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Authors: Enrique J. Vila Torres

Historias Robadas (11 page)

BOOK: Historias Robadas
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Era un riesgo, pero… estaba decidida a apostar fuerte. Se quedaría embarazada. Ahora, en definitiva, tenía el apoyo del seguro Augusto, que le permitía dejar a un lado todos sus miedos.

El tiempo, que siempre pone a cada uno en su lugar y da la razón a los justos, demostraría lo terriblemente equivocados que estaban Augusto y Josefa.

Porque el corazón de César, pese a todo, estaba anclado en el recuerdo de las lejanas tierras caribeñas, la suave brisa de su mar, el mecer de las palmeras y la arena blanca de sus playas en las que un día, entre lágrimas, había vertido la sangre de sus venas en la única carta que escribió a su hijo Julio.

11

En junio de 1962, una radiante Josefa —que ya días antes había informado a Augusto con una sonrisa pintada en la cara— comunicó a César que en diciembre de ese año serían padres.

Dos días después, una fresca mañana del verano austriaco, donde habían recalado tras su paso por tierras turcas, la Compañía de Espectáculos Barbosa se quedó sin previo aviso sin uno de sus miembros principales y fundadores, César Barbosa, que recogió su equipaje y se esfumó sin más, sin dejar tras de sí siquiera una nota de despedida.

A la semana de su huida, Josefa se encontró despedida de la compañía, señalada como única culpable de la espantada de César, y como una loca irresponsable al buscar un embarazo que complicaba el buen devenir de la empresa, al ser ella la bailarina principal, y cargar de responsabilidades innecesarias a los socios fundadores de la misma.

Y así se vio la pobre muchacha sevillana: sola, engañada, desesperada y triste, en medio de las calles de Viena, sin saber una palabra de alemán.

Se sentía terriblemente culpable, dolorida, humillada por no haberse podido despedir de su amado; notando sobre sí el peso de todos esos bellos edificios clasicistas que la rodeaban, como si se abalanzasen sobre ella hundiéndola en lo más profundo de esas tierras austriacas.

Lloró y lloró durante días, arrinconada en un camastro de una humilde pensión del barrio chino vienés, en el Grutel de la capital austriaca, entre el Westbahnhof y el Sudbahnhof, rodeada de olores fétidos a meado y desperdicios que se colaban pesados y dulzones por la ventana, abierta de par en par para dejar pasar algo de fresco en ese inusualmente tórrido verano centroeuropeo.

Le habían fallado todos. Había sido una estúpida. Había perdido a su amado, su trabajo, sus amigos… El cerdo de Augusto había sonreído sarcástico cuando se descubrió la huida de César, y solo le dedicó unas duras palabras antes de tirarle a la cara el sobre con los pocos marcos que le pertenecían por el finiquito: «… era mi última posibilidad, y sabía que arriesgábamos mucho, pero eras tú, imbécil, la que más tenía que perder…».

Y lo peor es que ahora además llevaba en su vientre el fruto de esa locura, el hijo de su amor por César, al que, de eso sí que estaba segura, nunca más volvería a ver…

Pasadas las primeras semanas de dolor punzante, decidió irse a Madrid con el poco dinero que le quedaba. Al menos en la capital española sí que dominaba el idioma, y quizá encontrase un medio de poder solventar sus problemas. Y quién sabe, ya lo decidiría durante el viaje, quizá volviese a su Sevilla natal, donde algún primo o alguna tía se apiadase de ella y le ayudase a sobrellevar la tristeza y lo apurado de su situación. Sus padres habían muerto hacía mucho tiempo…, pero algún familiar podría acogerla.

Cuando llegó a Madrid, en pleno mes de agosto, el destino pareció dispuesto a ayudarla por una vez.

Vagando por las calles de la capital española, mientras buscaba apurada una pensión económica donde dejar descansar sus huesos, se detuvo un rato en un banco de un recogido parque. Estaba molida y su estado era lamentable, con la ropa arrugada y algo sucia, la cara desencajada por el cansancio del viaje, el dolor y las tensiones sufridas, y unas profundas ojeras fruto de las noches que llevaba sin sueño, envuelta en pesadillas y llanto.

Ensimismada en sus tristes y melancólicos pensamientos, no se dio cuenta de cómo una monjita se le acercaba sigilosa, y se sentaba a su lado con los gestos de dulzura característicos de todas estas siervas de Dios.

—Jovencita —se dirigió a ella con una vocecilla timbrada pero muy suave, como si quisiera acariciarla y reconfortarla con el sonido de sus palabras—, ¿te encuentras bien?, ¿puedo ayudarte? Pareces exhausta, y en tu estado, pobrecita…, y con el calor que hace… ¿Cuántos meses te quedan para dar a luz? Deberías cuidarte más.

—Gracias, madre —contestó Josefa, recuperándose del pequeño susto que la religiosa le había dado—. Pues… Me quedan unos cuatro meses para parir, y desde luego agosto va a ser horrible, si sigue cayendo este sol de justicia. ¿No conocerá usted un hostalito barato por aquí cerca donde pueda alojarme? Es que he llegado hace muy poco desde muy lejos, nada menos que desde Austria, y no me queda mucho dinero…

La monja, como un lobo que descubre a una presa en el bosque, abrió los ojos casi imperceptiblemente, al apreciar en ella un bocado digno de su atención, que no debía escapársele.

—¡Cómo! ¿No tienes familia?, ¿ni hogar?… Bueno, bueno, no puedo dejar que una joven tan guapa como tú y en tu estado quede indefensa en medio de esta ciudad tan grande. Por Dios… Ni pensarlo. Ahora mismo me acompañas a mi congregación, y allí hablaremos con la reverenda madre superiora, y te buscaremos cobijo y alimento, tratándote como te mereces.

—Pero, madre… Se lo agradezco, aunque no sé si podré pagar. Y, bueno, espero que lo que le voy a decir no le moleste, pero he cometido algunos pecadillos últimamente… En fin… Que no estoy muy en paz con Dios —contestó Josefa, a quien en realidad le daba igual Dios, la Iglesia y los pecados, pues hacía tiempo que había dejado de creer en todas esas patrañas. Con su sufrimiento diario había comprobado que la vida es algo bien diferente a lo que le querían vender esos católicos charlatanes.

La monja sonrió complaciente.

—No te preocupes, hija. El Señor sabe perdonar y admitir en su seno a las ovejas descarriadas. Descansa un poco y sígueme, no seas tonta. Nosotras estamos para servir al prójimo. No te apures, te ayudaremos desinteresadamente.

Josefa, confiada por el disfraz de bondad que ostentaba la anciana religiosa, accedió con gusto al ofrecimiento. Su situación era muy apurada, casi sin dinero, sola, embarazada… Quizá, por fin, la suerte le había sonreído un poquito, y esas mujeres le ayudarían de verdad hasta el momento de dar a luz a su bebé. En cualquier caso, además, pensó la chica, tendría tiempo para recuperarse y meditar sobre lo que iba a hacer con su vida.

Sin embargo y para desgracia de Josefa, no era una mujer ciertamente afortunada: la monja que la acompañó hasta el convento donde iba a ser alojada y atendida guardó silencio todo el camino, dando gracias al Señor por haber «captado» a otra mujer desdichada y pecadora —prostituta muy posiblemente—, indigna del fruto de la vida que llevaba en sus entrañas, a la que sin duda iban a hacer un favor privándole de su bebé, pues así ella podría retomar su camino de perdición, y la criaturita caería en las manos limpias y pías de una familia más digna del regalo divino de un nuevo ser.

Y de paso, claro está, con ello permitir engrosar algo más la caja de caudales de la congregación, para seguir con ese piadoso dinero practicando la palabra de Dios.

12

Muy lejos de Madrid, en las lejanas tierras de Puerto Rico, Julio crecía en el seno de una familia humilde del campo, entre cañas de azúcar, aparejos de pesca, burros, perros, caballos y juegos humildes pero felices, bañados por el tibio calor del sol caribeño.

El hijo bastardo de César Barbosa y Elena Salazar era tremendamente dichoso, y ajeno absolutamente a la verdad sobre sus orígenes familiares. Había crecido con el cariño de sus bondadosos padres y hermanos de acogida, «de leche» como allí se les llamaba, y eso le bastaba.

Mantenía los apellidos ficticios que le había impuesto el juez del Registro Civil, a efectos de identificación, y en ocasiones se preguntaba por qué sus padres de acogida no le adoptaban definitivamente y le otorgaban los suyos. Nunca recibió una explicación convincente, todo fueron excusas, y la mayor parte de las veces prefirió dejarlo correr, ya que su ánimo se inclinaba hacia el juego, el deporte y la lectura, que amaba casi más que todas las otras cosas.

En julio de 1962, al poco de cumplir los trece años y mientras quien iba a ser su medio hermano se gestaba en el vientre de Josefa allá en las lejanas tierras de Europa, Julio recibió dos de las noticias más duras de su vida, que marcarían para siempre su existencia.

En primer lugar, una cálida noche estrellada de ese mes primaveral, sus padres de acogimiento se reunieron con él a solas en el porche de la humilde casa rural, y le dijeron que debían separarse. El muchacho debía marchar a vivir con otra familia muy rica en San Juan, que iba a adoptarlo. No había marcha atrás. Tenía que aceptar sin rechistar, pues la drástica decisión que le iba a alejar de la que había sido su familia durante esos años era una orden imperiosa pensada totalmente para su bienestar y prosperidad futuros.

No hace falta decir que tanto Marcos y Marta —así se llamaban los maravillosos padres que habían criado esos trece años a Julio— como el propio muchacho no pudieron aguantar el torrente de sentimientos que se agolpó en sus gargantas, y rompieron a llorar desconsolada y amargamente.

Fundidos los tres en un abrazo conmovedor, notaron cómo la fuerza de sus corazones atravesaba sus morenas pieles, arrugadas ya las de los ancianos acogedores, y se diría que pretendían fundirse en uno solo, para que así fuese imposible separarlos.

Las lágrimas corrieron ácidas y amargas, empapando las camisas de los pobres padres e hijo, que no podían poner freno a la avalancha emocional de sus sentimientos desbocados. Habían sido trece años maravillosos, alegres y llenos de amor, de contacto con la naturaleza, de sol, de noches magníficas pescando a la luz de la luna codo con codo, de veladas en torno a una hoguera con todos sus hermanos, mientras escuchaban cómo la tata María les contaba terribles historias en las que horribles piratas españoles muertos y resucitados por el vudú saqueaban y mataban a los niños de las aldeas de la zona… Cuentos de miedo que ya nunca se repetirían para distraer las noches del joven Julio.

El corazón del chico ese día se rompió. Por un lado, debía separarse de sus padres de acogida, por imposición de un señor muy poderoso de la isla —que resultó ser su propio abuelo Emilio, al que Julio nunca llegó a conocer—. Por otro, descubrió el origen dramático de su vida, sin llegar a averiguar la identidad de los protagonistas de ese drama, sus padres biológicos.

Por tanto, supo también de la imposibilidad absoluta de reencontrarse alguna vez con sus auténticos padres biológicos, y que su destino —en manos de un abuelo con aparente poder absoluto en la isla— iba a estar ya siempre lejos de esas arenas, esas risas, esos juegos y ese amor humilde pero grandioso del que tanto había disfrutado durante sus primeros trece años de vida.

Tras tres horas de llanto casi ininterrumpido, el muchacho cayó rendido y se sumió en un sueño profundo y triste, poblado de monstruos españoles y brujas de vudú, entre los que destacaba un horrendo ogro grande y austero, seguramente una imagen de su abuelo, que con cara amarga y enfadada le indicaba un nuevo camino en el bosque oscuro que ahora era su vida.

En septiembre de 1962, Julio fue enviado a San Juan, donde comenzó a vivir con su nueva familia, un matrimonio cuarentón, serio y aburrido, que tenía su domicilio en una gran mansión decimonónica y ostentosa, y que carecía de más hijos. Por no tener, no tenían ni perros u otras mascotas que hubiesen divertido al pequeño Julio.

Los padres adoptivos eran unos ricos hacendados de San Juan, muy amigos del abuelo de Julio, que encontró en ellos por fin, y tras muchas búsquedas y selecciones, una familia digna en la que «colocar» el destino del bastardo. Emilio Salazar pactó con ellos todas las condiciones de la educación de su nieto, entre las cuales ocupaba un lugar preeminente el que jamás se le revelase su auténtico origen.

Ahí empezó la parte triste de la vida del muchacho, que entre ropa elegante e incómoda, colegios caros y repelentes, amigos pijos y afeminados, juegos de mesa abotargantes y estúpidos, creía percibir en algunas ocasiones con su fino olfato, y de forma muy leve pero al tiempo clara, el olor de la madera quemada de la hoguera que ardía frente a la tata María, o con sus oídos captar muy a lo lejos el sonido de las olas rompiendo contra la quilla de la barca de pesca de su padre Marcos, mientras entre risas pescaban los humildes frutos que el infinito Caribe quería regalarles.

Lo que no supo en esos momentos Julio es que pocos meses antes de su adopción, y posiblemente como causa última que había precipitado la misma, su padre de sangre que tanto lo amaba, César, había llegado desde la lejana Austria, abandonándolo todo, para poder conocerle y abrazarle por fin, deseoso de enseñarle en persona la carta que le escribió tantos años atrás a orillas del mar.

Porque en su inconsciencia y alocado amor por su amada Elena y su hijo desconocido, César Barbosa, el cantante mujeriego y enamoradizo, había tomado un avión con destino a San Juan de Puerto Rico, sin pensar en el riesgo que suponía para él Emilio Salazar, el brutal y poderoso abuelo de su hijo, que ya antes de partir de la isla le amenazó de muerte si intentaba contactar con su hija o con su nieto bastardo.

Pero César cambió el miedo por el amor y la esperanza de poder abrazar a sus eternamente añorados Julio y Elena. De poder leerle a su hijo Julio, mirándole a los ojos y en persona, el «te quiero» de aquella carta firmada con su propia sangre.

Por desgracia para él, para Julio, para la amada Elena, y por desgracia y tristeza de todas las buenas gentes que supieron la noticia y que mantenían un mínimo de sentimiento en sus corazones, César fue asesinado al segundo día de volver a pisar su amada isla, y apenas sin tiempo de iniciar la búsqueda de sus seres más amados. El brutal hecho culminó la venganza y la amenaza vertidas por el dictatorial patriarca, y no fue siquiera convenientemente investigado por las autoridades locales, subyugadas y sobornadas por las mafias que comían de la mano de Salazar.

Dejaba un amor, Elena, encerrado en un lejano pueblo de la isla. Un hijo, Julio, adoptado por extraños e ignorante de la identidad de sus padres. Una amante, Josefa, embarazada y triste por su ausencia. Y por fin un hijo gestándose en el vientre de esta última, que llegaría al mundo sin un padre al que amar.

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