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Authors: Enrique J. Vila Torres

Historias Robadas (10 page)

BOOK: Historias Robadas
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Lo que comenzó siendo una residencia provisional se convirtió para César y Augusto en su hogar por muchos años.

A los dieciocho meses de ejercer su tediosa tarea de instructores militares, y comoquiera que ya habían hecho un gran número de amistades y contactos entre la población local, fundamentalmente de Arrecife y Teguise, decidieron que aquella isla tranquila y alejada del bullicio del mundo occidental era un buen lugar para comenzar su nueva vida.

Pidieron la excedencia del ejército estadounidense, que les fue concedida sin ningún tipo de problemas, pasaron a ser militares reservistas disfrutando así de la posibilidad de incorporarse con total normalidad a la vida civil. Solicitaron asimismo el permiso de residencia definitiva en España, que las autoridades les otorgaron gustosamente, en agradecimiento a los servicios prestados como asesores militares, y también gracias a los hilos que movieron los servicios de inteligencia americanos, a los que convenía tener a dos personas cualificadas y de entera confianza infiltradas entre la población española.

Pasaron los meses con laxitud, y la vida de César y Augusto se convirtió en un tranquilo y placentero paseo entre playas paradisiacas y desiertas, caminos rodeados de imponentes restos volcánicos, y la sensación la mayoría de veces refrescante del incansable viento de la isla sobre sus cuerpos, que portaba consigo la brisa fría del enorme océano Atlántico…

Como civiles y gracias a su raza caribeña, su amor por la música y su carácter tan parecido al canario, no les fue difícil adaptarse a la perfección entre la población de la isla. A mediados del año 1956 ya habían refundado el grupo Hermanos Barbosa con el que tanto éxito tuvieron en Puerto Rico, y dada la afinidad de caracteres y gustos, triunfaron en poco tiempo.

En septiembre de ese año, un rico empresario canario, Patrocinio Barambio, les propuso hacer negocios en el sector de la hostelería, al que veía mucho futuro en Canarias, pues el hombre estaba absolutamente seguro de que el archipiélago iba a ser destino turístico de primer orden en toda Europa, a poco que el régimen franquista relajase su férrea vigilancia de las costumbres y normas que en esos momentos imperaban, pero que ya comenzaban a mostrar visos de cierta relajación.

Así, con el mecenazgo del señor Barambio, Augusto y César se hicieron socios del club La Española, en la isla de Gran Canaria, capital de la región insular, al que bautizaron así en recuerdo del local puertorriqueño donde hacía tanto tiempo César había conocido a su amor. El club se apellidó entonces castamente «sala de fiestas y espectáculos», y allí los dos hermanos y su compañía contribuyeron a que las costumbres de las islas se relajasen y comenzase a verse un ligerísimo amago del aperturismo que llegó definitivamente algo más tarde a España con los años sesenta.

Su día a día volvió a ser muy parecido al de los años en los que habían triunfado en Puerto Rico, y salvando la diferencia que imponía la férrea costumbre mojigata y católica de la España fascista, César y Augusto, con más recato y disimulo pero con el mismo deseo innato de disfrutar de los placeres de la vida, comenzaron de nuevo a gozar de las mujeres, el alcohol y las juergas interminables en las también cálidas noches canarias.

Solo una cosa enturbiaba el corazón de César.

El recuerdo de su amada Elena, y la eterna pregunta de qué sería de la vida ficticia de su hijo Julio, que de forma tan cruel había sido robado del lado de su madre se diría que una eternidad atrás, y poco menos que raptado en un intento inhumano de ocultar su verdadera identidad.

9

En enero de 1957, como si el paso del tiempo curase todas las heridas y permitiese superar el más profundo de los pesares, parecía que César se había vuelto a enamorar. Augusto recriminó la predisposición de su hermano para la pasión amorosa. Se burló de él, diciendo que había vuelto a tropezar con la misma piedra, y que le volvería a pasar como con Elena y quién sabe si haciendo el tonto, terminaría engendrando un nuevo bastardo como Julio.

Lejos de caer en discusiones, para entonces César había forjado ya un carácter mucho más pacífico que en los primeros años de su juventud. Ahora, a los treinta y siete años y tantos pesares como sus espaldas soportaban estoicamente, su sangre se encontraba mucho más atemperada y prefería no llevar la contraria a su hermano, ni entrar en enfrentamientos dialécticos banales.

Demasiadas veces había visto en Corea la muerte muy cerca, para perder el tiempo en amargarse con tontos debates infructuosos.

Era cierto que seguía recordando a Elena, su amada puertorriqueña, madre de su primogénito. Y por supuesto que no dejaba de pensar en Julio, el hijo que les habían robado a ambos y que ahora mismo andaría perdido en cualquier pueblo de la lejana isla caribeña, posiblemente ignorante de su ascendencia.

Sin embargo, había conocido a Josefa, una agraciada sevillana de veinte años, bailarina profesional, a quien habían contratado para actuar en La Española, y que en cierta medida le volvió a robar su inquieto corazón.

Tenía Josefa una cara aniñada, en la que unos ojos profundamente azules refulgían como zafiros en su rostro moreno, coronado por una cabellera abundante y negra. Además, presumía la chica de un cuerpo de infarto esculpido a base de horas de baile en las barras de los bares de toda la geografía nacional. Todo eso, unido a su juventud y a su eterna sonrisa brillante y sincera, convirtió en tarea fácil para la sevillana rescatar el corazón de César de su estado letárgico y triste, y despertar en él lo que el joven puertorriqueño creía recordar como ese sentimiento que llamaban amor.

En realidad, y esta vez tenía razón Augusto en sus argumentaciones, lo que había hecho César era buscar instintivamente una salida a su ensimismamiento, a un estado sentimental casi catatónico, porque su sangre seguía siendo joven y activa, y no era sano que se viese ya por siempre bañado en recuerdos amargos y melancólicos de unos amores que se encontraban, en definitiva, a miles de kilómetros de distancia.

Josefa, bella y alegre, fue como una droga, necesaria y pasajera, que devolvió a César la alegría de vivir, y le confundió al creer que había vuelto a conocer un amor capaz de hacerle olvidar su pasión por Elena y sus ansias eternamente frustradas de conocer y abrazar a su hijo.

Pero los acontecimientos del futuro demostraron a todos que lo de Josefa no fue amor, sino una forma inconsciente de intentar olvidar a los lejanos seres queridos.

En diciembre de 1960, cuando los hermanos contaban ya con cuarenta años, entraron en esa fase vital en la que muchos hombres se detienen a meditar sobre el rumbo general que han dado a sus vidas.

El éxito en las islas de su grupo musical y de sus locales de ocio —ya habían abierto uno en cada una de las capitales insulares, excepto en Gomera— había sido constante, pero las costumbres en España seguían siendo rígidas y censuradas: el país en el que habían rehecho sus vidas después de su dura experiencia militar se les había quedado pequeño.

Tras formar una compañía de variedades muy prestigiosa, decidieron probar fortuna por Europa y otros países por todo el mundo. Habían ahorrado el suficiente dinero para tentar a la suerte, y estaban convencidos de que valía la pena traspasar otras fronteras, con la excusa de exhibir su arte por lejanos y variados lugares.

Quizá algún día, pensó César, tuviese noticias de la muerte del padre de su amada Elena, o de que de alguna manera le había perdonado su falta al llevarse la virginidad de su hija y darle un nieto bastardo… Pero de momento, quizá Puerto Rico fuese el único país del mundo donde los hermanos Barbosa no podían arriesgarse a exhibir el arte de su compañía musical.

Mientras tanto, pues, César y Augusto se dedicaron a viajar por todo el mundo en compañía, claro está, de la preciosa bailarina sevillana Josefa, que era una de las integrantes más cualificadas del grupo. Y así siguieron con un éxito considerable, y el prestigio que fueron tomando en su sector los llevó a los lugares más insospechados a lo largo del globo.

En enero de 1962 se encontraban actuando en Estambul, con tanto éxito como en el resto de los países que habían visitado. A los cuarenta y dos años, el carácter de César se había agriado en cierta manera. Sí, disfrutaba de la vida, con su hermano y su socio canario, el señor Barambio, había vuelto a levantar un imperio empresarial en el mundo del espectáculo, viajaba, conocía tierras lejanas, y en el aspecto sentimental estaba acompañado y reconfortado por Josefa, una mujer sinceramente enamorada, que llenaba sus días de distracción y sosiego.

Sin embargo, cada vez se daba más cuenta, ni los viajes ni los países exóticos ni los cuidados de su pareja le traían el consuelo del continuo y martilleante recuerdo de su amada Elena o su desconocido hijo Julio.

Porque Elena, día tras día estaba más convencido, era su único amor.

Y pese a su vida disoluta y mundana, quizá él era un hombre nacido para una sola mujer, pese a que el destino le ponía delante, una y otra vez, miles de oportunidades para gozar de multitud de cuerpos y de caracteres.

Su único amor, encerrado y lejano en su país natal, al que dudaba que pudiera volver a ver.

Y su único hijo, Julio, al que nunca conoció, y crecía también distante e ignorante del amor que su padre sentía por él. ¿Leería alguna vez su hijo esa carta, que entre lágrimas le escribió hace tanto tiempo, en las playa de Puerto Rico, donde plasmaba su dolor y melancolía en el papel casi con su propia sangre? Ahora no podía saberlo, pero deseaba con toda sus fuerzas que Julio descubriese la verdad algún día, y de alguna manera al leer esa carta, aunque él ya estuviera muerto, sintiese casi físicamente ese amor de padre que en persona no había podido demostrarle.

10

Definitivamente, esos recuerdos impregnados en melancolía estaban torturando de forma insoportable el ánimo de César.

Augusto lo notaba y temía que el carácter rebelde de su hermano aflorase desbocado en cualquier momento, echando al traste todo lo que habían vuelto a construir, y la vida dócil y divertida de la que de nuevo disfrutaban los Barbosa.

Cada vez era más consciente el mayor de los mellizos de que César podía desaparecer, e intentar regresar a su hogar de origen caribeño para ver a su amada Elena y a su hijo Julio. Y eso le aterraba. No iba a permitir que el cabezota de su hermano volviese a tirar por tierra todos sus logros recientes.

Sabía que lo único que le distraía un poco era esa chiquilla, Josefa. No estaba mal, él mismo se hubiese aprovechado en más de una ocasión de sus encantos. Debía hablar con ella para convencerla de que redoblase sus esfuerzos y juntos, la chica y él, consiguiesen asegurarse de que César no cometía una locura impulsado por su melancolía, y marchaba a Puerto Rico en busca de sus personas más queridas.

Una mañana de marzo de 1962, Augusto y Josefa estaban solos tomando café bien temprano, en el bar del hotel Kalyon, situado en el casco antiguo de la capital turca y con unas vistas espléndidas al mar de Mármara, donde se hospedaba toda la compañía.

—Este café es imbebible, no acabo de acostumbrarme, chiquilla —dijo con un gesto de repugnancia Augusto—. Estoy deseando volver a Italia y disfrutar del maravilloso, denso y cremoso
ristretto
.

—Ja, ja, ja, eso es verdad, mi alma —contestó Josefa—. O en España, que también sabemos hacer los cafés y otras muchas cosas más muy bien.

—Sí, desde luego… Eso no te lo discuto: a las mujeres os hacen estupendamente —rió él—. Bueno, suerte que tiene mi hermano. Y de eso quiero hablarte, de César —siguió Augusto sin andarse con rodeos—. Tú, igual que yo, habrás notado que está melancólico y triste. Sé que lo conoces muy bien, pero te garantizo que aún no te ha descubierto su parte más salvaje, más irresponsable. Es muy visceral, mi querido hermano. Y te voy a ser sincero: sé que te aprecia mucho, que se lo pasa muy bien contigo… Pero no estoy convencido de que eso baste para mantenerle quieto junto a ti, ni junto a la compañía.

—¿Acaso estás dudando de mis encantos? —respondió Josefa con una sonrisa picarona—. Mira que las andaluzas somos muy cabezotas y convincentes…

—Sí, lo sé, si yo fuese mi hermano, no dudaría ni un instante en quedarme a tu lado, pero sabes que allá en Puerto Rico tiene a otra mujer, su primer amor, y sobre todo a un hijo que ni siquiera conoce, Julio…, y está loco por buscarlo.

—Lo sé, y no me preocupa —dijo con altivez la chica—. Permanecerá a mi lado, estoy convencida.

—Lo dudo, Josefa, no estés tan segura. Y ya no tienes mucho más que darle para mantenerlo contigo. Te garantizo que está a punto de irse, como que lo conozco desde que estábamos en el vientre de nuestra madre. Tendrás que darle un plus…, algo más.

La sombra de la duda comenzó a perfilarse en el rostro de Josefa. Ciertamente, en los últimos meses había notado una frialdad extraña en su amado César, al que una y otra vez descubría pensativo y melancólico, como inmerso en ensoñaciones de las que no salía durante horas, sin hacer caso a nada ni nadie de lo que tenía alrededor.

—Mmm… Puede que tengas razón —razonó la mujer—. No estoy segura. ¡Pero qué más puedo hacer! Te garantizo que recibe todo el cariño, las atenciones, la diversión…

—Un hijo —contestó tajante Augusto.

—¿Cómo? ¿Otro bastardo? ¿Estás loco? Imposible… Mi trabajo de bailarina… César me mataría.

—Si no es así, ya no se me ocurre nada que pueda retenerle con nosotros —aseveró tajante el hombre—. Y o mucho me equivoco, o mi hermano se quedará al lado de vuestro hijo, compensando con vuestro bebé el recuerdo de su primogénito puertorriqueño. Es la única forma.

—No sé —dudó la mujer.

—Y no te preocupes por tu trabajo. Tienes garantizada la permanencia con nosotros, te lo seguro…

—¿Tú crees que…? —dudó Josefa, a la que ya se notaba un cierto brillo de esperanza y emoción en los ojos—. La verdad es que siempre lo he deseado… Un hijo con mi amado César… Pero siempre me han dado miedo las consecuencias, y ahora tú me respaldas y me lo planteas como única solución para que no huya…

—Sí, Josefa. Así es. No lo dudes. Tienes y tendrás mi total apoyo. Y cuando consigas, tú ya sabes cómo, quedarte preñada del irresponsable de mi hermano y traer a vuestro hijo al mundo…, habrás logrado tu felicidad y al mismo tiempo atar a ese imbécil a nuestro lado. Tenlo claro.

Las palabras de Augusto causaron una fuerte impresión en Josefa e hicieron nacer en su interior el germen de la esperanza. Siempre había deseado un hijo de César, del que estaba enamorada hasta la admiración, pero nunca se atrevió ni a planteárselo, pues sabía los problemas que ello podría acarrearle a nivel profesional, y conocía también en su fuero interno que César, en el fondo, siempre estaría enamorado de su amada puertorriqueña, y que su corazón como padre siempre permanecería al lado de su hijo desconocido.

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