellos ni con su hija robada. Esta vez, el destino les había sonreído, no sin antes hacerles pasar un mal rato que casi les cuesta un infarto.

El vuelo fue muy plácido. Finalmente la niña se durmió, más por el evidente cansancio que por ver saciada su hambre. A la una del mediodía el avión aterrizó sin complicaciones en el aeropuerto de Manises y los recién estrenados padres fueron recibidos entre abrazos y felicitaciones por sus amigos, entre ellos Antonio, quien había instigado toda la operación fraudulenta.

—¿Ves como hiciste bien en hacerme caso? —sonreía tan feliz—. Bueno, bueno, qué niña tan preciosa. Enhorabuena. Y no te olvides de los puros que me prometiste.

Ya fuera del aeropuerto y en un aparte, su amigo volvió a acercarse a él.

—Ahora sois padres y encima habéis realizado una buena acción, porque seguro que el dinero que habéis entregado sacará de un apuro a la familia de este bomboncito que ahora va a ser feliz con vosotros. Por cierto, ¿cómo la vais a llamar?

—Aún no lo sabemos, querido Antonio —contestó feliz Amparo—. No lo sé. Estamos exhaustos. Esta noche lo iremos pensando tranquilamente. Ahora tenemos tantas cosas que hacer que ni se nos ha ocurrido un nombre para nuestra hija. Os prometo que seréis los primeros en saberlo. Y por supuesto, este fin de semana vamos a organizar una fiesta en casa para celebrarlo, a la que estáis todos invitados.

Todos los amigos rieron felices, y confirmaron su asistencia a la emotiva celebración. Por fin había acabado la aventura del matrimonio valenciano, que por un millón de pesetas había comprado a su hija, consiguiendo así saciar su deseo de ser padres.

Y esa noche, mientras las estrellas irrumpían de nuevo en el cielo terso como el azabache compartido por el Mediterráneo africano y valenciano, en un lienzo cálido y envolvente, el destino quiso que a los padres valencianos se les ocurriera llamar a su hija Estrella, sin saber que ese mismo nombre fue el que eligió su verdadera madre para su hijita. Estrella o Thuraya, qué casualidad, un nombre perfecto para una niña que, como astro fugaz, había cambiado sin saberlo de un país a otro, de unos padres biológicos de los que fue arrancada a unos padres falsos resueltos a dedicar el resto de sus vidas a compensar con su dedicación y amor la atrocidad que habían cometido.

11

Estrella fue inscrita al día siguiente de llegar a Valencia en el Registro Civil de esta capital, como hija legítima de Amparo y Vicente, nacida en el domicilio paterno, pues simularon que el parto había ocurrido en casa. Para ello, y como permitía la ley, bastó con la manifestación verbal del padre, Vicente, ante el encargado del Registro Civil, y un certificado de alumbramiento de una matrona colegiada.

Dicho parte lo consiguieron con facilidad: solo tuvieron que pagar 25 000 pesetas (150 euros) a una matrona colegiada que les presentó Magdalena. La mujer extendió el certificado sin ver siquiera a la niña, en dos minutos, en las propias dependencias del Hospital La Fe donde trabajaba, aprovechando su media hora libre de almuerzo, con una naturalidad que confirmó a Vicente que llevaba muchos partes falsos firmados, y que su exiguo sueldo como funcionaria del prestigioso hospital encontraba un plus en esa detestable práctica de la que ahora él mismo se estaba beneficiando.

Esas 25 000 pesetas para la matrona engrosaron los costes totales hasta 1 025 000 pesetas, más los gastos de avión y alojamiento. Ser padres no les había salido muy barato. El dinero, en contra de lo que ingenuamente creían Amparo y Vicente, se lo llevó en su mayor parte el grupo de intermediarios, de los que Magdalena, la mujer del horno, formaba parte. 20 000 pesetas para los abuelos del bebé; otras 300 000 a repartir entre la citada Magdalena y su amiga, la corrupta María Rosa V. G.; y los 705 000 restantes se distribuyeron entre los miembros de una sociedad mafiosa muy bien organizada, que operaba en diferentes ciudades españolas utilizando ganchos o contactos como Magdalena o María Rosa, que captaban a los que deseaban ser padres, y como la mujer occidental que recibió a Vicente y Amparo al entregarles el bebé.

Algo del dinero se destinó también a sufragar los gastos del paso de la «mercancía» con la que se hacía contrabando por la frontera hispano-marroquí: en este caso mercancía humana, que debía pagar un tributo bastante mayor.

En la historia de la hija de Yegane, no había intervenido ningún facultativo que falsificase un parte de defunción del bebé para engañar a la madre biológica, pues el robo se había hecho contra su voluntad pero con el consentimiento y colaboración de los abuelos de la criatura, que ya se encargaron con sus métodos coactivos de apaciguar a su hija e impedir que denunciase el hecho, bajo amenazas de castigos horribles e incluso la muerte.

Cuando Vicente acudió al Registro Civil, con el parte falso en la mano y acompañado por su esposa y su bebé, le tembló un poco la voz al explicar el objeto de su visita, al ver la mirada maliciosa y desconfiada del funcionario que los atendió. Observaba este los cabellos rubios de la pareja, los ojos azules de Vicente y los ojos verdes de Amparo, la tez más bien pálida y pecosa de ambos… para acto seguido volcar su mirada en ese bebé moreno que sostenían entre los brazos, con apenas tres días, ensortijado pelo negro como el carbón, ojos grandes como platos y de color avellana, y una tez cetrina y oscura casi como la caoba.

«En ocasiones —pensó el pobre funcionario—, la naturaleza es muy rara», y sin más dilación se limitó a cumplir con su trabajo, inscribiendo a la pequeña como hija biológica de una madre que, aun siendo estéril, tuvo el suficiente dinero, falta de escrúpulos y amor mal entendido para robar su felicidad.

12

La pequeña Estrella creció aparentemente feliz en su familia, pero desde bien pequeña se sintió diferente entre los niños de su barrio y su colegio. Por mucho que lo intentaron, pese a vivir rodeada de amor, lujo y comodidades, Estrella —quizá sería más justo llamarla Thuraya— nunca fue del todo feliz, y sufrió doblemente cuando supo por casualidad, y siendo ya mayor de edad, que su historia era una historia falsa, una historia robada. La auténtica, como le confesaron entre sollozos Vicente y Amparo, debería haber transcurrido lejana entre las costas, las palmeras y el sol de las bellas tierras del norte de África.

En 1999, cuando la chica contaba con veinte años de edad, sus rasgos físicos a todas luces norteafricanos o árabes gritaban por sí solos a los cuatro vientos que su procedencia no era la que constaba en el Registro Civil, o bien que su supuesta madre, Amparo, había tenido una aventura con algún amante de origen magrebí que se hubiese perdido por tierras valencianas allá por finales de los años setenta del siglo
XX
.

Finalmente, bien sea por los remordimientos, o porque no le hiciesen mucha gracia al padre los crecientes comentarios sobre la obvia diferencia física entre su hija Estrella y ellos mismos, y la posibilidad de que esta derivase de una divertida y sorprendente infidelidad de Amparo, Vicente confesó a su hija y a su círculo de amigos lo que tan en secreto habían llevado durante años: Estrella era «adoptada».

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