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Authors: Enrique J. Vila Torres

Historias Robadas (6 page)

BOOK: Historias Robadas
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Las investigaciones comenzaron a principios de 2005. En primer lugar, lógicamente solicitaron al Registro Civil de Zaragoza las certificaciones literales de nacimiento de los hermanos, Pilar y Pedro, y la partida de defunción de Pedro García Azón, así como todos los documentos públicos necesarios para la inscripción de dicho fallecimiento.

La primera irregularidad que observaron, bastante obvia, fue que la inscripción del deceso se realizó por simple manifestación verbal del director de la Maternidad Provincial, cuando se supone en todos los casos que la institución hospitalaria debía disponer de documentos suficientes para aportar al Registro Civil dicha prueba de la muerte del niño. En efecto, establece la ley que en estos casos se necesitará un parte de defunción, firmado por un médico colegiado.

De igual forma, les pareció bastante extraño que la fecha de presentación del fallecimiento al Registro Civil fuese del día 9 de abril a las 17.30 horas, cuando el óbito supuestamente tuvo lugar el día 7 a las nueve de la mañana. Al precisarse una autorización del registro para el entierro, este se realizó fuera de los plazos acostumbrados, sin que existiese causa aparente para ello.

Asimismo, los investigadores eran conscientes de que en el año 1950 los avances médicos para el diagnóstico de las causas de la muerte eran ya muy avanzados y muy parecidos a los actuales, por lo que el término «débil congénito» que recogieron los médicos como supuesta causa de la muerte de Pedro, y que constaba en la historia clínica del supuesto fallecido, resultaba sospechosamente ambiguo.

Los datos extraídos del Registro Civil eran, pues, ya muy sospechosos.

Fue algunos meses más tarde, al comenzar las investigaciones en la Diputación Provincial de Zaragoza, cuando Pilar y Luis se encontraron con la falta de colaboración más férrea. Los plazos se dilataban artificialmente, y se les negaba la existencia de información, basándose los funcionarios que les atendieron muchas veces en que los responsables de la misma la habían destruido en su día.

Es evidente que en el año 2006, al recurrir a la Administración que custodia la información sobre la identidad de madres e hijos biológicos, Pilar y Luis se toparon con la misma oposición que increíblemente encuentran los hijos adoptados en los casos de búsqueda de sus madres biológicas, y que ya recogí en mi obra
Bastardos
.

La mayor parte de las veces, los funcionarios de la Administración se convierten en juez y parte —salvo honrosas excepciones, hoy día por suerte cada vez más habituales—, y en lugar de facilitar las cosas o simplemente inhibirse sobre la decisión o no de enseñar los archivos a favor de un juez, ponen trabas absurdas y arbitrarias a cualquier investigación o solicitud de datos. En realidad, están juzgando en una labor que no les corresponde: si deben o no entregar la información requerida. Lo que deberían hacer es actuar correctamente y manifestar la verdad. Decir, como ocurre en la mayoría de las ocasiones, que sí que tienen la información que se solicita, pero que no la pueden dar sin la correspondiente orden judicial, en su caso.

En definitiva, la Maternidad Provincial donde había nacido y supuestamente fallecido Pedro era una institución pública dependiente de la Diputación Provincial de Zaragoza, y los archivos de dicha maternidad los custodia la citada Diputación Provincial. Fue allí donde se facilitó a Pilar y Luis la factura por la estancia de Victoria Azón Pérez, la madre biológica, en la Maternidad Provincial, así como la ficha de control de su entrada y alta.

En ambos documentos se apreciaba que el parto gemelar dicigótico (es decir, de mellizos) fue normal, aunque era cierto que la estancia de la madre había sido extrañamente prolongada.

En la ficha comprobaron que no se hacía constar la muerte de ninguno de los mellizos; antes bien al contrario, pues en la fecha del alta (12 de abril de 1950) se extiende y se menciona por su nombre a ambos niños, Pilar y Pedro. En el caso de que Pedro hubiera fallecido realmente el 7 de abril, en la ficha del alta se hubiera indicado esta defunción al hacer constar su nombre, como es lo normal, mediante un signo —una inicial o una cruz—, cosa que no constaba.

Asimismo, la encargada de los archivos manifestó textualmente a los investigadores que «su hermano como muerto no me sale», mostrando la citada ficha.

Los archivos de la parroquia de la Maternidad Provincial habían sido trasladados, al igual que los de la propia maternidad, a la parroquia del Hospital Provincial.

Una apacible y soleada tarde de mayo de 2006, tras varias semanas de infructuosos intentos por parte de Luis y Pilar, finalmente el sacerdote encargado de los archivos de la citada parroquia accedió a conceder una entrevista a los tenaces investigadores.

El padre Pinto era un hombre bajito, rechoncho, dueño de una profunda mirada gris, con la que parecía analizar cada uno de los gestos de sus interlocutores. Con sus manos regordetas y de apariencia grasienta, pasaba los folios de los viejos archivos con cierto nerviosismo. Pensó Pilar, algo divertida, que ese hombre debía de pasar más tiempo entre los fogones de la cocina de la parroquia y las sillas del comedor que delante de los legajos que tenía que estudiar, custodiar y mantener.

El padre los recibió en un pequeño despacho anexo a la biblioteca principal donde se encontraban todos los archivos de la parroquia. La estancia era pequeña pero ciertamente agradable: invitaba al estudio y la meditación, como es habitual en los centros religiosos que mantienen ese halo de misticismo, apartado del mundanal ruido exterior, como recogiendo a sus moradores en un ambiente de paz y sosiego.

Pasaron los quince primeros minutos de su reunión hablando de ningún tema en particular, con la única intención de romper el hielo. Apareció entonces una monjita vestida con un hábito azul oscuro; entre sus manos, una bandeja con tazas de café, leche y unas pastas que resultaron deliciosas al paladar de Pilar y Luis. «Puede que las intenciones de entorpecer nuestra labor sean las mismas, pero, desde luego, qué diferencia de trato con la Diputación», pensó él.

—Aquí en la parroquia tenemos para lo que les interesa tres tipos de libros —comenzó sus explicaciones el padre Pinto, con una voz suave, armoniosa, pero con ese timbre algo agudo, tan característico de muchos frailes—: el libro registro de bautismos de maternidad cerrada, el libro registro de bautismos de maternidad abierta, y el libro registro de fallecimientos, que recoge las muertes de los bebés ocurridas en ambas maternidades, tanto la cerrada como la abierta. Veamos, pues.

El anciano padre suspiró con un gesto de captar paciencia.

—Desde su llamada solicitándome esta cita, hemos estado examinando profusamente estos libros, y en ninguno aparece anotación alguna con el nombre de Pedro García Azón, quien usted dice ser su hermano supuestamente fallecido.

—Entonces —intervino Luis—, eso significa que no fue bautizado ni falleció… ¿Cómo se explica?

—No lo sé, hijo —interrumpió con un gesto de cierta reprobación el sacerdote—. Y no me corte, que pierdo el hilo. Yo voy a decirles todo lo que sé, y luego ustedes pregunten.

Pilar y Luis se armaron de paciencia, y siguieron escuchando con interés las explicaciones del padre Pinto. Al menos se mostraba colaborador, de eso no cabía duda.

—Los niños nacidos en la maternidad cerrada —prosiguió el sacerdote— eran los que se habían entregado para su custodia y posterior entrega en adopción si así se daba el caso, y todos eran bautizados y anotados en el libro registro de bautismos de maternidad cerrada. En el libro de maternidad abierta solamente se registraban los bautizos de los niños no entregados a la institución y que se encontraban en inminente peligro de muerte, puesto que el resto lo bautizaba su familia en la parroquia de su domicilio o donde quisieran.

—Entonces, si Pedro hubiese fallecido al día siguiente a su nacimiento, necesariamente lo hubieran bautizado ustedes… —interrumpió Pilar.

—Sí, hija, así es. El bautismo es un sacramento de registro obligatorio.

Los hechos estaban bastante claros. El simple hecho de que Pedro no estuviese anotado en los libros de los que había hablado el padre Pinto sería circunstancia suficiente para poder afirmar sin temor a errar que el bebé no falleció en la Maternidad Provincial.

Habría resultado incomprensible en aquella época que el niño, nacido en una familia católica y con todo el personal hospitalario compuesto de religiosas, con un párroco atendiendo en exclusiva el registro de los bautismos y defunciones de la maternidad, no hubiese sido bautizado de haber estado en verdadero peligro de muerte. Si no ocurrió tal cosa, fue única y exclusivamente porque el bebé nunca estuvo enfermo ni falleció. Como afirmó tajante el sacerdote Pinto, el olvido o error en estos casos no había sucedido nunca.

Pilar y Luis abandonaron las dependencias de la parroquia cuando la tarde ya moría cansada, dejando reflejar los últimos rayos que acababan su viaje desde el lejano sol en los cristales de los vetustos y elegantes edificios del centro de Zaragoza.

Como un quiste maligno e imparable, los investigadores marcharon ese día a su casa con una idea cobrando fuerza en su interior, el convencimiento terrible de que efectivamente Pedro había sido robado, privando a madre y a su hermana de un amor que a ningún ser humano debía negársele: el amor incondicional de un miembro de la familia, de su misma sangre. Ahora Pilar sentía con fuerza cómo la llamada de esa sangre la empujaba a continuar su investigación para averiguar la verdad sobre la historia de su hermano robado.

Las investigaciones llevadas a cabo hasta mayo de 2006 le habían dado a Pilar el convencimiento de que su hermano Pedro estaba vivo, o al menos de que no había fallecido en la Maternidad Provincial de Zaragoza el 7 de abril de 1950, como de forma falsa constaba en el Registro Civil de la capital aragonesa.

De ahí a final de aquel año realizaron varias gestiones más, complementarias de las anteriores, con el ánimo de ratificar sus sospechas.

Conforme pasaba el tiempo, el corazón de Pilar se llenaba de una mezcla de sentimientos contradictorios. Tristes por un lado, al ratificar la veracidad del robo de su hermano, con el dolor que eso le había producido a su madre y a ella misma. Alegres por otro, ya que, muy pequeña primero pero aumentando a toda velocidad, crecía en ella la esperanza de ver algún día a su hermano Pedro, y poder transmitirle todo su amor y el de su pobre madre fallecida, Victoria.

Pilar rezaba cada noche con insistencia, pues era pese a todo una mujer muy creyente, para que Dios le diese fuerzas para tal fin. Estaba segura de que de alguna manera, el amor que Victoria quiso dar a su hijo pasaría a través de ella hasta hacer llorar de felicidad a Pedro, el ansiado día en que por fin se reencontrasen.

5

En septiembre de 2006, esta vez sin la compañía de Luis, que tuvo que acudir a una cita imprevista y urgente, Pilar visitó de nuevo el cementerio de Torrero, donde ya en el año 2000 comprobó que ningún Pedro García Azón había sido enterrado. Ahora quería de nuevo realizar dicha comprobación, y cerrar el círculo completo de la investigación que estaba llevando en esos momentos de forma tan profusa.

Era una tarde de las últimas del verano, y en las tierras aragonesas, un ligero frío esporádico, imprevisto y seco, avisaba ya de que se aproximaban la languidez del otoño y los rigores del invierno. La luz tenía ese extraño brillo intenso las postreras tardes estivales, y Pilar sintió esa paz tan profunda que notaba en cada una de sus visitas al camposanto. No era de extrañar, puesto que la mujer era una de esas personas que asocian los cementerios y su ambiente a lugares de relajación, sosiego y meditación, donde realmente se sienten en paz, y con una gratificante sensación de plenitud casi mística.

No le molestó, pues, la compañía de las almas de los muertos, entre las que sabía que no encontraría la de su hermano Pedro.

O al menos, eso esperaba.

Mientras aguardaba su turno para que la atendiese el encargado del archivo general del cementerio, que estaba realizando otras gestiones ineludibles, Pilar decidió dar un paseo por el camposanto, y disfrutar meditando en paz de esos minutos que tenía antes de proseguir con su investigación.

Quería aclarar sus ideas en aquel silencio, solo interrumpido por algún llanto discreto, el bufido de algún gato en celo o el suave mecer de los cipreses y álamos que daban sombra a los panteones negros y tumbas grises.

Todos los habitantes de un camposanto tienen algo que decir.

Las tumbas se convierten en libros abiertos donde es posible leer fabulosas vidas y conversar con fabulosos seres. Algunas de ellas fueron alzadas a conciencia y las hay que trascienden las puertas del cementerio. Son obras que responden a sus creadores. Y todos los que allí yacen son depositarios de su último recuerdo. Ese recuerdo puede ser de muchas formas: ostentoso, simple…, grandes artistas han esculpido para los habitantes del cementerio de Torrero.

Sin embargo, pensaba Pilar, la sima profunda de la muerte es inevitable, y aunque aquellas piedras de mármol y granito, bellamente esculpidas y erosionadas por la lluvia, el frío y el viento, regocijaban la vista de cualquier persona sensible amante del arte, poco podían hacer ya por la eternidad de sus propietarios, que en cualquier caso eran solo eternos al lado del Señor.

Tras gozar de su metafísico y artístico paseo, y tras despedirse en silencio de las almas de los muertos, de los cipreses y álamos, y de las piedras inertes pero llenas de mensajes misteriosos y mudos, se dirigió de nuevo a las oficinas del archivo del cementerio, donde ya la esperaba el encargado apurando con fruición un pitillo de Ducados.

—Buenas tardes, señora. Ándese con cuidadico, que ya refresca —dijo el hombre—. Y más aquí dentro, que parece que los muertos quieren llevarse el calor del sol, como si aún pudiesen disfrutar algo de él, los jodíos…

Triste comentario de un funcionario que debía atender a los compungidos familiares de los que allí iban a realizar su último reposo, pensó Pilar. El trabajo de ese hombre debía de haberle endurecido el alma, y un poco de cinismo no le vendría mal para sobrellevar su triste destino laboral.

—Verá, no vengo buscando ningún muerto —se explicó Pilar—, sino precisamente a comprobar que alguien sigue vivo, y que por tanto nunca ha entrado aquí. Simplemente, quiero que me explique cómo funcionan los registros de los difuntos a los que ustedes entierran, y si alguna vez ha sido inscrito mi hermano, Pedro García Azón.

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