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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (78 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Este tipo de preocupaciones no interesaba a Nathuram. Se fue a esperarnos al jardín existente detrás del templo, cerca del bosquecillo donde habíamos probado el revólver.

Nos quitamos los zapatos en el umbral del santuario y entramos descalzos. Tras cruzar la puerta, agitamos el badajo de la campana para advertir a las divinidades de nuestra presencia. Nos recogimos primero ante Lakshmi Narayan, divinidad muy querida de los hindúes. Luego, nos dirigimos hacia el altar de Kali, la diosa de la destrucción, para tener con ella nuestro
darsan.
Nos prosternamos en silencio y, luego, permanecimos ante ella con las manos juntas. Después, echamos unas cuantas monedas a sus pies. Dimos también varias monedas al sacerdote brahmán que nos entregó un
dhista,
vasija de agua sagrada del Yamuna, en la que flotaban pétalos de flores. Lanzamos los pétalos a los pies de la diosa Kali, implorándole que coronara con el éxito nuestra empresa. Luego, nos humedecimos los ojos con el agua santa del Yamuna.

Nos reunimos con Nathuram afuera, en el jardín. Estaba junto a la estatua del gran guerrero Shivaji, el héroe nacional hindú. Nos preguntó si habíamos tenido nuestro
darsan.
Respondimos afirmativamente, y Nathuram nos anunció: «Yo también he tenido mi
darsan».

Nathuram Godsé había tenido su
darsan
con una efigie esculpida sobre una columna, la del gran guerrero que logró expulsar de las colinas de Poona a las tropas del emperador mogol Aurangzeb. Era Shivaji y su sueño de un gran imperio hindú lo que habia inspirado a Godsé el crimen que se disponía a cometer.

Los tres conjurados pasearon unos minutos por el jardín. Luego, Apté miró su reloj. Eran las cuatro y media.

—Es la hora, Nathuram —anunció.

Nathuram echó un vistazo al reloj de Apté, miró fija y largamente a sus dos amigos y les saludó con las manos juntas ante el pecho y el busto ligeramente inclinado.

—Namaste
—dijo—. Me pregunto cuándo estaremos reunidos de nuevo.

Los ojos de Karkaré le siguieron mientras descendía sosegadamente la escalinata del templo y se mezclaba con la multitud para buscar una
tonga
. Se sentó al lado del cochero. Sin volver la vista hacia atrás, partió hacia su cita con el padre de la nación india.

Fiel al estribillo de Manu —«No te detengas, oh, hermano»—, Gandhi pasó una jornada laboriosa. Con gran alegría por parte de sus íntimos, había ganado un poco de peso y podido caminar unos pasos sin ayuda. Era la prueba de que volvían sus fuerzas y la señal de que Dios tenía aún grandes tareas que confiarle.

Había recibido numerosas visitas. La entrevista más penosa de todas aún se mantenía con uno de sus más antiguos colaboradores, Vallabhbhai Patel, el militante que había ido dando forma durante veinte años al partido del Congreso y obligado a los maharajás a incorporar sus reinos a la nueva India. Entre Patel, inflexible y realista, y Nehru, el socialista idealista, era inevitable que estallara algún día un conflicto.

Sobre la mesa de Gandhi se encontraba una copia de la carta de dimisión que Patel acababa de enviar al Gobierno presidido por Nehru. Poco antes de su ayuno, Gandhi había hablado con Mountbatten de esta disputa. El gobernador general urgió al Mahatma para que impidiera la marcha de Patel. «No debeis dejarle irse, como tampoco a Nehru —le había dicho—. La India necesita de los dos, y deben aprender a trabajar juntos».

Gandhi acababa de convencer a Patel para que se volviera atrás de su decisión. Muy pronto, pues, él y Nehru, sus dos compañeros, podrían sentarse en torno a su jergón, como en los días cruciales de su lucha por la libertad, a fin de arreglar de manera definitiva su querella y resolver su problema. Como la discusión continuara, Abha llevó a Gandhi su comida de la tarde, un cuenco de leche de cabra, otro de zumo de legumbres y naranjas. Apenas terminada esta frugal colación, pidió su rueca. Sin interrumpir su entrevista con Patel, hizo girar la antigua rueda de madera, símbolo de su mensaje universal. Hasta en los últimos instantes de su vida, respetaba el principio que siempre le había gobernado: «Pan comido sin trabajo es pan robado».

Afuera, sus asesinos se habían mezclado ya con la multitud llegada para su reunión de oración. Cinco minutos después de Nathuram, Apté y Karkaré tomaban a su vez una
tonga
con dirección a Birla House.

Continuación de la confesión
de Vishnu Karkaré

Con gran alivio por nuestra parte, no tuvimos ninguna dificultad para penetrar en el recinto de Birla House. El número de guardias había sido aumentado, pero nadie registraba a las personas que entraban. Dedujimos de ello que Nathuram había pasado sin problemas. Nos dirigimos hacia el césped y lo divisamos en medio de la concurrencia. Tenía aspecto sereno y de buen humor. No nos hablamos, naturalmente. Los fieles estaban dispersos, pero, a medida que se acercaban las cinco, empezaron a agruparse. Nos situamos entonces a ambos lados de Nathuram. No intercambiamos una sola palabra con él, ni tan siquiera miramos en su dirección. Parecía absorto, hasta el punto de haber olvidado por completo nuestra presencia.

Según nuestro plan, debía disparar en cuanto Gandhi hubiera subido al estrado. Para darle mayores oportunidades de lograrlo, nos deslizamos en medio de la multitud, un poco a la derecha según se miraba a la plataforma. Entre el revólver de Nathuram y Gandhiji, habría poco más de diez metros. Al calcular esta distancia, me inquieté: «¿Podrá Nathuram alcanzar su blanco?» No era un tirador excelente, ni siquiera un buen tirador. ¿No temblaría y fallaría el blanco? Le observé discretamente, de reojo. Miraba fijamente al frente, impasible, completamente dueño de sí. Eché un vistazo a mi reloj. Gandhiji se retrasaba. Me pregunté por qué. Estaba un poco nervioso.

Manu y Abha también estaban nerviosas. Sus relojes señalaban las cinco y diez, y Gandhi continuaba discutiendo con Patel. Nada detestaba más el dulce tirano que reinaba sobre sus existencias que el hacer esperar, sobre todo a los fieles de sus reuniones de oración. Pero el tono de su entrevista parecía tan serio, que ninguna de las dos se atrevía a interrumpirle. Por fin, Manu le hizo seña de que mirase la hora. Gandhi cogió su viejo «Ingersoll» que le colgaba en la cintura y se puso en pie precipitadamente.

—Oh —dijo a Patel—, le ruego que me excuse. Ya voy retrasado para mi cita con el Señor.

Mientras bajaba al jardín, se formó el pequeño cortejo que siempre le acompañaba. Dos de sus miembros se hallaban ausentes esta vez. Sushila Nayar, la joven médico que marchaba habitualmente delante de Gandhi, no había regresado aún del Pakistán. En cuanto al inspector que remplazaba al director adjunto de la Policía aquejado de gripe, tampoco apareció al lado de Gandhi. Había sido inesperadamente llamado al cuartel general de la Policía con motivo de una huelga de empleados municipales prevista para el día siguiente.

Como todas las tardes, Manu llevaba la escupidera, las gafas y el cuaderno de reflexiones del Mahatma. Juntamente con Abha, le ofreció su hombro. Apoyándose familiarmente sobre sus «muletas», Gandhi se puso en camino.

Para ganar tiempo, decidió atajar a través del jardín, en vez de dar el rodeo habitual. Durante todo el camino, no dejó de reprender a las dos muchachas por haberle dejado olvidar la hora.

—¿Por qué tengo que consultar mi reloj? Cuento con vosotras para que me recordéis la hora. Sabéis muy bien que no tolero un solo minuto de retraso en la oración.

Seguía refunfuñando al llegar ante los cuatro escalones de piedra que conducían al césped donde esperaba la multitud. Era una tarde bella y apacible. Los últimos rayos del sol formaron una aureola en torno al rostro del Mahatma cuando apareció ante los fieles. Gandhi dejó deslizarse sus dedos de los hombros de sus sobrinas-nietas y subió sin ayuda los escalones, saludando con las manos juntas. Karkaré oyó elevarse de la multitud un respetuoso murmullo: «Bapuji, bapuji».

Vishnu Karkaré recuerda:

Me volví hacia la derecha y vi que Nathuram hacía otro tanto. De pronto, nos dimos cuenta de que las personas que estaban delante de nosotros se apartaban para dejar paso al cortejo. Gandhiji marchaba a la cabeza. Nathuram tenía en ese instante las dos manos en los bolsillos. Sacó la mano izquierda. La derecha continuó hundida en el fondo del bolsillo, cerrada en torno al revólver. Con un movimiento del pulgar, hizo saltar la aleta del seguro.

En un abrir y cerrar de ojos, había tomado su decisión: era el momento de matar a Gandhi. Acababa de vislumbrar que se le ofrecía una posibilidad infinitamente mejor que la prevista inicialmente. Le bastaba con avanzar dos pasos y situarse en la primera fila del estrecho pasillo. Dos pasos. Tres segundos. El homicidio sería entonces fácil, casi un acto automático. Lo más difícil era desencadenar el mecanismo, dar el primer paso, que haría ineluctable el asesinato.

Manu vio de pronto a «un hombre corpulento, vestido con uniforme caqui» dar ese paso hacia delante.

Karkaré no separaba sus ojos de Nathuram:

Le vi sacar el revólver de su bolsillo derecho. Ocultando el arma lo mejor que pudo entre sus manos juntas, decidió dirigir un respetuoso saludo a Gandhiji por los servicios que había podido prestar a su país. Cuando estuvo a sólo dos metros de nosotros, Nathuram avanzó por el pasillo para situarse frente a Gandhiji. Con el revólver todavía escondido entre las manos, le vi inclinar suavemente el busto hacia delante, murmurando: «Namaste, Gandhiji».

Manu creyó que este hombre quería tocar los pies de Gandhi. Alargó el brazo para apartarlo amablemente.

—Hermano —protestó—, Bapu ya va retrasado veinte minutos.

Nathuram Godsé la rechazó con gesto brusco y empuñó su «Beretta». Con el dedo crispado sobre el gatillo, disparó a bocajarro tres balazos sobre el pecho desnudo que se ofrecía ante él.

Manu se disponía a recoger las gafas y el cuaderno que se le habían caído, cuando oyó el primer disparo. Se incorporó de un salto. Con las manos juntas en señal de saludo, su bienamado Bapu parecía todavía en movimiento, como si quisiera dar un último paso hacia la multitud. Vio cómo unas manchas enrojecían su inmaculado
khadi. «He Ram!»
«¡Oh, Dios mío!», suspiró Gandhi. Luego, se desplomó lentamente sobre la hierba, con las palmas de las manos apretadas todavía una contra otra en este último gesto llegado de su corazón, un gesto de ofrenda y de saludo hacia su asesino. En el hueco de un pliegue de su
dhoti
, que se iba inundando de sangre, Manu vio el viejo «Ingersoll» cuyo robo tanto le había apenado diez meses antes. Señalaba exactamente las cinco horas y diecisiete minutos.

Louis Mountbatten se enteró de la tragedia cuando regresaba de un paseo a caballo. Sus primeras palabras formularon inmediatamente una pregunta que millares de personas iban a plantearse en los próximos minutos.

—¿Quién es el asesino? ¿Un musulmán o un hindú?

Nadie lo sabía todavía en el palacio del gobernador general.

Instantes después, acompañado de su agregado de Prensa Alan Campbell-Johnson, Mountbatten llegaba a Birla House.

Una inmensa multitud se había congregado ya en torno a la puerta de entrada. Mientras el almirante se abría paso con dificultad, un hombre, con el rostro contorsionado por el odio, gritó de pronto:

—¡El que ha matado a Gandhiji es un musulmán!

Un súbito silencio petrificó a todos los presentes. Mountbatten se detuvo.

—¡Estás completamente loco —gritó con todas sus fuerzas—, sabes muy bien que es un hindú!

—¿Pero cómo diablos lo sabe usted? —le preguntó Alan Campbell-Johnson, apenas repuesto de su sorpresa.

—No tengo ni maldita idea —respondió Mountbatten—, pero, si el asesino es un musulmán, la India vivirá una de las matanzas más espantosas que jamás haya conocido el mundo.

Eran tantos los que compartían su angustia que el director de la Radiodifusión india tomó una decisión extraordinaria: prohibió que se anunciara inmediatamente la terrible noticia e hizo que continuara la emisión del programa que estaba en antena.

Aprovechando esta demora, los jefes del Ejército y de la Policía ponían a sus fuerzas en estado de alerta de un extremo al otro del país.

Sólo a las seis de la tarde, cuarenta y tres minutos después del crimen, un comunicado informó al pueblo de la India de la muerte de quien le había traído la libertad. Cada una de sus palabras había sido cuidadosamente sopesada:

«El Mahatma Gandhi ha sido asesinado en Nueva Delhi esta tarde, a las 5,17. Su asesino es un hindú».

La India había escapado a una matanza; ya no le quedaba más que llorar.

El cuerpo de Gandhi fue transportado a la habitación en que, pocos minutos antes, hacía girar todavía su rueca. Fue depositado sobre su cama. Abha cubrió con una manta su
dothi
rojo de sangre. Alguien recogió sus únicos bienes: unos zuecos de madera, las sandalias que llevaba cuando caminaba hacia su asesino, sus tres pequeños monos, su
Gita
, su reloj, su escupidera y su palangana de metal, recuerdo de la prisión de Yeravda.

Cuando entró Louis Mountbatten, la habitación ya estaba llena de personas. Lívido, Nehru se hallaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared y el rostro cubierto de lágrimas. A su lado, como herido por el rayo, Patel miraba intensamente a aquel de quien acababa apenas de separarse. Una suave melopea llenaba la habitación: las mujeres que atendían al Mahatma contenían sus lágrimas y su dolor salmodiando versículos del
Gita
. Lámparas de aceite proyectaban su vacilante luz sobre el sudario en una aureola dorada. Ardían unos bastoncillos, exhalando su suave perfume de sándalo y almizcle.

Llorando en silencio, Manu acariciaba tiernamente la frente de su querido Bapu.

El rostro del Mahatma presentaba una serenidad absoluta. Jamás, observó Mountbatten, habían parecido tan plácidas sus facciones. Alguien tendió al gobernador general una copa de pétalos de rosa, que extendió sobre el cuerpo del difunto, tributo del último virrey de las Indias al hombre que había ocasionado la desaparición del impero de su bisabuela. Inspirado por esta lluvia de pétalos, Lord Mountbatten sintió nacerle una convicción en el corazón.

«El Mahatma Gandhi —pensó— ocupará en la Historia el mismo puesto que Buda y Jesús».

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