Authors: Enrique J. Vila Torres
Pero sabedor del riesgo, conforme pisó la isla y antes de que su cuerpo inerte fuese arrojado al fondo del mar con el cuello degollado, también tuvo tiempo para dejar a Gonzalo, uno de sus mejores amigos de antaño, la carta manuscrita dirigida a su hijo, con el encargo de que si a él le pasaba algo, cuando el brutal abuelo falleciese, se la hiciera llegar a su hijo explicándole la realidad de toda su historia.
Con esa herencia —triste legado, por qué negarlo—, partió César con su música, su atractivo y su corazón pasional, pero jamás abandonó en el recuerdo la mente ni los corazones de sus seres queridos, que aún hoy lo rememoran mientras en los atardeceres melancólicos de Puerto Rico el sol besa con su luz las verdes hojas de las palmeras a orillas de ese mar donde el ausente padre y amante descansa en paz.
Al otro lado del Atlántico, Josefa gritaba de dolor la madrugada del 1 de diciembre de 1962.
Y no por los sufrimientos del parto, que había sido plácido y sin demasiadas complicaciones, y al que había llegado relajada y preparada por el exquisito trato que le habían dado las monjas, sino porque su deseado hijo, que había nacido varón, había muerto a las pocas horas de nacer.
En el paritorio de la clínica Santa Cristina de Madrid, en la calle O’Donnell, los ojos de la pobre muchacha sevillana, que llevaba aproximadamente un año recibiendo despiadados y brutales golpes de la vida, ya no tenían lágrimas con las que llorar, y solo los gemidos secos de su garganta expresaban con angustia la tristeza por un destino tan cruel. Sin su amado César, abandonada por todos, sin trabajo, sin amigos, con la poca familia que le quedaba, allá tan lejos en su Sevilla natal… y ahora su hijo muerto.
Obnubilada por las circunstancias, deprimida y hundida por esa muerte injusta y horrenda, pasó lo que quedaba de noche acurrucada en la cama, sin saber en qué pensar, sin saber qué decir y en un extraño ensimismamiento que parecía la antesala de un ataque de locura.
Su frágil mente, poco preparada, se dejó llevar por un estado cataléptico, hasta casi el mismo momento en el que sor Matilde, la monja que en su día la recogió del banco perdido en las calles de Madrid, la abandonó dos días después con su única y humilde maleta a los pies del vagón de tren que debería llevarla de vuelta al sur.
—Ve en paz, querida hija —dijo la monja para consolar a Josefa—. Ve a buscar a la familia que te queda en Sevilla; ellos sabrán ayudarte y darte el calor que necesitas en estos momentos tan duros. Dios, en su infinita sabiduría, ha querido llevarse a tu hijito. Era muy lindo, como tú, pero seguro que ahora estará muy bien, con los angelitos y sus familiares que con él descansan y disfrutan eternamente de la gloria del cielo de Nuestro Señor.
Josefa parecía perdida en un estado de semiinconsciencia, y pese a ello, la monja siguió intentando consolarla:
—Vamos, sube, cielo —le dijo con un leve tono de impaciencia—. El tren ya va a marchar. Verás como el tiempo hace que te recuperes. Eres joven, y podrás encontrar un guapo y moreno andaluz, bueno, que te dé cariño y muchos hijos. Ya verás como vienes a vernos en unos años, con una familia feliz y numerosa… Vamos, hija, sube.
Josefa, casi como un muerto viviente, subió al tren y lánguidamente se despidió de sor Matilde.
Durante el viaje hacia Sevilla, no paró de contemplar con la mirada ausente el recio paisaje castellano y andaluz, plagado de siembras, árboles vetustos y prados sin fin.
Entre las muchas preguntas sin sentido que se agolpaban en su cabeza, algunas regresaban insistentes y marchaban siempre sin respuesta. ¿Por qué no habían querido entregarle copia del parte de defunción de su hijo? ¿Por qué no le dejaron ver al menos por unos segundos el cuerpecito frío del bebé, para darle un último beso? ¿Por qué se negaron a proporcionarle información sobre el cementerio en el que sería enterrado, para que pudiese llevarle flores cada invierno y recordar con ellas el amor del que nunca pudo disfrutar?
En la pobre ignorancia de una mujer casi analfabeta, esas cuestiones se perdieron en su aturullada mente, y se olvidaron con el tiempo entre los patios encalados y los geranios estallando en colores intensos de su Sevilla natal.
Pero ese bebé desconocido —Manuel quiso que se llamase la madre antes de creer que había muerto— sirvió para que la alegría de ser padres se la llevasen otros sucios corazones, emponzoñados de maldad y ansias de dinero.
Porque sin el conocimiento de la dirección del Hospital Santa Cristina, el cuerpecito de un niño recién nacido salió del centro hospitalario la misma madrugada de su llegada al mundo, y fue escondido con cuidado bajo la toquilla de una monja esquiva, sor Matilde, hasta llegar al convento de su congregación, donde a cambio de 250 000 pesetas se vendió a un matrimonio madrileño estéril, que así obtuvo a su hijo deseado.
En el camino, un médico despreciable firmó un parte de alumbramiento falso; un administrativo sin escrúpulos falsificó la historia clínica adjuntando dicho parte a la misma; un conserje estúpido que no se llevó más que el dinero para una cena hizo la vista gorda cuando sacaron al bebé del hospital; y finalmente, unas cuantas monjas lejanas sin duda de los designios del Señor aumentaron el importe de los ahorros de la congregación con el fruto del auténtico pecado que ellas mismas decían odiar.
Con el tiempo, Manuel creció sano y con una educación esmerada y cultísima, en el seno de la familia formada con los falsos padres que lo habían comprado.
Desde bien joven intuyó que en su origen había algo raro, pues su constitución física potente, sus rasgos un tanto andaluces, africanos o sudamericanos, su belleza, su inclinación natural hacia las mujeres y aquel curioso e intenso amor por la composición y la música en general, no coincidían en nada con el físico poco agraciado y de claros rasgos sajones de sus padres ficticios, cuyas raíces nacían en una familia británica emigrada hacía generaciones a España.
Además de ser bello, Manuel era muy inteligente y estudió la carrera de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, donde se licenció en 1984, con solo veintiún años, y comenzando a trabajar de inmediato en un prestigioso bufete de la capital, que lo seleccionó entre cientos de candidatos gracias a su brillante currículo académico y, por qué no decirlo, gracias también a su buena presencia y don de gentes, cualidades genéticas —junto con la inteligencia, claro está— que son de gran provecho para cualquier abogado que verdaderamente quiera tener éxito profesional.
Al mismo tiempo que la carrera de Derecho, en sus ratos libres estudió solfeo y se aficionó a interpretar con instrumentos de viento —clarinete, oboe, saxo y tuba— hasta formar un grupo de jazz con unos amigos universitarios: Madrid Blues & Jazz tuvo un resonado éxito entre los ambientes musicales y juveniles de la capital. Sin duda, el amor por la música que le corría por las venas fomentó esta afición y esta facilidad innata, que habría sido orgullo de su padre César Barbosa.
A los veintisiete años conoció a una chica que estudiaba Antropología. Fueron novios felices y fogosos, y fue ella quien despertó en Manuel redobladas inquietudes por su origen, pues era evidente que sus padres no podían ser auténticos, ante la evidente diferencia física que los separaba. Eso, unido a la ausencia de hermanos y a la avanzada edad de sus progenitores, que de haber sido realmente sus padres biológicos deberían haberlo engendrado cerca de los cincuenta, animó al joven a investigar seriamente sobre qué secreto se ocultaba tras su nacimiento.
Lo primero que hizo, con mucha delicadeza y amor pero de forma implacable, como si de un interrogatorio judicial se tratase, fue arrancar a sus padres falsos la confesión de la verdad.
Ante las claras evidencias y algunas pruebas testificales que había conseguido de amigos de la edad de sus progenitores, que confesaron no haber visto nunca embarazada a su madre ficticia, el anciano matrimonio reconoció finalmente a Manuel que le habían comprado a unas monjas por 250 000 pesetas. No quisieron darle pistas sobre ellas, a eso se negaron en redondo, pero le aseguraron que sí que había nacido en la clínica Santa Cristina de Madrid, que ese era el único dato que no se había falsificado en la partida literal de nacimiento.
De naturaleza inteligente, el joven y prometedor abogado tiró de los contactos que había establecido gracias al prestigio de la firma para la que trabajaba, y gracias a ellos y a la tenacidad de su novia, no le fue difícil descubrir la verdad.
En primer lugar, con la declaración jurada de sus padres, y con el resultado negativo de paternidad realizado tras un análisis de ADN, apoyado todo ello con algunas declaraciones testificales más, consiguió, a través de un proceso en los Juzgados de Primera Instancia de Madrid, que el Tribunal le otorgase autorización para investigar en los archivos de la clínica Santa Cristina.
Allí, tras varias tardes de arduas investigaciones y bajo la atenta mirada de un funcionario del centro médico, no le resultó complicado seleccionar los datos de la mujer que dio a luz el día de su nacimiento, soltera y joven, y que según su historia clínica había alumbrado a un varón que falleció nada más nacer.
Tras investigar la documentación al respecto, comprobó que el cuerpo de ese bebé muerto no aparecía por ningún lado, no había entrado a ningún cementerio, ni tampoco había rastro alguno del mismo en alguna universidad o centro médico que hubiese utilizado su cadáver para la investigación, como en ocasiones podía ocurrir.
El doctor que firmó en su día el parte médico de defunción había fallecido justo el año anterior al inicio de su investigación, pero supo por sus indagaciones que dicho facultativo había tenido varias quejas de pacientes en el Colegio de Médicos, y que se le habían abierto varios expedientes disciplinarios. También había tenido una denuncia en los juzgados, archivada por una misteriosa e increíble falta de pruebas.
Todo cuadraba, pues: una madre joven, un parte de defunción misteriosamente oscuro, la misma fecha de su nacimiento… Sin demasiadas complicaciones y con la inestimable ayuda de los socios detectives del despacho de abogados, Manuel localizó a esa mujer, Josefa se llamaba, que vivía en Sevilla.
En febrero de 1990, Manuel conoció a su verdadera madre.
Es difícil describir los sentimientos de la mujer.
Desde que regresó a Sevilla después de tantos años, vivía recluida en una casa de unos primos lejanos que la habían aceptado por caridad. A cambio, realizaba unas tareas similares a las de criada —planchar, lavar, fregar, cocinar, cuidar de los niños—. Una vida aburrida y sacrificada, pero tranquila, lejos de la música, los bailes, el desenfreno y el amor que había vivido en sus años como miembro de la Compañía de Espectáculos Barbosa, junto a su amado César.
Entre fogones, fregonas y pañales de sus sobrinos, no había tenido tiempo de volver a conocer ni el amor ni el sexo, y su belleza se había apagado como la llama de un bello candil encerrado en una habitación sin oxígeno.
Sin embargo, y usando la imaginación que encerraba en los recuerdos de su atribulada mente, Josefa viajaba en innumerables ocasiones por las tierras lejanas de Canarias, Turquía, Austria…, y siempre acababa esos viajes imaginarios en la sórdida habitación del hospital madrileño de Santa Cristina, donde dejó su último rayo, muy breve, de felicidad, cuando por unos segundos pudo abrazar a su bebé recién nacido y tristemente fallecido, al que ahora echaba tanto de menos.
En su tristeza, llegó a convencerse de que nunca más lograría ser feliz.
Por eso, cuando esa mañana de febrero se presentó en su casa Manuel y se identificó como aquel hijo fallecido, casi notó cómo el corazón se le salía del pecho, henchido de alegría, sorpresa, incredulidad, temor y casi locura.
Madre e hijo se abrazaron durante eternos minutos, en los que el calor de sus cuerpos se fundió en un sentimiento de tanto cariño y paz que Manuel siempre recordaría ese instante como el más feliz de su vida.
Josefa lloró y lloró sin parar, durante las horas y los días siguientes en los que su hijo le contó su vida. Era indudable, pensaba ella, que ese guapo e inteligente joven decía la verdad, pues su parecido físico con César resultaba absolutamente sorprendente. El hijo propuso a la madre unas pruebas de ADN y luego, previo proceso judicial correspondiente, inscribirse como su hijo en el Registro Civil de Madrid, tomando incluso sus apellidos de soltera. Este gesto alegró sobremanera a la mujer, que por momentos veía cómo su vida tomaba por fin un sentido, y después de tanto sufrimiento ganaba un hijo que la amaba, y que colmaría su vida de amor y felicidad.
Y que además, y eso lo habían querido los genes testarudos, le recordaría cada día a su amado César, del que nunca más supo desde que desapareciese tan súbita y dolorosamente de Austria hacía ya tantos años.
Lógicamente, la madre informó al detalle de su vida y peripecias a Manuel, y de cómo había sido engañada por esas malditas monjas y parte del personal del hospital, que le hicieron creer que su hijo había muerto.
El joven confirmó a Josefa todo el engaño, y le reveló que él mismo había visto su partida de defunción falsa, y que había sido vendido vilmente a unos padres que habían pagado por él un cuarto de millón de pesetas.
No tenía nada contra ellos, era imposible que los odiase, pues le habían tratado como unos padres ejemplares, con toneladas de amor y esmerada educación… Pero después de tan falaz engaño, sentía que su verdadera madre era esa mujer, Josefa, con la que compartía la sangre de sus venas.
Manuel decidió en 1990 no iniciar actuaciones judiciales para perseguir los hechos descubiertos, y se limitó a ejercer las acciones civiles pertinentes, encaminadas a modificar los datos del Registro Civil para cambiar su filiación.
Renunció a los apellidos de sus padres falsos, y renunció también a su cuantiosa herencia, aunque mantuvo con ellos una relación cordial y sin rencor. Alejada en definitiva, pero afable.
Josefa, naturalmente, dijo a su hijo quién era su padre, César Barbosa, y que ella creía que lo podría encontrar quizá en Puerto Rico, a él o a su hermano Augusto, de modo que en agosto de 1990, Manuel viajó a Puerto Rico acompañado de su novia Inma, siguiendo la pista de su padre biológico.
Don Emilio Salazar falleció de un ataque de apoplejía un año antes de que Manuel emprendiese el viaje rumbo a la lejana isla caribeña para intentar encontrar a su padre. Alcanzaban así víctima y verdugo un mismo destino: uno descansaba bajo el mar que tanto había amado; el otro, su asesino, solo congregó en su entierro a los interesados en obtener el favor de las mafias y el poder local. Poca gente lloró el adiós del patriarca.