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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (37 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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El sikhismo procede del brutal encuentro en los campos de batalla del Penjab del Islam monoteísta con el hinduismo politeísta. Fundado a finales del siglo XV por Nanak, un
guru
hindú que intentó conciliar las dos religiones proclamando: «No hay hindúes, no hay musulmanes; no hay más que un Dios, la Verdad Suprema», el sikhismo había prosperado bajo los mogoles, extrayendo de su tiranía el fermento de su vitalidad. La crueldad de las persecuciones llevó al noveno y último sucesor del
guru
Nanak a transformar esta religión en una fe militante. Reuniendo a sus cinco discípulos más próximos, los
Panj piyara
, los «Cinco Bienamados», el
guru
Gobind Singh lanzó el nuevo estilo de sikhismo haciéndoles beber, en una copa común, agua y azúcar mezclados por medio de un sable de doble filo. Se convirtieron así en los fundadores de su nueva hermandad combatiente, los
Khalsa
, los «Puros». El
guru
los bautizó con nuevos nombres que terminaban todos en
Shing
, «León».

Para que pudiesen distinguirse de las multitudes y ser capaces de defender su fe a costa de la propia vida, el
guru
les obligó a observar la ley de las «Cinco K». Dejarían crecer sus pelos
(kesh)
, barba y cabellos; colocarían un peine de marfil o de madera
(kangha)
en su moño; llevarían calzones cortos
(kuchha)
, a fin de poseer la movilidad del guerrero; se pondrían un brazalete de acero
(kara)
, en la muñeca derecha; y, por último, no se desplazarían nunca sin llevar un
kirpan
, un sable. Los sikhs, además, no debían fumar, ni comer carne procedente de animales degollados según el rito islámico, ni sostener relaciones sexuales con una mujer musulmana.

El derrumbamiento del Imperio mogol dio a los sikhs la oportunidad de crearse un reino propio en la tierra de su querido Penjab. La llegada de las guerreras escarlatas británicas puso fin a esta breve hora de gloria, pero, antes de sucumbir en 1849, los sikhs infligieron a los ingleses, cerca de Chillianwala, la peor derrota que jamás hayan sufrido en la India.

En julio de 1947, cinco de los seis millones de sikhs vivían todavía en el Penjab. No constituían más que el 13% de la población, pero poseían el 40% de las tierras y producían cerca de las dos terceras partes de las cosechas. Casi un tercio de los soldados del Ejército de la India eran sikhs, y casi la mitad de los hombres condecorados durante las dos guerras mundiales procedían de su comunidad. Dotados por naturaleza para la mecánica, estaban igualmente interesados en la industria del transporte, cuyo monopolio prácticamente ostentaban. En las ciudades y por las carreteras indias, los conductores sikhs de camión y de taxi eran figuras legendarias cuya prioridad nadie hubiera osado disputar.

La situación en el Penjab era un trágico resumen de la de toda la India: si bien los musulmanes y los sikhs habían podido vivir juntos bajo el yugo de Inglaterra, no podrían hacerlo bajo el de una u otra de las dos comunidades. Los recuerdos que los musulmanes conservaban de los sikhs estaban poblados de profanaciones de mezquitas y de sepulturas, de mujeres ultrajadas, de hermanos y hermanas asesinados, apuñalados, apaleados, despedazados, quemados vivos.

Los relatos de los sufrimientos que, por su parte, habían soportado los sikhs bajo la opresión de los soberanos mogoles estaban recogidos en un sangriento folklore que todo niño sikh aprendía como un evangelio cuando alcanzaba el uso de razón. El Templo de Oro de Amritsar cobijaba un museo cuya finalidad era mantener vivo el recuerdo de todas las atrocidades cometidas por los musulmanes. Una profusión de pinturas sanguinolentas representaban los cuerpos de sikhs partidos en dos o reducidos a papilla entre dos ruedas de piedra por haberse negado a convertirse al Islam. Otras mostraban a mujeres sikhs asistiendo, ante la puerta del palacio del Gran Mogol, a la matanza de sus hijos, decapitados por los soldados de la guardia pretoriana.

La ausencia de reacción por parte de los sikhs, después de las violencias sufridas por su comunidad en marzo de 1947, había sorprendido y tranquilizado a la vez a los musulmanes tanto como a los augures políticos de la capital. Los sikhs, se cuchicheaba, habían perdido su viejo ardor belicoso; la prosperidad los había reblandecido.

Grave error de juicio. A principios de junio, mientras el virrey y los dirigentes indios llegaban en Nueva Delhi a un acuerdo sobre la división de la India, los jefes sikhs se reunían en secreto en el hotel «Nedou» de Lahore. La finalidad de su consejo era perfilar una estrategia para el caso de que se hiciera irrevocable la Partición. Una voz dominó su asamblea, la del fanático tuerto que provocó los disturbios de marzo derribando a golpes de
kirpan
la bandera de la Liga musulmana. Tara Singh, a quien sus partidarios llamaban «Master» porque era maestro en una escuela maternal, había perdido a varios miembros de su familia en los excesos de violencia que siguieron a su acción. Desde entonces, sólo una pasión le animaba: la venganza.

—¡Oh, sikhs —exclamó en un discurso anunciador de la tragedia que se iba a abatir sobre el Penjab—, estad preparados para el sacrificio supremo, como los japoneses y los nazis! Nuestras tierras están a punto de ser invadidas, nuestras mujeres deshonradas. Levantaos para aniquilar una vez más al invasor mogol. ¡Nuestra patria está sedienta de sangre! ¡Saciemos su sed con la sangre de nuestros enemigos!

En realidad, los sikhs preparaban su desquite desde hacía meses, confeccionando la lista de los millares de ex combatientes que vivían en el Penjab, atiborrado de armas sus
gurudwara
, los templos a los que los policías británicos no tenían acceso.

Cuando las primeras oleadas de refugiados sikhs e hindúes, expulsados por los musulmanes del Oeste del Penjab, llegaron a su región, los sikhs de Amritsar se dedicaron a vengarse sobre los musulmanes que vivían junto a ellos. Unos cuantos hombres armados con fusiles abrían fuego a la entrada del barrio musulmán de un pueblo, lo que precipitaba a los aterrorizados habitantes en una desenfrenada huida hacia el otro extremo. Allí, esparcidos por los campos de caña de azúcar, esperaban centenares más de sikhs armados con horcas, sables y porras, y comenzaba la carnicería. Una particular forma de salvajismo caracterizó pronto las matanzas perpetradas por los sikhs. Los sexos circuncisos de los musulmanes se convirtieron en trofeos. Los asesinos los cortaban para hundirlos seguidamente en las bocas de sus víctimas o en las de las mujeres musulmanas asesinadas.

Al igual que en Lahore, los disturbios del campo llegaron pronto a Amritsar y perpetraron el ciclo atroz de la violencia. En ambas ciudades, los maleantes se pusieron al frente de las matanzas.

Una tarde de julio, un ciclista desembocó a toda velocidad en una callejuela de Lahore, ante el atestado café en que Anwar Ali, el jefe de la banda más célebre de la ciudad, tenía su corte. El hombre arrojó sobre la terraza una de esas grandes jarras de cobre utilizadas en el Penjab para recoger leche. Rebotando de mesa en mesa, el recipiente provocó el pánico entre los presentes, que huyeron en todas las direcciones. Al no producirse ninguna explosión, un camarero se acercó con precaución al objeto. Ni el propio y endurecido Anwar Ali pudo contener una mueca de horror al encontrar en él el mensaje que le estaba destinado, un regalo ofrecido al gángster de Lahore por sus colegas sikhs de Amritsar. Docenas de sexos circuncisos llenaban esta macabra urna.

De todos los problemas que asediaban a Louis Mountbatten, el más irritante era consecuencia de su apresurada elección del 15 de agosto como fecha de la independencia de la India. Un consejo de astrólogos acabó comunicando a los dirigentes indios que, si bien el viernes 15 de agosto de 1947 era un día extremadamente funesto para inaugurar la historia moderna de su país, el día anterior ofrecía, en cambio, una conjunción astral infinitamente más favorable. Aliviado, el virrey se apresuró a aceptar el compromiso que le ofreció Nehru: la India y el Pakistán se harían independientes el 14 de agosto de 1947 a medianoche
[25]
.

Durante treinta años la bandera tricolor de algodón de
khadi
que no tardaría en remplazar a la Unión Jack en el cielo de la India había flameado sobre los mítines, las manifestaciones, los desfiles de un pueblo ávido de libertad. El propio Gandhi había dibujado este emblema. En el centro tres bandas horizontales color azafrán, blanco y verde, había colocado su sello personal, el humilde objeto que proponían a las masas indias para que sirviera de instrumento a su redención pacífica: la rueca.

Ahora, en vísperas de la independencia, en las filas mismas de su partido se alzaban voces que negaban al «juguete de Gandhiji» el derecho a ocupar el puesto de honor en la bandera nacional. Para un creciente número de militantes, esta rueca era una imagen del pasado, «un utensilio de vieja», la insignia de una India arcaica replegada sobre sí misma. La sustituyeron por otra rueda, el símbolo de la doctrina de Buda, que Asoka, fundador del primer Imperio hindú, había adoptado como signo de paz universal: el
dharma chakra
, la «rueda del orden cósmico», enmarcada por una pareja de leones que encarnaban la fuerza y el valor. Este noble atributo de poderío y autoridad se convirtió en el emblema de la nueva India.

Gandhi se enteró con profunda tristeza de esta decisión. «Cualesquiera que sean las calidades artísticas de este dibujo —escribió—, me negaré a saludar a la bandera que enarbole semejante mensaje».

Al trazar sobre el mapa del Imperio de la India la frontera entre el Pakistán y la India, el jurista británico Sir Cyril Radcliffe (en el centro de la foto, en medio de sus asesores legales) desencadenó, sin querer, una de las más grandes tragedias de la Historia.

Séptima estación del viacrucis de Gandhi:
«Dios del Gita, salva a mi amada India»

Esta decepción, sin embargo, no era sino el preludio de todos los sinsabores que iban a desgarrar el corazón del liberador de la India. No sólo iba a ser dividida su amada patria, sino que la India repartida que estaba a punto de nacer únicamente presentaría un lejano parecido con aquella por la que se había batido durante toda su vida.

El sueño de Gandhi había sido siempre crear una India nueva, capaz de ofrecer a Asia y a la tierra entera el ejemplo vivo de sus ideales morales y sociales. Si, para sus detractores, estos ideales no eran más que las lucubraciones de un anciano demagogo, para sus partidarios representaban un salvavidas lanzado al género humano por un viejo sabio que había conservado la lucidez en un mundo enloquecido.

Gandhi se oponía resueltamente a todos los que pretendían que el futuro de la India dependía de su capacidad para imitar a la sociedad industrial y tecnocrática del Occidente que la había colonizado. Combatía casi todos los sistemas que habían arraigado en ella. La salvación de la India, afirmaba, reside, por el contrario, «en su facultad de
desaprender
lo que ha descubierto en los cincuenta últimos años». La ciencia no debe regir los valores humanos, como tampoco debe la técnica gobernar a la sociedad; la verdadera civilización no es la multiplicación indefinida de las necesidades del hombre, sino, por el contrario, su deliberada limitación, a fin de permitir a todos compartir lo esencial. La civilización occidental había concentrado el poder en las manos de una minoría, a costa de los intereses de la mayoría. Era ése un discutible beneficio para los pobres de Occidente, y una amenaza real para las poblaciones del mundo subdesarrollado.

Gandhi quería edificar una India nueva sobre sus quinientas mil aldeas, facetas innumerables de este país que él conocía y amaba, una India vuelta hacia Dios, señalando el paso de las estaciones con el ciclo de sus fiestas religiosas, los lustros por el recuerdo de sus sequías, los siglos por el espectro de sus terribles hambres. Quería que cada poblado se convirtiera en una entidad autónoma capaz de instruir a los jóvenes a cuidar a los enfermos. Proclamando que «muchas guerras en Asia se hubieran podido evitar con una escudilla de arroz suplementaria», había buscado constantemente nuevos artículos que pudieran alimentar a los hambrientos campesinos indios, experimentando sucesivamente la soja, los cacahuetes, los huesos de mangos triturados. Se rebeló contra el descascarillado mecánico del arroz, que lo priva de todos los elementos nutritivos de su cutícula.

Reclamaba, por último, el cierre de las fábricas textiles y su sustitución por la rueca individual, a fin de dar trabajo a los parados de las aldeas y crear actividades susceptibles de retener a la población en los campos. Su manifiesto económico recordaba que «los viejos útiles tradicionales, el arado y la rueca, han forjado nuestra sabiduría y nuestra felicidad. El día en que el hombre haya inventado un instrumento que suministre por sí mismo leche,
ghi
y estiércol, entonces será el momento de sustituir nuestras vacas por ese aparato. Mientras tanto, debemos retornar a nuestra atávica sencillez».

Su pesadilla era una sociedad industrial dominada por la máquina, una sociedad que aspiraría a las poblaciones rurales para encerrarlas en innobles cuchitriles urbanos, separándolas de su ambiente natural, destruyendo sus lazos familiares y religiosos, y todo ello para producir algo que los hombres no necesitaban. No preconizaba la pobreza, como en ocasiones le acusaban algunos: sabía que ésta origina fatalmente la degradación moral y la violencia que odiaba. Pero la plétora de bienes materiales conducía, según él, a los mismos resultados. Frigoríficos repletos, armarios llenos de ropas, un coche en cada garaje y un aparato de radio en cada habitación, no impedían que un pueblo padeciera inseguridad psicológica y corrupción espiritual.

BOOK: Esta noche, la libertad
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