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Authors: Enrique J. Vila Torres

Historias Robadas (2 page)

BOOK: Historias Robadas
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Aparte de excepcionales equivocaciones, que también las hay, en estos casos ocurre que esos hijos falsos han descubierto de cualquier forma irrefutable que no son hijos de los padres que constan como tales en sus partidas de nacimiento, y a partir de ahí ellos mismos se autoproclaman «adoptados», para entenderse.

Sin embargo, no podemos hablar de adopción. No la hay. En todo caso y para aclararnos, podríamos decir que son «adopciones falsas», porque fueron inscritos como hijos biológicos de mujeres que nunca estuvieron embarazadas, al menos de esos falsos hijos.

Partiendo de cálculos extraoficiales y muy aproximados según los cuales en España somos unos dos millones de adoptados vivos (sin contar la adopción internacional), y si contamos ese 15 por ciento de consultas de «falsas adopciones», podemos hacer un cálculo inicial de trescientos mil falsos adoptados en la Península, es decir, hijos que constan como biológicos en el Registro Civil de sus padres, cuando en realidad no lo son, y por supuesto no hay adopción de ningún tipo. Sencillamente, fueron inscritos como hijos falsos, y como es lógico, han vivido sus historias robadas con unos padres supuestos que en realidad no lo son.

Pero además, este cálculo de los afectados es también aleatorio y aproximado, pues he aplicado el 15 por ciento resultante de mi experiencia como letrado a los supuestos 2 millones de adoptados legales que hay en España… Sin embargo, ¿por qué no aplicar ese porcentaje a la totalidad de la población española (45 millones somos ya, creo), y no solo a los que verdaderamente son adoptados? ¿Qué lo impide?

Decidan ustedes mismos. A mí casi me da miedo pensarlo.

En cualquier caso, aunque hagamos el cálculo más prudente y nos quedemos con la cifra más baja, trescientas mil personas son muchas, y no hay forma alguna de constatar, con los papeles que obran en el Registro Civil, que esa situación ficticia pueda afectar a alguien.

¿Es usted uno de ellos?

Difícil saberlo. Para los que quieran imaginar y no sean muy hipocondriacos, estos son algunos de los indicios que he extraído de mi experiencia en estos casos, y que pueden hacer pensar que uno no es hijo de quien siempre ha creído.

A continuación los enumero. Si usted suma una mayoría de situaciones de las que ahora digo, empiece a dudar…

  1. Mantiene una diferencia de edad muy grande con sus padres, de cuarenta años o más. Los padres adoptaban o «compraban» a sus hijos cuando a cierta edad ya no podían tenerlos, después de haberlo intentado hasta una edad avanzada.
  2. Es hijo único. En caso de adopciones, y también en el de hijos falsos, lo normal era acoger solo a uno.
  3. En su partida literal de nacimiento no consta con claridad el hospital en el que nació, o consta incluso que ha nacido en un domicilio particular. Peor si es el propio domicilio paterno.
  4. Existen rumores sobre la incierta veracidad del embarazo de su madre, o sobre la posible enfermedad o esterilidad manifiesta de alguno de sus padres.
  5. Ha nacido en una ciudad distinta a la del domicilio en el que residían sus padres en el momento de su nacimiento, sin explicación razonable al respecto.
  6. No tiene fotos, cartas o cualquier otro documento que acredite el embarazo de su madre.
  7. Ha nacido en las décadas anteriores a la de los noventa del siglo pasado.
  8. Y por supuesto y de forma evidente, no guarda un parecido físico ni levemente aproximado con sus padres, abuelos o cualquier pariente. Obvia decir que cuanto mayor sea la diferencia física, más claro estará el asunto.

Como se imagina, tras más de diez años dedicándome a ayudar a mis amigos y clientes a encontrar a sus familiares biológicos, me costó creer lo que la experiencia en mi bufete me estaba enseñando.

Pero era cierto.

Por muy duro que me pareciese, poco a poco fui descubriendo con triste sorpresa que en España, desde la década de los cuarenta hasta bien entrados los ochenta del siglo
XX
, existía una brutal y despiadada trama de compraventa de bebés, que en la mayor parte de los casos eran arrancados con coacciones, mentiras o engaños a sus madres biológicas, para ser inscritos como hijos legítimos de mujeres que en realidad nunca habían estado embarazadas.

Como ya he dicho, no estamos hablando de adopciones, puesto que no las había: estamos hablando de apropiaciones de niños recién nacidos, de robos en muchos casos, para ser vendidos al igual que si fueran perros, gatos o cualquier otro animal de compañía, como simple mercancía, para satisfacer de manera ilegítima e inhumana las ansias de paternidad de unos cuantos, y la necesidad de llenar el bolsillo de otros muchos…

Estos casos son doblemente dolorosos. Por un lado, se separó a una madre de su hijo de forma no consentida, brutal e inhumana… Y por otro, unos desalmados se lucraron económicamente de este acto ilegal y bárbaro.

Aquí hay dolor. Y mucho.

Como quizá sepa, yo soy adoptado y ayudo a muchos como yo a buscar y encontrar sus orígenes. En esa búsqueda he conocido a múltiples madres y padres biológicos, que me han transmitido sus sentimientos y su dolor, sus sensaciones, sus recuerdos y sus anhelos, como recogí en mi primera novela,
Bastardos
. También traté en ella los sentimientos de los adoptados que buscamos, nuestro sueño de abrazar y encontrar a la mujer que nos trajo al mundo, y que tuvo la fuerza, el coraje, de mantener el embarazo para que pudiésemos ver la luz de este bello mundo.

No obstante, y como ya dije, en la mayoría de los casos nuestras madres biológicas «consintieron» esa entrega, más o menos forzadas o presionadas. Ese es otro tema; al menos supieron que sus hijos marchaban a otro hogar, a otra familia, y supieron que el recuerdo de la sangre que dejaban partir las acompañaría siempre en el dolor, en el corazón y en el recuerdo, con la ilusión oculta de que algún día reencontrarían a ese hijo que entonces dejaban marchar con el alma rota…

Aun así insisto en que en los casos de los niños robados, el dolor es doble y diferente porque en los casos que trato en esta novela, basados todos ellos en supuestos reales como aclaro en la nota introductoria de esta obra, las madres biológicas
en modo alguno
consienten la entrega de sus bebés, es decir, les es arrancado de una u otra manera, y siempre de forma ilegítima, el derecho y el placer de ser madres de sus hijos.

En unos casos, los bebés son separados de sus madres con brutales coacciones, incluso con la colaboración de familiares directos que luego las presionan para que no denuncien. En otros, quizá aún más duros, las mujeres que dan a luz creen que sus hijos han muerto, engañadas vilmente por los que intervinieron en el parto, por familiares, por auxiliares eclesiásticos, por su entorno en general, y el fruto de su vientre es entregado, en su ignorancia y evidentemente en contra de su voluntad, a otra familia de la que ya nunca sabrá.

En la mente de muchas de esas pobres mujeres, incluso hoy en día, esos bebés están muertos desde el instante en que nacieron. Su corazón está roto, las heridas en ocasiones cicatrizadas, pero en sus mentes, engañadas e ignorantes, un niño que para ellas nunca se hizo adulto puebla sus sueños de esperanzas e ilusiones incumplidas. Sin embargo, ese niño es ahora un hombre, y muchas veces vive asimismo en la ignorancia: nunca podrá siquiera intentar abrazar a la mujer que le trajo al mundo, creyéndose hijo de un padre y una madre que realmente no lo concibieron.

Dinero, necesidad, inmoralidad, falsa caridad, religión mal entendida… Motivos ruines que hacen que hoy en día unas trescientas mil personas en toda España se crean hijos de quien no lo son, sin ni siquiera poder iniciar una búsqueda de sus verdaderos orígenes.

Y también el motivo de que aún hoy por hoy, en pleno siglo
XXI
, muchas madres, con ojos ancianos que aún recuerdan a un bebé al que dieron a luz y creen muerto, acudan arrastrando su vejez, sus arrugas y su sabiduría a cientos de tumbas vacías, en las que creen que reposan sus hijos, para depositar esas flores fruto de su amor que llenarán el alma de un muerto que no existe.

Porque ese supuesto «muerto» respira el mismo aire que nos cubre a todos en esta bendita tierra, lejos de esa madre auténtica, lejos de esa tumba falsa, lejos posiblemente de la ciudad que fue su origen, ignorante también de que su vida no es la que cree tener.

Como en la anterior
Bastardos
, he tratado de ser realista, crudo en ocasiones y muy sentimental, puesto que lo que se narra es tan duro, tan increíble a veces que sin duda lo reclama. Y cómo no, todo cuanto se relata a continuación está basado en hechos absolutamente reales de los que sin duda habrá tenido noticias, y las seguirá teniendo, en los medios de comunicación, ya que la intención de los afectados por estos robos de niños —madres, hijos y familiares en general— es que las autoridades judiciales y administrativas investiguen estos hechos hasta esclarecer la verdad. Esa verdad que ahora les cuento sin más disfraz que el que impone mi obligación de secreto profesional.

Sus vidas son vidas robadas.

Y estas son algunas de sus historias.

I. El origen del mal
[1]

Recién terminada la guerra civil española se gestó, por razones exclusivamente políticas, el germen o el origen de lo que más tarde se convertiría en un negocio de compraventa de bebés que ha durado hasta bien entrada la década de los años ochenta del siglo
XX
.

Victorioso el régimen fascista del general Franco, uno de los objetivos del nuevo régimen dictatorial fue depurar la raza española de las nefastas influencias para la patria que tenían los ciudadanos de izquierdas, comunistas y republicanos, considerados entonces poco menos que un estrato inferior e impuro en la escala evolutiva. Muchos de esos disidentes de la política de Franco se encontraban en cárceles como presos políticos, en condiciones infrahumanas.

El 30 de marzo de 1940, una orden del Ministerio de Justicia estableció que «las presas tendrán derecho a amamantar a sus hijos y tenerlos en su compañía en las prisiones hasta que cumplan la edad de tres años». La disposición sobre la lactancia y la reducción de pena que la acompañaba autorizaba también una supuesta sobrealimentación de la madre. Esta medida, desmentida en los relatos de las reclusas, era muy propia de la retórica material del régimen. Con aquella orden sobre la edad de permanencia en la cárcel con las madres, empezó el desalojo legal de los niños de las presas: «Desaparecían sin saber cómo. Desaparecen y tú no sabes, la madre desde la cárcel no puede saber por qué ha desaparecido su hijo, ni cómo, ni dónde. Se lo han llevado y se acabó».

Sucedió en Saturrarán un día de 1944. Funcionarias y religiosas ordenaron a las reclusas, sin previo aviso, que entregaran inmediatamente a sus hijos. Parece ser que hubo un tumulto considerable, palizas y otros castigos porque las madres se negaron. T. M. tenía cuatro años y «solo recuerdo estar siempre con mi madre. Solo nos separaron una vez, pero fue para siempre». Los cogieron y los hicieron subir a un tren. Alguien con poder y desde un despacho gubernamental había ordenado que partiera una expedición infantil hacia un destino desconocido para los pasajeros y sus madres. Un tren cargado de hijos de reclusas no es un hecho banal, accidental; era una empresa que exigía una decisión política y un apoyo logístico suficiente: organizar horarios, controlar pasos a nivel, cruces, movilizar soldados… Sobre todo exigía saber qué hacer con los viajeros a su llegada a destino.

En el expediente de uno de esos niños, M. C. S., consta la anotación fatídica «Destacamento hospicio». Había ingresado junto con su madre en la cárcel de Las Ventas cuando tenía cuatro meses de edad. Pasaron por Durango y después por Saturrarán. Allí las separaron y pudieron reencontrarse porque la hija no llegó a ingresar en el hospicio debido a una intervención familiar. Era una peripecia posible. Muchos otros acabaron de forma distinta, porque no tenían familia o estaba toda ella presa. Se los llevaban a donde fuera, de un sitio a otro, imponiéndoles distintos apellidos.

La orden del 30 de marzo de 1940 abrió el camino a las deportaciones infantiles desde las cárceles hacia el ámbito tutelar creado por el Estado franquista, con la función de «combatir la propensión degenerativa de los muchachos criados en ambientes republicanos», según escribió en 1941 el psicólogo Vallejo-Nágera, totalmente afín al régimen fascista, aconsejando como el mejor destino para aquellos pequeños la red asistencial falangista o católica, a fin de garantizar «una exaltación de las cualidades biopsíquicas raciales y la eliminación de los factores ambientales que en el curso de las generaciones conducen a la degeneración del biotopo».

La intención política de la apropiación de los hijos de los encarcelados y represaliados era una evidencia en la propaganda del régimen. Si bien presentada de forma menos brutal que en los textos de Vallejo-Nágera, la idea era la misma. Al menos eso es lo que puede deducirse de la declaración del Patronato de la Merced para la Redención de Penas por el Trabajo a mediados de 1944: «Miles y miles de niños han sido arrancados de la miseria material y moral; miles y miles de padres de esos mismos niños, distanciados políticamente del Nuevo Estado Español, se van acercando a él agradecidos a esta trascendental obra de protección».

El resultado fue que, en 1942, 9050 niños con sus padres o madres en la cárcel estaban tutelados por el Estado en escuelas religiosas y establecimientos públicos. Al año siguiente, el número de hijos de reclusos ingresados bajo la tutela del Estado ascendió a 12 042. La voluntad de control religioso, sobre todo en el caso de las niñas, era una evidencia, y los conflictos humanos que de esta situación se derivaron también. Algunos se negaron a volver a ver a sus padres o parientes y tomaron los hábitos de las órdenes religiosas que los acogieron, con el fin de redimir los pecados presuntamente cometidos por aquellos. Como transcribe la autora Consuelo García: «Y a su niña se la quitaron y se la llevaron a un colegio de monjas. Entonces esta mujer escribe continuamente a su niña desde la cárcel hablándole de su papá. Que su papá es bueno, que recuerde a su papá. Y ya llega un momento en el que la niña le escribe: “Mamá, voy a desengañarte, no me hables de papá, ya sé que mi padre era un criminal. Voy a tomar los hábitos como monja. He renunciado a padre y madre, no me escribas más. Ya no quiero saber más de mi padre”».
[2]

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