Historias Robadas (19 page)

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Authors: Enrique J. Vila Torres

BOOK: Historias Robadas
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Lucas B. G. rió sarcástico.

—¡No sea tímido, por Dios! Quiso decir
compremos
… Y no sería ni el primero ni el último. —Fue entonces cuando Vicente oyó por vez primera hablar de una práctica que el letrado aseguraba habitual en Valencia y en otros muchos puntos de España—: Hay padres que no saben o no pueden esperar. O, como es su caso, prefieren que no quede reflejada la adopción en ningún papel oficial. Aun así y como ya le he dicho, hoy por hoy yo estoy algo retirado de ese mundo, y las personas que podrían facilitarle la…
transacción
aquí en Valencia, al menos las que yo conozco, han elevado mucho el precio por esa…
gestión de compra
.

Esperó a que Vicente asintiera, como muestra de que hablaban un mismo código, antes de recostarse contra el respaldo de su asiento y continuar.

—Además, ahora tampoco controlo el origen de los niños. Conozco alguna clínica en Madrid donde esta práctica aún es posible, pero ya advierto cierto nerviosismo en el director médico, al que conozco personalmente —acotó el letrado—, e intuyo problemas en esa clínica: hacen las cosas con demasiado descaro. Mejor olvídese por el momento, puede ser peligroso. Y luego están las monjas de Valencia que me facilitaban a esos niños anónimos que se podían inscribir directamente como propios, sin que hubiese adopción, pero también han cogido algo de miedo ahora, y han cesado esta práctica.

—Entonces…

—Entonces, Vicente, hoy por hoy y si no lo remedia un bendito golpe de Estado que devuelva la razón a este país de locos, deberá cumplir la ley por injusta que sea para gente de bien como ustedes, e iniciar un trámite de adopción legal… Si acepta, claro está, mis honorarios y la donación a las monjas.

—Por supuesto, el dinero no es problema… —contestó algo azorado—. Es la cuestión del tiempo. Tantos meses en vilo, a vueltas con los trámites, van a matar a mi mujer. —Vicente negó con la cabeza antes de ponerse en pie y tender su mano hacia el letrado, por encima de la mesa—. La semana que viene vendré con los documentos que me ha pedido —concluyó a modo de despedida—, y con la provisión de fondos y el cheque al portador para las hermanas…

—No, no, Vicente…, lo de ellas, todo en efectivo, por favor —aclaró el letrado, estrechando a la vez su mano de arriba abajo con una sonrisa abierta—. Y si puede ser, al menos la mitad de lo mío también. Un saludo para su esposa, Vicente… Estaría bueno —le oyó mascullar este, ya en la puerta—, ni falta que hace que mis impuestos acaben dando de comer a esa chusma de rojos…

Así pues, la pareja iniciaba el proceso de adopción asesorada por el corrupto abogado don Lucas B. G., y tras desembolsar una importante suma en concepto de honorarios y gastos judiciales, y una aún mayor como «donativo voluntario» a las Siervas de la Pasión, que se encargarían de conseguir el bebé. Transcurría el mes de septiembre de 1978 y aquel apretón de manos dio el pistoletazo de salida a la aventura de «ser padres» de Vicente y Amparo.

4

Las noches del final del verano en el norte de África, a orillas del Mediterráneo, son cálidas y húmedas.

Segangan no es una ciudad propiamente costera como su vecina Melilla, pero está a apenas trece kilómetros en línea recta de la costa del mar Mediterráneo, y a poco más de siete de la albufera de agua salada llamada Mar Chica, que baña las costas de la vecina Nador. Por ese motivo, si bien disfruta de las suaves brisas marinas, que atemperan los días y noches de calor africano, al mismo tiempo sufre las incomodidades de la sofocante humedad estival de cualquier ciudad ribereña del mare nóstrum.

Esa noche de septiembre de 1978, mientras la luna en cuarto creciente parecía regalar su dulce sonrisa a la suave arena de los campos que circundaban la ciudad, y las estrellas refulgían aún radiantes en el firmamento, vigilantes sobre el monte Azro Hamar, Yegane y Youseff, los jóvenes amantes, dejaron que el deseo y el amor, a partes iguales hablasen por ellos, reflejándose en sus cuerpos fuertemente entrelazados los brillos de la luna y las estrellas, que jugaban con el sudor de los jóvenes en una danza de luces y sombras fruto de la pasión.

Porque finalmente, pese a la vigilancia de sus padres, la bella Yegane había caído rendida al embrujo del joven y fuerte Youseff, el joven de dieciocho años que había prendado el corazón de la niña de diecisiete. Moreno, de mediana estatura, pelo rizado y ensortijado, con los ojos de un marrón sorprendentemente claro y luminoso, y un cuerpo enjuto pero musculado y fibroso. Youseff era hijo de pescadores, y disfrutaba desplazándose con sus padres cada mañana bien temprano a la costa de la Mar Chica, donde buscaban con su diminuta barca la pequeña cantidad de frutos que el mar tuviera a bien entregarles, para luego venderlo a las tiendas de las localidades de la región, a modo de mayoristas del pescado. Entre esas pequeñas tiendas a las que abastecían se encontraba la de Mohamed Abdelouahad, el padre de su amada Yegane: de tanto visitar la tienducha, donde la mayor parte de las veces no conseguían colocar ni un ápice de su mercancía, conoció e hizo amistad con la joven, de la que se enamoraría perdidamente.

Y de esa amistad, trabada hacía ya algunos años, habían pasado ahora, entre las palmeras y la arena, al pie del monte Azro y al abrigo del manto oscuro de la cálida noche estival, a fundirse en una misma carne, cuerpo contra cuerpo, queriéndose como si el mismísimo Alá les hubiera otorgado su gracia divina para el amor.

A lo largo de aquella noche, mil veces abrió Yegane sus labios carnosos musitando palabras de amor, gimiendo apenas un deseo que no podía ser silenciado, buscando en el aire nocturno y con los ojos cerrados una boca capaz de acelerar aún más su respiración entrecortada.

Excitados por el morbo de lo prohibido, Yegane y Youseff se rindieron al embrujo de una atracción reprimida durante demasiado tiempo; negaron ojos y oídos a la autoritaria voz de la conciencia, y no hubo ocasión de pensar siquiera en preceptos religiosos, en la furia que habrían de sentir sus padres si se enteraban, o en el pecado mortal con el que estaban insultando a la Umma, al Dios creador y al mismísimo profeta Mahoma. Aquella noche la pasión nubló sus mentes —o las hizo quizá aún más lúcidas— y abrió cada poro de sus cuerpos, llenándolo todo: no hubo espacio en su piel para el arrepentimiento.

Estaban juntos. Lo demás sobraba.

Cuando la languidez empezó a comer espacio a la urgencia y las miradas robaron protagonismo a los besos, Youseff y Yegane permanecieron tumbados en silencio, aún sin aliento, y en los ojos el brillo de todo lo que se sabe aun sin decirlo. Fue él quien al poco rompió el silencio.

—Había soñado tantas veces con este momento… —Con el torso medio incorporado, apoyado el peso sobre un codo y la cabeza descansando en la palma de la mano, el índice de Youseff jugaba a hacer arabescos sobre el pecho de Yegane, aunque su voz sonaba triste.

—¿Qué te pasa?

—¿Te arrepientes? —Él no la miraba a los ojos.

—¿Arrepentirme? ¡No! Claro que no… ¿Por qué crees que…? ¿Cómo puedes decir eso?

—Hemos hecho algo malo para nuestras familias y amigos. —Ahora sí, el peso de la educación llegaba dispuesto a hacer trizas la belleza del momento. Duró un segundo: Youseff sonrió de pronto y levantó la mirada—: Pero volvería a hacerlo…

Y como si hubiera dado con la clave secreta, esas palabras borraron de un plumazo el miedo al castigo y dejaron paso a nuevos besos, nuevas caricias, nuevos suspiros y nuevas promesas de amor eterno susurradas al oído.

Los dos amantes se despidieron de la luna y dieron la bienvenida a un sol que se anunciaba tímidamente por el horizonte, sin saber que en el vientre de ella comenzaba a gestarse el fruto de ese amor tan intenso como prohibido.

Y el comienzo de una historia de dolor, que quedaría marcada con sangre y lágrimas en el corazón de los jóvenes amantes.

5

Una vez reiniciada la normal actividad laboral tras las vacaciones de verano, Amparo y Vicente salieron una noche de octubre a tomar unas copas con un par de matrimonios amigos. El valenciano saboreaba un whisky de doce años, mientras contemplaba con calma el ir y venir de las gentes que ese sábado se divertían intentando olvidar las obligaciones y problemas de la semana.

Desde luego, ese año se estaba notando con fuerza la transición política recién iniciada en España, y los ojos de unos y otros no paraban de sorprenderse ante las nuevas modas, tendencias, gustos y costumbres que empezaban a pisar fuerte en las calles de la ciudad: hippies surgidos con algo de retraso respecto a Europa, melenas al viento en hombres y mujeres, pendientes y ropas inverosímiles unos años atrás, homosexuales exhibiendo su amor prohibido en plena calle, escotes vertiginosos y faldas de escasa tela…

A Vicente todo esto le parecía bien; él era bastante liberal, pero le preocupaba la velocidad con la que se sucedían los cambios, sobre todo por el temor a que la derecha radical reaccionara violentamente, a que los militares no aguantasen la situación e intentasen retornar por la fuerza al estado anterior a la democracia… Demasiada libertad y libertinaje en tan poco tiempo, para que los fascistas, militares carcas o la propia Iglesia —siempre reacia a los cambios y a perder el poder de su borreguil doctrina de masas— no tomasen cartas en el asunto. Le bastaba recordar la conversación con su abogado, Lucas B. G., para darse cuenta de que amplios sectores de la sociedad añoraban el statu quo previo a la irrupción del estado democrático.

Aunque a decir verdad, pensó, ahora le preocupaba más algo ajeno a la política. Estaba obsesionado con los trámites para la adopción del niño y no acababa de fiarse del letrado don Lucas, que tan abiertamente le había reconocido la posibilidad de «comprar» un niño e inscribirlo como propio en el Registro Civil. Recordó una vez más con cuánta desfachatez le había dicho que ahora no podían acceder a esa posibilidad, «porque el precio se había disparado con la entrada del nuevo régimen político, y habían tenido que tomar nuevas precauciones». Indudablemente, esos mafiosos traficantes de niños habían tenido que tomar redobladas precauciones.

«Sinvergüenzas», pensó. ¿Qué precio tenía una vida humana? Y además, la Iglesia de por medio, como siempre… Bueno, debía dejar de atormentarse y pensar que la vía de la adopción legal, aunque también costosa, era la única que permanecía abierta: aunque con muchos más trámites, llegaría el día en el que Amparo y él podrían disfrutar por fin de su hijo.

Absorto en sus pensamientos y en saborear su copa, dio un respingo cuando Manolo, uno de sus mejores amigos, se dirigió a él de sopetón:

—Vicente, ¿cómo van los trámites de vuestra adopción?… ¿Adelantáis con el papeleo? No os fiéis mucho de los abogados, que solo saben sacar los cuartos… Y todavía menos de esas monjitas. ¿No habéis pensado en otras alternativas más rápidas?

—Te agradezco tu preocupación, Manuel —contestó Vicente—, pero creo que B. G. es uno de los abogados más prestigiosos en el tema de adopciones en toda Valencia. Estamos en buenas manos.

—De los más prestigiosos y de los que más dinero se están llevando —rió su amigo—. Ayer me enteré de que, además de ser abogado, forma parte de la junta administrativa que supervisa y aprueba la idoneidad de los padres. ¿No te huele a chamusquina? ¿Sabías tú ya que, además de ser abogado, es el administrador de las monjas que consiguen a los niños en adopción?… Vamos, que juega a tres bandas… Seguro estoy también de que se lleva dinero de las madres biológicas.

—¿Se os ocurre algo mejor? —replicó algo molesto Vicente—. Que aquí mucho opinar, pero… Yo solo sé que Amparo y yo deseamos ser padres. Y pronto. Es verdad que nos está costando un ojo de la cara, pero es mucha la necesidad que tenemos, sobre todo mi mujer…, ¿verdad, Amparo? —preguntó el hombre reclamando la atención de su esposa, que se sentaba una silla más alejada.

—Sí, sí, desde luego —respondió ella dirigiéndose en general a todo el grupo de seis amigos que se había reunido—. Estamos deseando que acabe todo. No veo el día en el que podamos recoger a nuestro hijo… y ser felices.

—Bueno… Eso de vuestro hijo… —saltó de nuevo Adela, siempre crítica y con un fondo ciertamente malvado—. Habrá que ver a quién de los dos se parece más…

Vicente acalló las risas con una mirada furibunda de verdadero odio hacia la mujer, que nunca le había caído nada bien, justo al tiempo que Manuel le daba una patadita por debajo de la mesa, para que se dejase de comentarios sarcásticos.

—Eso está fuera de lugar, Adela —dijo Vicente mientras su esposa Amparo ocultaba la vista a sus amigos, disimulando las lágrimas que empañaron repentinamente su vista—. Vosotros sabéis mejor que nadie lo mucho que deseamos a ese bebé, y lo que hemos sufrido por no poder ser nosotros mismos quienes… No seas cruel y vamos a zanjar el tema, por favor.

La mesa asistía en silencio a su reprimenda.

—Solo quiero que sepáis, y creo hablar también por mi esposa —Amparo asintió con la cabeza, mientras observaba con amor a su marido—, que muy posiblemente ningún padre biológico quiera tanto a su hijo como lo vamos a querer nosotros. Deseamos ese niño como el que más, y vamos a darle una educación y un cariño que estarán fuera de toda duda. Y te aseguro, Adela, que no nos importará si se nos parece físicamente o no, porque en nuestros corazones sí que será en cualquier caso como nosotros, y nuestro hijo recibirá tanto que no tendrá más remedio que aceptarnos y querernos como sus únicos padres.

»Porque, amigos, los padres son los que crían, aman y sufren con el niño. El hecho de la concepción, la gestación y el parto no deja de ser una anécdota. Son la educación, el contacto, las caricias, los besos y las regañinas los que te hacen padre… y no solo la sangre.

»Nosotros seremos el ejemplo de que el amor se puede elegir, y ese amor que elegimos dar a nuestro hijo será mucho más fuerte que el amor impuesto por la sangre, hasta el punto de que ese hijo adoptivo olvidará incluso que no es hijo de nuestra carne, sino solo, y mucho más importante, de nuestro corazón. —Vicente recorrió uno a uno los cinco rostros que le observaban expectantes. Luego extendió el brazo para agarrar la mano de Amparo antes de decir, más para él que para el resto—: Os lo juro.

Unos meses más tarde, cuando la velada de octubre ya casi estaba olvidada en el recuerdo, Vicente recibió en su oficina la inesperada y grata visita de Antonio, uno de los amigos que estuvieron en la reunión del sábado por la noche. Se trataba de un hombre alto, algo grueso, y con una bondad infinita que se dibujaba en su rostro. Era el mayor de todo el grupo, rondaba ya los cincuenta y disfrutaba de una familia numerosa, como era costumbre entre los que seguían la doctrina del Opus Dei, grupo religioso por el que, sin ser miembro, sentía grandes simpatías.

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