Read Esta noche, la libertad Online
Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins
Anunció su intención de regresar lo antes posible a Birla House. Esta vez, solamente le acompañarían dos cómplices para ayudarle en sus preparativos. Propuso a Apté y Karkaré que formaran con él una nueva
Trimurti
, una trinidad vengadora, a imagen de la trinidad sagrada de la tierra, el agua y el fuego, de Visnú, Brahma y Siva, uno de los fundamentos de la religión hindú. Pero el asesinato, recalcó, lo realizaría él solo.
Una vez más, se planteaba un problema fundamental. ¿Qué arma utilizaría Nathuram para ser el brazo de la venganza? Ante todo se imponía la búsqueda de un buen revólver. Mientras Karkaré tomaba inmediatamente el tren para Nueva Delhi, él y Apté intentarían encontrar en Bombay ese revólver antes de irse en avión a la capital. En ella se reunirían los tres lo antes posible. Nathuram fijó como punto de cita la fuente existente ante la estación de la Vieja Delhi. Karkaré debería acudir allí todos los días a las doce de la mañana.
Antes de separarse, Nathuram Godsé concluyó:
—Debemos actuar con rapidez. Hay que matar a Gandhi antes de que nos detenga la Policía.
En la tarde de ese mismo día se produjo un ligero cambio en el ritual que acompañaba la llegada de Gandhi al lugar de su oración pública. D. W. Mehra, director general adjunto de la Policía de Nueva Delhi, que cada noche se «pegaba» al Mahatma, con la mano crispada en torno a la culata de su revólver en el fondo de su bolsillo, se hallaba de nuevo postrado en cama con gripe. D. W. Mehra ordenó a uno de sus subordinados, el inspector A. N. Bhatia, que le sustituyera. Sin ser tan buen tirador como él, Bathia tenía al menos la ventaja de no ser un desconocido para Gandhi. Discípulo ferviente del Mahatma, le había visitado con frecuencia. Esta familiaridad le hacía particularmente indicado para asumir las funciones de guardaespalda.
El día siguiente, 26 de enero, era el aniversario más memorable quizá que pudieran celebrar Gandhi y la India. Dieciocho años antes, en millares de ciudades y aldeas, millones de hombres y de mujeres habían jurado combatir hasta la independencia total de su país. El propio Gandhi había redactado el texto de este compromiso. Desde entonces, esta fecha se había convertido en la «fiesta nacional» de los patriotas indios. Hoy, por primera vez, el aniversario de este día histórico sería celebrado por Gandhi en una India en que sus palabras eran ya realidad.
El Mahatma ocupó su jornada realizando una tarea conforme al espíritu de esta fiesta. A petición de Nehru, redactó una nueva carta para el partido del Congreso, una especie de catecismo que debía definir los nuevos objetivos de su movimiento y su papel en la India independiente. Su extraordinaria resistencia física había superado una vez más la prueba. El anciano a quien, hacía una semana, los médicos no concedían más que unas horas de vida había empezado de nuevo a alimentarse normalmente. Incluso había reanudado una vieja y querida costumbre: su paseo matinal.
Estos pasos sobre el césped de Birla House constituían, en cierto modo, los primeros de la gran marcha que debía conducirle al Pakistán. Un amigo paquistaní acababa de evocar ante él este último gran sueño. «Espero con impaciencia el día en que pueda contemplar, desplegándose a lo largo de cien kilómetros, una procesión de hindúes y sikhs regresando al Pakistán con Gandhiji al frente», le había dicho su visitante.
¡Electrizante perspectiva! El que durante tanto tiempo había señalado el camino a la nación india, partiendo de nuevo por el camino mismo de su éxodo, con su báculo de peregrino en la mano para devolver a sus casas al lastimero rebaño de quienes lo habían perdido todo. Y, ¿quién lo sabía? ¿Por qué no llevar inmediatamente hacia sus hogares y sus tierras en la India a los millones de musulmanes que habían sido expulsados de ellas? ¡Qué demostración del poder de la no violencia, qué triunfo para su doctrina de amor y fraternidad! Sería la apoteosis de su existencia, un «milagro» cuyo significado y dimensión reducirían a la insignificancia todos los que se le habían atribuido hasta entonces. El alma de Gandhi, por humilde que fuera, se estremecía ante semejante visión. No podía sino pedir a Dios su bendición e implorar que le concediera la fe, la fuerza y el tiempo necesarios para realizar este gran designio.
Al regresar a su habitación, mandó llamar a Sushila Nayar. No para una consulta médica, sino para pedirle que se pusiera inmediatamente en marcha a fin de preparar su entrada en el Pakistán. Según su costumbre, impuso un plazo a la joven: tres días. Dios mediante, estaría de vuelta en Nueva Delhi el viernes 30 de enero y, como todas las tardes, podría marchar ante él camino de la oración vespertina.
Por segunda vez en diez días, Nathuram Godsé y Narayan Apté habían tomado el avión de Nueva Delhi. Sentados uno al lado del otro, en la última fila del aparato de «Air India», en la mañana del 27 de enero, mataban el tiempo cada uno a su manera. Godsé se había sumido una vez más en la lectura del
Hindutva
, la fanática obra de su maestro Savarkar, la biblia del nacionalismo militante que había inspirado su vida. Apté, por su parte, no apartaba sus ojos de la azafata.
Su búsqueda de Bombay había terminado en absoluto fracaso: no lograron encontrar un buen revólver. Aguijoneados por la convicción de que la Policía estaba a punto de atraparles, obsesionados por la voluntad de actuar con rapidez, habían decidido reunirse con Karkaré, convencidos de que, sin duda, podrían comprar el instrumento homicida en los vertederos de odio y violencia que eran los campos de refugiados que circundaban la capital. Cuando la azafata hubo terminado de servir el desayuno, Apté la llamó. Le reveló que su
hobby
era la lectura de las rayas de la mano. Un rostro fascinante es siempre reflejo de una mano interesante, la halagó. Complacida, la azafata se sentó en el brazo de la butaca y le tendió la palma de la mano. No pudiendo reprimir su repulsión por este contacto físico, Nathuram apartó la cabeza.
La última conquista femenina de Narayan Apté prometía ser un éxito. Cautivada por sus predicciones, la joven aceptó reunirse con él esa misma tarde, a las ocho, en el bar del hotel «Imperial» de Nueva Delhi.
Para Gandhi nada habría podido justificar mejor la agonía sufrida durante su ayuno que el espectáculo que se le ofrecía a la entrada de Quwwat-ul-Islam, la gran mezquita de Mehrauli. Construido a unos quince kilómetros de la capital con las ruinas de 27 templos hindúes y jainitas, este santuario era la mezquita más antigua de la India. Una vez al año, con ocasión del aniversario de su fundador, el rey Qutub-ud-Din, primer sultán de Delhi, una gran fiesta religiosa congregaba allí a decenas de millares de musulmanes.
Una de las siete condiciones impuestas por Gandhi para poner fin a su huelga de hambre se refería a esta peregrinación. Había exigido que los musulmanes pudieran acudir a ella en masa «sin que les amenace ningún peligro». Ni él mismo habría podido imaginar un éxito tan total. Decenas de sikhs e hindúes que, dos semanas antes, habrían recibido a los musulmanes a puñaladas y mandobles de
kirpan
, estaban situados a la entrada de la mezquita para echar guirnaldas de jazmines y claveles al cuello de los peregrinos que llegaban. Sobre la explanada, otros sikhs e hindúes ofrecían té y golosinas a los fieles. Gandhi se sintió tan conmovido ante el espectáculo de esta enorme multitud fraternal que se le saltaron las lágrimas. En testimonio de gratitud, los
maulvi
le invitaron a entrar en la mezquita y dirigir la palabra a los asistentes. Quebrantaron, incluso, la tradición islámica, invitando a Manu y Abha a acompañarle hasta el corazón del santuario porque eran, anunciaron, «las hijas de Gandhiji».
Conmovido, el viejo hindú imploró a todos los indios que decidieran «vivir como hermanos. Aunque vivamos separados, ¿no somos las hojas de un mismo árbol?»
Luego, regresó a Birla House deshecho de fatiga y emoción. Manu y Abha le lavaron los pies y le llevaron su cataplasma de barro. Mientras su cuerpo se relajaba, una expresión de serenidad iluminó su rostro. Durante los últimos días, con frecuencia había meditado sobre el sentido de la providencial protección que le había salvado de la bomba de Madanlal. Después de su baño, escribió a este respecto una nota a un amigo:
«Debo mi vida a la misericordia de Dios. Permanezco, no obstante, dispuesto a obedecer a su llamada cuando llegue el momento. Después de todo, ¿quién sabe cómo será el futuro?»
Conforme a lo convenido, el posadero Karkaré esperaba desde mediodía junto a la fuente que se alzaba ante la estación de la Vieja Delhi. Vio por fin a sus dos amigos surgir de la hormigueante masa de refugiados apiñados en los alrededores de la estación.
Nathuram Godsé y Narayan Apté estaban desalentados. Nada más bajar del avión, exploraron los campos de refugiados sin resultado positivo. Acababan de perder otro día en la vana búsqueda de un revólver, día que había permitido a la Policía aproximarse más a ellos y perfeccionar el sistema de seguridad en torno a Gandhi. Dentro de unas horas, sería demasiado tarde. Su última oportunidad de procurarse un arma se hallaba a trescientos kilómetros de allí, en casa del doctor Parchuré, el homeópata de Gwalior que, hacía unos meses, había alistado a Madanlal Pahwa en su milicia privada de fanáticos hindúes. Si se desvaneciera esta última esperanza, se verían obligados a abandonar y sufrir ante Savarkar y todos sus partidarios la humillación de un segundo fracaso.
Nathuram Godsé concertó una nueva cita con Karkaré y subió con Apté en el expreso de Gwalior. Esa noche, la bella azafata de «Air India» esperaría en vano a su seductor en el bar del hotel «Imperial». Esta cita incumplida costaría un día la vida a Narayan Apté.
Eran casi las doce de la noche del martes 27 de enero cuando un timbrazo despertó al doctor Parchuré. Al amanecer del día siguiente, mientras sus enfermeros compraban en el mercado los granos de cardamomo, los turiones, las cebollas, la goma de
guggal mukul
, la
tulsi
y el resto de las plantas que intervenían en la composición de sus preparados terapéuticos, Parchuré enviaba a unos emisarios para buscar en el bazar lo que habían ido a pedirle sus visitantes.
Godsé y Apté volvieron a tomar el tren de Nueva Delhi esa misma noche, a las diez. Su odisea tocaba a su fin. La desenfrenada búsqueda que les había hecho cruzar dos veces la mitad de la India, recorrer los campos de refugiados, explorar los bazares de Bombay, escudriñar los barrios de chabolas de Poona, había concluido entre las especias y las hierbas medicinales de la consulta de un homeópata. Envuelta en un trapo, en el interior de una bolsa de papel colgada del brazo de Nathuram Godsé, se encontraba una pistola automática «Beretta», negra, con número de fabricación 606 824-P y veinte balas. Ya sólo le quedaba a Nathuram Godsé mostrar el suficiente valor para utilizarla… y apuntar bien.
Tras su interminable viaje, U. H. Rana estaba por fin de vuelta en Poona. El jefe de la Brigada de Investigación Criminal cuyos archivos contenían material suficiente para lanzar a todas las fuerzas de Policía del país en persecución de Godsé y Apté e impedirles la entrada en Birla House, había regresado a su feudo. Ningún sentimiento de urgencia, sin embargo, le incitó a precipitarse en su despacho cuando bajó del tren. Fatigado, se fue a su casa a dormir.
Nathuram Godsé exultaba de alegría mientras corría hacia Karkaré, que le esperaba junto a la fuente.
—¡Lo tenemos! Esta vez, lo tenemos de veras —le susurró, llevándoselo a un lado.
Como un contrabandista descubriendo alguna misteriosa mercancía, abrió y volvió a cerrar inmediatamente su viejo abrigo. Karkaré tuvo el tiempo justo de ver, sujeta en el cinturón, la culata negra del revólver que tan desesperadamente habían buscado.
Nada podía retrasar ya el asesinato.
Mientras charlábamos junto a la fuente, Apté dijo: no tenemos que cometer ahora ningún error. Es absolutamente preciso que comprobemos el funcionamiento del revólver. Tenemos balas suficientes. Mira
.
Abrió un bolsillo de su abrigo. Era cierto: vi un montón de ellas. Decidimos, pues, buscar un lugar para probar el revólver. Pero, adondequiera que íbamos, había mucha gente. Los refugiados habían invadido todos los rincones de la ciudad. Decidimos finalmente volver adonde fuimos la primera vez para probar los revólveres de Badgé y de Gopal en el bosquecillo situado tras el templo Birla. Por suerte, no había nadie. Nos preguntamos si Gandhiji estaría sentado o de pie cuando Nathuram pudiese disparar sobre él. Sería una cuestión de azar. En la duda, decidimos hacer nuestro ensayo en las dos posiciones. Apté eligió un árbol, un
babul,
que destacaba de los demás. Se agachó y se apoyó contra el tronco para dar una idea de la estatura de Gandhi sentado. Con su navaja, hizo una muesca en la corteza a la altura de la cabeza
.
—Imagina que la cabeza de Gandhiji está aquí, y allí su cuerpo —dijo a Nathuram mostrándole la señal—. No tienes más que apuntar bien
.
Nathuram retrocedió unos diez metros. Luego, hizo fuego. Una vez, dos, tres y, por último, cuatro veces. Nos apresuramos a examinar el lugar que representaba la cabeza de Gandhiji. Todos los impactos estaban agrupados en él
.
—Perfecto —dijo Nathuram satisfecho
.
La cruzada de Gandhi en Nueva Delhi se acercaba a su fin. Cinco meses antes había llegado a una ciudad con las calles cubiertas de cadáveres, los habitantes aterrorizados y el Gobierno en plena confusión. La capital había recuperado ahora la calma. Podía marcharse.
Mientras, a menos de quinientos metros, retumbaban los cuatro disparos anunciadores de su muerte, Gandhi fijó la fecha de su partida. Saldría de Birla House cinco días más tarde, el 3 de febrero. Pasaría primeramente diez días en el
ashram
de Wardha para recuperar algunas fuerzas. Desde allí, emprendería la marcha en busca de su último milagro: la peregrinación al Pakistán.
Este jueves 29 de enero, la jornada del Mahatma fue, como de costumbre, realizada cuidadosamente. Hiló en la rueca, hizo ejercicios de escritura bengalí, redactó varias cartas, se entrevistó con numerosos visitantes, tomó una lavativa y soportó durante una hora una cataplasma de barro. Bromeó con Indira Gandhi, la hija de Nehru, ofreció su foto dedicada a la periodista Margaret Bourke-White diciéndole que América debía renunciar a la bomba atómica. La no violencia es la única fuerza que la bomba no puede destruir, explicó. En caso de ataque nuclear, él prescribiría permanecer donde uno se encontrase y «mirar al cielo sin miedo, rezando por el piloto».