Authors: Enrique J. Vila Torres
La tarde moría, y por los ventanales que daban a la hermosa calle Alfonso I podía observarse cómo el reino de las sombras se comía poco a poco a los viandantes.
En las mentes de los allí reunidos, todo empezaba a cuadrar.
Niños por dinero. Beneficio puro.
Quitaban niños a los desgraciados de la sociedad, o a los bendecidos con más de un hijo en un solo parto, y lo entregaban a pobres padres piadosos, a los que hacían felices. No estaba mal pensado. Pero ¿sería seguro? ¿Funcionaría sin riesgos? Como queriendo erradicar esta última duda de las mentes de sus amigos, Idelfonso concluyó la reunión con una sorpresa.
El letrado llamó por el intercomunicador a su secretaria, y le indicó que pasasen sus últimos invitados a la reunión. Al instante, un matrimonio que ya sobrepasaría de largo los cuarenta, elegantemente vestido, entró en el despacho con cierta timidez y una educada sonrisa en los labios. La madre portaba entre los brazos a un bebé de aproximadamente un año, cubierto por una delicada toquilla.
—Señores —sonrió triunfal don Idelfonso dirigiéndose a sus amigos—, les presento a don Romualdo L. M. y doña Genoveva N. Ñ., unos buenos amigos… Y a su hijo Pedrito L. N.
Hizo una estudiada y teatral pausa en su presentación, mientras los ojos de los otros hombres escudriñaban algo asombrados al nuevo trío.
—Pedrito nació el pasado 6 de abril en la maternidad de esta misma ciudad. Se le dio por muerto, pero es un bebé sano, fuerte y me dicen que muy glotón. —Miró sonriente a la algo avergonzada madre falsa—. Ahora está inscrito como hijo legítimo de esta encantadora pareja, y vive feliz con su nueva familia. Y señores —acabó saboreando cada una de sus palabras el infame hombre—, es la viva imagen, aunque ahora dormidito, de que nuestra red funciona a las mil maravillas. Ahora, amigos, a disfrutar de la vida. Enhorabuena y bienvenidos a nuestro
negocio
.
Una ráfaga de aire sopló entonces con fuerza y rabia tras los ventanales del despacho, como si el dolor que a pocas calles de distancia seguía vivamente incrustado en el corazón de Victoria, la triste madre biológica de ese bebé, quisiera transformado en viento gritar de alguna manera a aquellos hombres el odio que sentía por ellos.
Para Victoria Azón Pérez, la fecha del 6 de abril de 1950 tuvo un sabor agridulce: le endulzó la vida sentir la tersa y suave piel de su hija Pilar, que acababa de nacer en su parto de mellizos hacía pocos minutos; y la llenó de dolor y tristeza saber que su hijo, al que pensaba llamar Pedro, había muerto a los pocos minutos del parto.
El alumbramiento tuvo lugar en la Maternidad Provincial de Zaragoza. Ella había estado en una de sus habitaciones conveniente y permanentemente arropada por sus familiares, y atendida a la perfección por los auxiliares del hospital público.
Esa mañana de primavera, Victoria y su esposo Gonzalo se miraban cogidos de la mano, sonrientes, felices al saber que por fin iba a llegar ese hijo tan deseado, el primogénito, fruto de la pasión desatada unos meses antes en su plácido viaje de novios a la isla de Palma de Mallorca.
Él provenía de una familia pudiente, que había medrado en el sector vitivinícola. Poseedora de amplios viñedos y dos grandes bodegas, comercializaban con éxito por toda España y ya hacía casi un siglo sus propias marcas de caldos tintos y blancos. La guerra civil y sus desastres no habían afectado demasiado a sus plantaciones, pues por suerte las cruentas batallas que habían tenido lugar en Teruel, bastante más al sur en la región aragonesa, habían quedado muy lejos de donde se ubicaban sus tierras pardas y añejas vides, situadas en una extensa zona bordeando la carretera de Aguarón, en la región zaragozana de Cariñena.
Obviamente, la economía familiar se había resentido, pues durante la contienda la actividad comercial quedó reducida a mínimos, pero al ser sus caldos de calidad y al tiempo ajustados sus precios a una economía media o incluso humilde, en cuanto finalizó la guerra recuperaron el tiempo perdido. Gracias a eso, Victoria y Gonzalo —que contrajeron matrimonio en la basílica del Pilar de Zaragoza a los pocos años de terminar la contienda— pudieron permitirse un viaje de luna de miel, para muchos un auténtico lujo en la época, y más tras el sangrado que había supuesto la guerra civil.
Allí, en la habitación de la maternidad, aún recordaba el matrimonio las horas pasadas a la orilla del Mediterráneo, plácidas y tranquilas, mientras la brisa del mar borraba de sus pieles el recuerdo amargo de la guerra, y consolidaba esos lazos de amor que perduraron hasta que la muerte los separó, muchos años más tarde. En esa isla que para ellos fue de amor concibieron a sus hijos, Pilar y Pedro, que correrían suertes dispares y dramáticas y que con tanta fuerza marcarían de forma indeleble el destino y fin de su existencia.
Perdieron la historia de uno de sus hijos, robada como la de tantos otros para el lucro de unos pocos, y eso también ha hecho cambiar la historia de su vida, de su amor, y de sus sentimientos.
La noche, pues, de ese 6 de abril, poco antes de las doce, llegó el parto. Victoria sufrió los dolores habituales, y tras no demasiado tiempo, dio a luz a Pilar, que vino al mundo gritando desconsoladamente, rasgando con sus intensos berridos la paz que hasta el momento había reinado en la noche.
A los pocos segundos, cuando creía que ya había cumplido como madre y pensaba que la dejarían descansar, la mujer dio un respingo. Tal y como le confirmó la matrona, no podía relajarse, pues venía otro niño.
El parto iba a ser gemelar.
Mientras seguía haciendo fuerza, a la mente de Victoria vino una sensación de inmensa alegría. Dos hijos. Felicidad multiplicada, y de un solo golpe. El segundo fue un chico, le dijeron. Al contrario que la niña, a la que de inmediato acunaron en sus brazos para que la pudiera disfrutar, apenas pudo ver unos segundos a su hijo varón; se lo llevaron rápidamente a la incubadora, dijeron. Parecía que habían surgido problemas con su salud.
—No se preocupe, señora —le dijo la tranquilizadora voz de una religiosa que desempeñaba las labores de enfermera—. Es solo por precaución. Disfrute mientras de su preciosa hija, que nosotros ponemos a salvo a su varón. ¡Qué suerte, parejita! Su marido estará encantado. Ahora descanse, ya terminó todo.
—Por favor —acertó a decir Victoria medio adormilada por la anestesia y el cansancio—, avise a mi esposo de que ha habido complicaciones con el niño. Él está fuera, los acompañará y velará por él. Hágame el favor, madre…
—Sí, sí, hija, descuide —contestó con un mohín de impaciencia la monja—, todo estará bien. Ahora descanse y disfrute de su hijita, insisto…
Victoria quedó tranquila. Los médicos y enfermeras del hospital parecían buenas personas, y sobre todo muy profesionales. Asustada como estaba por ser madre primeriza, lo cierto es que había sido mucho menos traumático de lo que ella esperaba, incluso pese a que habían llegado dos a la vez.
Entre cavilaciones, pasaron los minutos y las horas: ¿estaría bien su hijo?, ¿sería grave esa complicación inesperada?… Exhausta, tras recibir la visita de su esposo, que la abrazó dulcemente y la consoló, cayó agotada en un sueño turbio y oscuro, en el que extrañas pesadillas aceleraron los latidos de su corazón, llevándola a sueños premonitorios, llenos de terror.
Pese a lo inquieto de su descanso nocturno, no despertó hasta que a la mañana siguiente su esposo la zarandeó. Nada más abrir los ojos y ver su cara, Victoria tuvo la certeza de que lo peor había ocurrido.
—Mi vida, no ha podido ser —dijo el padre con los ojos vidriosos—. El niño no lo ha superado. «Debilidad congénita», me ha dicho el doctor. Ha muerto esta madrugada, el pobrecito, pero me han asegurado que han hecho todo lo posible por él, y no debe de haber sufrido mucho la criaturita…
—¡No, no, no…! Oh, no puede ser, Gonzalo… —dijo compungida Victoria—. No puede pasarnos esto a nosotros. Nuestro hijo…
—Vamos, mujer —intentó consolar el esposo—. No te pongas así. Es normal que estés mal, pero piensa que tenemos a Pilarcita. Es bellísima… Mira, está aquí, en la cuna, a tu lado… Mírala… Si se parece a ti… Es tan buena. No ha llorado en toda la noche, y solo con unas horas de vida.
La mujer se incorporó sobre la cama. Pidió que el marido le entregase a su pequeña. Era cierto, esa niña era preciosa… En esos momentos, Victoria sentía algo extraño en su boca, trasluciendo lo que sentía sin duda su corazón. Era justo un sabor agridulce, amargo por las lágrimas que se agolpaban en su garganta tras la muerte de Pedrito, y dulce por el olor a bebé y alegría que irradiaba su hija Pilar, a la que abrazaba tiernamente en su regazo.
Qué día de felicidad y tristeza.
Nunca pensó que sentimientos tan intensos se pudieran fundir inseparables en un mismo momento, creando esa tormenta sin sentido en su interior, en la que furiosas fuerzas de felicidad y tristeza pugnaban embravecidas para apoderarse de su corazón.
Llorando y riendo al mismo tiempo, los esposos se consolaron junto a su hija Pilar, intentando olvidar el dolor que les había causado la muerte del otro mellizo, Pedro, y sin indagar en las causas de la misma, obnubilados como estaban por el acontecimiento doloroso que estaban padeciendo.
Con el paso de los años, no obstante, se aferró en el corazón de la madre la certeza de que algo raro había pasado esa noche del 6 de abril de 1950.
Su esposo, de carácter algo más indolente que el suyo, dócil y bondadoso, no cedió a su insistencia de que indagase sobre la muerte de Pedro, achacando a los nervios y la tristeza de Victoria esa sensación que decía tener de que su hijo «no había muerto». No se aclararon las circunstancias de la muerte, no hubo parte de defunción ni explicaciones de los médicos, ni siquiera pudieron ver el cadáver del bebé.
El matrimonio, roto de dolor pero intentando apagar el mismo centrando sus sentidos en el amor que profesaban a la niña viva que estaba a su lado, dejó pasar las cosas sin preguntar demasiado. ¿Por qué poner en duda la seriedad, honestidad y profesionalidad de unos médicos y una institución que no tenían por qué cuestionar?, se preguntaba Gonzalo. Y aun así, la sangre y su misteriosa llamada, como si de un secreto vínculo se tratase, parecía avisar a la madre de que su hijo seguía vivo.
Cuando muchos años más tarde, en una fría noche de invierno de 1968, Victoria confesó sus sospechas a su hija Pilar, ya próxima su mayoría de edad, la chica sintió una fría punzada en su corazón, un pálpito misterioso, y de inmediato tuvo la certeza de que los temores de su madre eran fundados: su hermano Pedro seguía vivo.
A partir de ese instante y hasta la actualidad, Victoria y Pilar, madre e hija, y en menor medida el padre, han estado convencidos de la supervivencia de Pedro, y han realizado una importante labor de investigación con la intención de llegar a la verdad de los hechos. Dicha investigación, hasta ahora inconclusa, ha ratificado, como veremos, punto por punto las sospechas de Victoria.
Y esa historia robada que está llevando su hijo y su hermano, ausente de ellos, ajeno a su verdad, les rompe el alma en su recuerdo: segundo a segundo el tiempo separa sus caminos, cada vez más lejos, cada vez más imposible el encuentro, mientras la muerte se aproxima con el paso de los años, impasible, para algún día hacerse reina con su victoria en una separación ya irremediable.
La labor de investigación de los hechos supuestos que corrompían el ánimo de Pilar fue meticulosa. Ayudada por un grupo de detectives de confianza, la hermana del desaparecido —que siempre había deseado estudiar criminología y era muy aficionada a la novela negra y policial— inició las pesquisas que llevarían definitivamente a concluir que su hermano Pedro (así le gustaba llamarle, aunque nunca se le llegó a imponer oficialmente dicho nombre) estaba vivo, escribiendo la historia de su vida muy lejos de ella y de sus padres.
Estas labores de investigación las realizó muchos años después del nacimiento de ambos. Esperó, sin saber muy bien por qué, al fallecimiento de su madre, Victoria, que ya anciana en el lecho de muerte rogó con ojos llorosos a Pilar que hiciera todo lo posible por descubrir la verdad que durante toda la vida le había sido esquiva: que no dejase que el olvido enterrase su certeza de que le habían robado vilmente a un hijo.
Dos días antes del fallecimiento de la pobre mujer en el año 2004, Pilar aseguró a su madre que haría todo lo posible por esclarecer la verdad. Lo cierto es que ella era la primera que ansiaba, si es que como parecía estaba vivo, abrazar y besar a su hermano, al que tanto añoraba.
Y le juró que trasladaría en su corazón, también, todo el amor que la madre nunca había podido darle. No dejaría que ese amor materno, tan puro y tan triste al no haber podido ser dado, se fuese a la tumba de la anciana.
Lo recogería dentro de sus venas, como si de un fluido palpable y denso se tratase, y al encontrar a su hermano Pedro, Dios lo quisiera, lo vertería dentro de él para que el hombre sintiese en su corazón el amor de su difunta y desconocida madre biológica, Victoria.
Pilar fue recopilando a lo largo de su vida una serie de indicios que se agolpaban de forma estructurada en su mente, constatados más tarde tras su investigación meticulosa, y que desde siempre le habían hecho intuir la falsedad de la muerte de Pedro. Estos hechos sospechosos los había ido conociendo poco a poco, comentados por sus padres o en distintas indagaciones esporádicas, para ser luego corroborados en una postrera investigación más exhaustiva.
Durante varios años trabajó intensamente a partir de tales indicios, que parecían indicar de forma bastante clara que Pedro no había fallecido, para ratificar cada una de dichas pruebas o hipótesis. Lo hizo contando con la ayuda de un despacho de detectives amigos de su padre, y especialmente muy en colaboración con uno de ellos, Luis, que se implicó en cuerpo y alma en el asunto, dado que él mismo tenía un hijo adoptado y consideraba que los casos en los que se habían producido robos de bebés eran sangrantes, y en absoluto justificados, pues para tener hijos en tales casos ya estaba reglamentado de forma legal el proceso de adopción.
Meticulosos y constantes, Luis y Pilar llegaron al absoluto convencimiento de que Pedro no murió tal y como constaba en el Registro Civil de Zaragoza, sino que fue hurtado con engaños a la familia para posiblemente entregarlo a otros padres falsos que lo inscribieron como hijo biológico propio.