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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (73 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Un diluvio de telegramas y mensajes de felicitación inundó Birla House. Los periódicos del mundo entero rendían homenaje a su triunfo. «El misterio y el poder de un frágil anciano de setenta y ocho años conmueven al mundo y le dan una nueva esperanza» —tituló el
News Chronicle
de Londres—. Gandhi —añadía el periódico— «ha manifestado un poderío que puede tornarse superior al de la bomba atómica y que Occidente debe considerar con envidia y esperanza». El
Times
de Londres, que no siempre había figurado entre sus admiradores, reconoció que «nunca había estado más totalmente justificado el valeroso idealismo del señor Gandhi», y el
Manchester Guardian
subrayó que «quizá fuera un político entre los santos, pero que no por ello dejaba de ser un santo entre los políticos». «El dulce Gandhi se afirma una vez más como el mayor rebelde de nuestro tiempo», comentó
Le Monde
. En los Estados Unidos, el
Washington Post
observó que «la oleada de alivio» que conmovía al mundo ante la noticia de la salvación de su vida daba «la medida de la santidad que le aureolaba». La Prensa egipcia glorificó a «este noble hijo del Oriente que consagraba su vida a la causa de la paz, de la tolerancia y la fraternidad», y los periódicos de Indonesia vieron en sus éxitos «la aurora de la liberación para toda Asia».

Estos elogios no dejaron indiferentes al huésped de Birla House. Aunque este lunes, 19 de enero, fuese su día de silencio semanal, el Mahatma dio muestras de una alegría maliciosa y comunicativa. A la desesperación de la semana anterior sucedió una euforia casi mística, la convicción de que se abrían ahora horizontes inmensos ante el profeta de la India y su doctrina de la no violencia.

Gandhi continuaba, no obstante afectado de gran debilidad y sólo podía ingerir líquidos o un poco de papilla de cebada con azúcar. El primer signo tranquilizador apareció en el cotidiano rito de pesarse. Su pérdida de quinientos gramos aportaba, paradójicamente, la mejor noticia para sus allegados: sus riñones funcionaban de nuevo normalmente. Una vez más, la desconcertante e indomable «Gran Alma» de la India emergía de entre las garras del destino.

En el momento en que Gandhi se sometía al veredicto de la báscula, seis hombres se deslizaban sigilosamente por un seto. Antes de fijar el Día D, el desarrollo y el lugar exacto de su crimen, Nathuram Godsé quería probar sus dos revólveres. El lugar elegido para este ensayo era un terreno inculto y despejado situado tras las torres neohindúes del gran templo ofrecido por la familia Birla a los fieles de Nueva Delhi.

Gopal Godsé, el joven hermano de Nathuram, sacó de su cinturón el «7,63» comprado en Poona por doscientas rupias. Lo cargó, eligió un árbol, retrocedió unos ocho metros, apuntó y apretó el gatillo. No salió ningún disparo. Sacudió el revólver, maniobró en la culata, apretó de nuevo del gatillo. En vano.

El falso
sadhu
Badgé empuño entonces su revólver y disparó. Sonó una detonación. Se precipitaron todos hacia el árbol para localizar el impacto. No había ninguno: la bala había caído entre el tirador y el árbol. Badgé volvió a cargar el arma y disparó de nuevo. Esta vez, la bala fue a perderse en la vegetación. De cinco balas, ninguna alcanzó el blanco. Su arma no servía más que para hacer ruido.

¡Consternador descubrimiento! Estaban todos dispuestos a sacrificar sus vidas, pero no poseían un revólver para matar a Gandhi.

La visita más importante que recibió Gandhi tras haber puesto fin a su ayuno fue la del industrial de Bombay a quien había enviado a Karachi con la misión de preparar su viaje al Pakistán. Mientras el viejo hindú sufría su agonía, Jehangir Patel llevaba a cabo negociaciones secretas con Jinnah para la realización de este proyecto que cada día parecía más aleatorio. La primera reacción de Jinnah había sido más bien hostil. Conservaba intacta su desconfianza hacia el hombre cuyas maniobras políticas le habían obligado en el pasado a abandonar las filas del Congreso. Además, su suspicacia casi enfermiza respecto a las intenciones del Gobierno indio le hacía temer alguna maquinación en la proposición de quien un día había calificado como «peligroso zorro hindú».

La decisión de la India de entregar la suma que con tanta urgencia necesitaba, la creciente conciencia, entre sus compatriotas, de que, después de todo, Gandhi se estaba sacrificando por la causa de sus hermanos musulmanes, acabaron por suavizar la postura del jefe del Pakistán. Sin haber conquistado realmente su corazón, la huelga de hambre del Mahatma le había abierto las puertas del Pakistán. El día en que finalizó, Jinnah anunció que aceptaba recibir a su viejo adversario político sobre el suelo de su nueva patria.

Este acuerdo inyectó un nuevo vigor al profeta del amor. Otorgaba de pronto un sentido suplementario a su existencia. Iba a poder difundir su doctrina de la no violencia más allá de los límites de la India. Si el subcontinente indio había perdido su unidad física, aún podía luchar por darle una unidad espiritual. Hacía semanas que preparaba su entrada en el Pakistán. El viaje en barco de Bombay a Karachi recomendado por Jinnah era demasiado vulgar para su gusto por lo espectacular. Gandhi quería encontrar el medio de impresionar la imaginación de todos.

Había cruzado la frontera del Transvaal, pastor a la cabeza de su rebaño de oprimidos; caminado hasta el mar para coger un puñado de sal; visitado centenares de aldeas predicando la fraternidad, la no violencia y las reglas de la higiene. Iría al país de Jinnah de la misma manera: a pie, a través de la martirizada tierra del Penjab, por los mismos caminos del éxodo, allí donde habían sufrido y perecido tantos de sus compatriotas.

Mas, por el momento, sus piernas ni siquiera podían llevarle hasta el otro extremo del césped de Birla House. Era la hora de su cita más sagrada, su diario contacto con sus hermanos para la oración de la tarde. Rechazando las protestas de sus íntimos, que le consideraban demasiado débil, exigió ser llevado hasta su estrado habitual.

Sentado en una improvisada silla de manos, Gandhi pasó por entre la multitud a hombros de sus discípulos, verdadero potentado oriental, con las manos juntas en signo de
namaste
, saludando con la cabeza al pueblo ávido de obtener un nuevo
darsan
con su resucitado profeta. Los fieles siguieron con respeto y gratitud el lento caminar de la pequeña procesión por el sendero bordeado de buganvillas que conducía a la plataforma desde la que, una semana antes, había anunciado su decisión de ayunar hasta la muerte. Pero no todas las miradas brillaban con igual veneración. Dispersos entre los presentes, tres asesinos esperaban con ojos completamente distintos.

Era la primera vez en su vida que el joven Gopal Godsé se encontraba en presencia del Mahatma. Verlo cerca de él no le causó ninguna emoción particular. No experimentó ningún odio, viendo en él solamente a «un esmirriado viejecillo». «Matarle —diría más tarde— se me aparecía como un acto impersonal. Ejercía una mala influencia: era preciso suprimirlo».

El interés del joven se concentró más en los numerosos policías de paisano que advirtió mezclados con los fieles. Al salir de Birla House, vio una metralleta sobre la mesa de la tienda de la Policía instalada junto a la puerta de entrada. «Tendremos muy pocas probabilidades de escapar», pensó.

Una hora más tarde, asegurándose de que nadie les seguía, los conjurados se deslizaron en el interior de la habitación número 40 del hotel «Marina» en que se habían hospedado Nathuram Godsé y su socio Apté bajo nombres falsos.

—Ha llegado el momento de tomar una decisión —anunció Apté.

De su primer reconocimiento practicado en Birla House, regresaba convencido de que sólo existía un momento en la jornada de Gandhi en que éste fuese verdaderamente vulnerable. Le matarían, pues, a las cinco de la tarde del día siguiente, martes, 20 de enero, durante su oración pública.

Poco después de las nueve de la mañana de ese martes 20 de enero, un taxi se detuvo ante la puerta de servicio de Birla House, situada al otro lado de la villa y del amplio jardín. Sus dos pasajeros penetraron en el interior del recinto sin encontrar a nadie. Se hallaron en un pequeño patio bordeado por una alargada edificación de una sola planta dividida en varias habitaciones donde vivían los criados.

Rodeando el edificio, salieron al jardín. Había que subir cuatro escalones para llegar a la extensión de césped a cuyo fondo se elevaba el cenador que cobijaba el estrado donde se situaba Gandhi. El lugar estaba desierto, y la hierba brillante todavía de rocío. Narayán Apté y el falso
sadhu
Digambar Badgé se sintieron tranquilos. Podían observar el terreno sin ningún cuidado. Estudiando mentalmente el itinerario habitual de Gandhi, Apté advirtió que la pequeña plataforma se hallaba adosada al alojamiento de los criados. Los tragaluces de todas las habitaciones daban sobre el césped. Una de ellas, incluso, se abría justamente en el eje del micrófono instalado sobre la esterilla de paja. De un vistazo, Apté calculó la distancia que le separaba del lugar que ocuparía Gandhi: menos de tres metros. Este descubrimiento fue para él una iluminación. El plan del asesinato se ordenó instantáneamente en su cabeza. Le bastaría situar a Badgé en el hueco de este tragaluz. El blanco sería tan fácil de alcanzar que ni aun con su arcaico revólver podría fallar. Para más seguridad, Apté decidió situar también a Gopal Godsé en el mismo lugar, con la misión de apoyar los disparos de Badgé con un lanzamiento de granadas. Terminado su trabajo, los dos hombres no tendrían más que huir por la puerta de servicio, invisible desde el césped.

Faltaba por identificar la vivienda que daba acceso a este tragaluz. Era, contó Apté, la tercera empezando por la izquierda. Satisfechos, los dos fanáticos regresaron a su taxi. Antes de ocho horas, predijo Apté a su cómplice, Gandhi caería fulminado.

Cinco hombres contemplaban fascinados el movimiento de los dedos del falso
sadhu
. Sentado sobre los talones, en el cuarto de baño de la habitación del hotel, Digambar Badgé introducía con precaución los detonadores en el interior de la bomba que los conjurados habían previsto hacer estallar para garantizar la comisión de su asesinato.

—Badgé, ocúpate de que todo funcione correctamente —murmuró Nathuram Godsé, con el rostro blanco como el papel—, es nuestra única oportunidad.

Cuando hubo terminado sus preparativos, Badgé cortó un trozo de mecha y lo encendió después de haber pedido a Apté que calculara la velocidad de combustión con el segundero de su reloj. Pero estos fanáticos que se disponían a cometer el crimen del siglo no eran más que unos pobres aprendices de terroristas. El cordón se consumió en un surtidor de chispas y una humareda tal que estuvieron a punto de morir asfixiados todos.

Vuelta la calma, se agruparon de nuevo en la habitación alrededor de Apté, que debía asignar a cada uno su papel. El principal conjurado, Nathuram Godsé, no participaba en la discusión: presa de una de sus jaquecas fulminantes, gemía postrado en el lecho. Apté describió los terrenos observados por la mañana. Madanlal colocaría en seguida la bomba al pie del muro de separación, un poco apartado del césped donde estaba la multitud. Karkaré se deslizaría entre los fieles para situarse frente a Gandhi, lo más cerca posible tras las filas de mujeres. Nathuram Godsé y él, Apté, se quedarían en los bordes de la multitud, en lugares desde los que pudieran ver a sus cómplices y ser vistos por ellos.

Correspondía a los dos
peswa
, los «guías», el honor de coordinar toda la operación. En cuanto viese a su joven hermano Gopal y a Badgé dispuesto a hacer fuego desde su tragaluz, Nathuram prevendría a Apté con un movimiento de la mano. A su vez, Apté haría seña a Madanlal para que encendiera la mecha de la bomba. La explosión daría la señal del ataque general, al tiempo que sembraría el pánico entre los concurrentes. Badgé descargaría entonces su revólver en la nuca del Mahatma, mientras que Gopal Godsé lanzaría una granada sobre el estrado. A fin de no dejar a su víctima ninguna posibilidad de salvarse, Karkaré arrojaría también una granada contra Gandhi.

Apté reconoció que esta forma de proceder causaría la pérdida de vidas inocentes. Era inevitable. La India debía aceptar pagar ese precio por «la muerte del hombre responsable de la matanza de centenares de miles de hindúes en el Penjab».

Nathuram Godsé continuaba gimiendo en su lecho. Una insoportable tensión comenzaba a reinar en la habitación. Como medida de precaución, los conjurados decidieron modificar su aspecto exterior. Apté, el elegante aficionado a los trajes bien cortados, se puso un humilde
dothi
. Karkaré se ennegreció las cejas y se aplicó un
tilak
rojo sobre la frente. Madanlal Pahwa se puso el nuevo traje de tela de gabardina azul que había comprado en Bombay: el refugiado del Penjab iría vestido como un
gentleman
para acudir a su cita con la celebridad predicha por los astrólogos. Era la primera vez que llevaba chaqueta y corbata.

A medida que se aproximaba la Hora H, se hacía más pesado el silencio sobre los seis hombres. Emergiendo de su jaqueca, Nathuram Godsé decidió que debían compartir una última libación. Llamó al camarero y pidió café para todos. Cuando finalizó este pequeño rito, había llegado el momento de partir. Nathuram Godsé, Madanlal y Karkaré lo hicieron los primeros, espaciando su salida en
tonga
para dirigirse por separado a Birla House. Diez minutos más tarde, Apté y los demás bajaron, a su vez, para reunirse en taxi con sus camaradas. En lugar de tomar el primer coche, Apté experimentó la necesidad, en este instante vital, de regatear el precio del viaje de ida y vuelta con todos los taxistas de Connaught Circus. Eligió finalmente un «Chevrolet» verde, matrícula PBF 671, que encontró delante del cine «Regal». Eran las cuatro y cuarto de la tarde. Su regateo le había hecho ahorrarse una rupia.

Gandhi continuaba demasiado débil para que sus piernas le llevaran hasta el lugar de su oración pública. Como el día anterior, fue preciso sentarle en una silla de manos. Entre los fieles que, con las manos juntas, inclinaban respetuosamente la cabeza a su paso, se encontraba Madanlal Pahwa. Su bomba estaba colocada, al pie del muro, oculta bajo una mata de hierbas. Juntando también él sus manos, saludó con respeto al hombre a quien se disponía a matar. No había visto nunca a Gandhi. Pero no era la imagen del Mahatma lo que él tenía ante los ojos, sino, solamente, la de su padre herido en el hospital de Ferozepore. «Gandhi era mi enemigo, y le miré con los ojos del odio», recordaría más tarde.

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