Read Esta noche, la libertad Online
Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins
El conflicto que acababa de estallar plantearía un dramático caso de conciencia a los oficiales británicos que servían respectivamente en los Ejércitos indio y paquistaní. Como hombres, deseaban evitar por encima de todo la extensión de las operaciones e impedir que sus antiguos camaradas del Ejército de la India se mataran entre sí. Pero, como militares, debían, ante todo, ejecutar las órdenes.
El diálogo iniciado gracias a la extraña línea telefónica que continuaba uniendo Nueva Delhi con Rawalpindi proseguiría entre los dos generales ingleses mientras los ejércitos situados bajo su mando se enfrentaban en las nieves de Cachemira. Esto les valdría un día la severa reprobación de los Gobiernos a los que servían y sería causa de su marcha. Sin embargo, si ese otoño no estalló una guerra entre la India y el Pakistán, fue debido en gran parte a sus conversaciones secretas.
Lord Mountbatten se enteró de la invasión de Cachemira mientras se vestía para asistir a un banquete en honor del ministro de Asuntos Exteriores de Thailandia. Rogó a Nehru que se quedase después de la salida del último invitado. El Primer Ministro indio quedó consternado por la noticia. Sin duda, ninguna información podía afectarle más. Adoraba el antiguo país de sus antepasados «semejante a una mujer supremamente bella…, adornado con toda la belleza femenina de sus ríos y de sus valles, de sus lagos y de sus graciosos árboles». Durante su lucha por la libertad, había vuelto allí para contemplar «sus altas murallas, sus precipicios, sus picos cubiertos de nieve, sus glaciares, sus torrentes feroces y crueles que se precipitaban en el valle».
Con motivo del asunto de Cachemira, Mountbatten descubriría un Nehru desconocido, un Nehru que perdería de pronto su extraordinaria sangre fría para dejar hablar solamente a su pasión de brahmán de Cachemira. «Así como el nombre de Calais estuvo en otro tiempo escrito en el corazón de su reina María —exclamaría para explicar su actitud—, el de Cachemira está escrito en el mío».
Otra confrontación, igualmente tormentosa, esperaba a Mountbatten, gobernador general de la India, cuando el mariscal Auchinleck le advirtió que se proponía transportar urgentemente por avión una Brigada inglesa hasta Srinagar con la misión de proteger y evacuar a los centenares de jubilados británicos que vivían en Cachemira. En efecto, temía que, si esta intervención no se producía, fueran víctimas de una matanza general. Por terrible que pudiera ser esta perspectiva, Mountbatten no tenía, sin embargo, intención de autorizar la utilización de soldados británicos en el suelo de un Estado independiente.
—Lo siento —declaró—, pero no estoy de acuerdo. Si ha de haber una intervención militar en Cachemira, ésta sólo puede ser india.
—¡Van a ser asesinados todos nuestros compatriotas, y su sangre caerá sobre vuestras manos! —replicó, enfurecido, Auchinleck.
—Es una responsabilidad que, desgraciadamente, estoy obligado a aceptar —respondió Mountbatten—, Es el precio del puesto que ocupo. Pero peor sería que soldados ingleses se encontraran mezclados en este asunto.
Un «DC 3» de las fuerzas aéreas indias aterrizó la tarde siguiente sobre los hierbajos de la abandonada pista del aeródromo de Srinagar. Descendieron de él V. P. Menon, el alto funcionario indio especialista en negociaciones con los maharajás, el coronel del Ejército indio Sam Manekshaw, y un oficial de Aviación.
La misión de los tres hombres se había decidido esa misma mañana en el curso de una reunión extraordinaria del comité de defensa del Gobierno indio, celebrada tras haberse recibido un S.O.S. del maharajá Hari Singh. Mountbatten había comprendido entonces que sería inevitable una intervención india. Deseoso de que ésta se efectuara con el más estricto respeto a la legalidad, convenció al Gobierno para que retrasase el envío de tropas a Cachemira hasta el momento en que el soberano hubiera proclamado oficialmente su incorporación a la India, convirtiéndose entonces su reino, jurídicamente, en parte de la India.
Mountbatten fue más lejos incluso. Al igual que antes al servicio de Inglaterra, se mantenía ardientemente fiel a los principios democráticos. Del mismo modo que siempre había creído imposible que Gran Bretaña pudiera mantenerse en la India contra la voluntad del pueblo, así también estimaba que no podría existir en Cachemira ninguna solución que fuera contra los sentimientos de la mayoría musulmana. Llevado de su realismo, no tenía ninguna duda sobre la naturaleza de éstos.«Estoy convencido de que una población en la que existe semejante proporción de musulmanes no dejará de votar por la incorporación de su país al Pakistán», escribió el 7 de noviembre a su primo Jorge VI.
Por ello, Mountbatten persuadió igualmente al Gobierno indio para que agregara una cláusula fundamental a la integración de Cachemira. La decisión del maharajá sólo podría ser
provisional
. No adquiriría carácter definitivo hasta
después
del restablecimiento de la paz y de
su ratificación por un plebiscito popular
.
En el momento en que los emisarios de Nueva Delhi emprendían el vuelo, Mountbatten ordenó que todos los aparatos de la aviación comercial india abandonaran sus pasajeros allá donde se encontrasen y se dirigieran urgentemente a la capital. Comenzaba una operación histórica: un puente aéreo hacia el Himalaya.
Poco antes de la medianoche del sábado 26 de octubre de 1947, un refugiado más se agregó a los diez millones y medio de hindúes, sikhs y musulmanes que habían huido de sus casas: Hari Singh, el maharajá de Cachemira. Mientras sus servidores recogían los cofrecillos de perlas, de esmeraldas, de diamantes, y los tapices de seda, él se fue a buscar los dos objetos que más estimaba, un par de escopetas de caza «Purdey», cuyos cañones de azulado acero le habían permitido conquistar el título de campeón del mundo de tiro al plato. Con melancólica expresión, acarició sus culatas de madera preciosa, las colocó cuidadosamente en su estuche y, luego, las llevó él mismo a su coche. Pues su charabán era, en realidad, una confortable
limousine
americana que precedería a toda una caravana de camiones y automóviles en los que habían sido amontonados sus bienes más preciosos. No había peligro de que ninguna banda de asesinos amenazara su huida: la guardia principesca, fuertemente armada, velaría por la seguridad del fugitivo. En cuanto a su destino, el coche no conduciría al infortunado maharajá hacia la degradación de un campo de refugiados infestado de cólera, sino hacia el dorado exilio de otro palacio, su palacio de invierno de Jammu, situado en el sur de su Estado, donde la mayoría de los habitantes eran hindúes y donde antaño había recibido al príncipe de Gales y a su joven ayudante de campo, Lord Louis Mountbatten. Allí podía esperar sentirse seguro.
La precipitada marcha de la Historia había barrido las vanas esperanzas de independencia de quien había sido «Mr. A» en un escándalo de los años 30 en Londres. Sus tergiversaciones no le habían hecho ganar ni siquiera tres meses fuera del «cesto de manzanas» de Louis Mountbatten. Huía de su amenazada capital mientras V. P. Menon, que le había aconsejado esta partida, regresaba a Nueva Delhi para informar al Gobierno indio que el maharajá estaba dispuesto a aceptar cualquier acuerdo a cambio de su protección.
Hari Singh no regresaría jamás a su palacio de Srinagar. Pocos años después, cuando estos lugares quedaran transformados en un hotel de lujo, las habitaciones en que había corrompido a los jóvenes oficiales de su Ejército, cuya lealtad se había mostrado tan frágil, acogerían a ricos turistas americanos.
Tras diecisiete horas de penoso viaje, la caravana del maharajá llegó a Jammu. Agotado, Hari Singh se retiró en seguida a sus aposentos. Antes de dormirse, llamó a su ayudante de campo y le dio su última orden de príncipe reinante. «Despiértame sólo si V. P. Menon vuelve de Nueva Delhi —pidió—, ya que eso significaría que la India ha decidido venir en mi auxilio. Si no ha llegado para el amanecer, pégame un tiro mientras esté dormido, pues ello querrá decir que todo está perdido».
A su regreso a Nueva Delhi, V. P. Menon y los dos oficiales que le acompañaban se presentaron a Lord Mountbatten y a los ministros indios para someterles su informe. Traían noticias alarmantes. Ciertamente, el maharajá había aceptado por fin echar su reino en el cesto de la India, pero la situación militar inspiraba vivas inquietudes. Los pathans se encontraban a menos de cincuenta kilómetros de la capital, amenazando continuamente el único aeródromo de Cachemira donde la India podía desembarcar tropas.
Mountbatten invitó al Gobierno indio a pasar urgentemente a la acción. Ordenó que los primeros elementos indios fuesen aerotransportados al amanecer del día siguiente al aeródromo de Srinagar. Estas tropas deberían mantenerse a toda costa en las pistas hasta la llegada de refuerzos blindados y artillería. Éstos partirían inmediatamente por la única vía terrestre que unía la India con Cachemira, la precaria carretera que el lápiz de Sir Cyril Radcliffe había entregado providencialmente a Nueva Delhi, adjudicando a la India el enclave de Gurdaspur aunque su población fuese musulmana en su mayoría.
Hari Singh no moriría de un balazo en la cabeza. Mountbatten le envió de nuevo a V. P. Menon para hacerle firmar el acta oficial de la incorporación de su reino a la India, que debía amparar con una garantía legal la intervención militar india en Cachemira.
Una vez cumplida esta formalidad, V. P. Menon regresó inmediatamente a Nueva Delhi. Su amigo Sir Alexander Symon, alto comisionado británico adjunto, acudió a felicitarle. Menon exultaba de una alegría tal que llenó el vaso de su anfitrión y el suyo propio con una enorme cantidad de whisky. Levantando el vaso con radiante expresión, sacó del bolsillo de su chaqueta una hoja de papel que agitó febrilmente en dirección al inglés.
—¡Está hecho! —exclamó—. Cachemira es nuestra. El cerdo ha firmado. ¡Y ahora será nuestra para siempre!
La India sería fiel a esta promesa. Los 329 soldados del ler Regimiento de Infantería sikh y las ocho toneladas de material que desembarcaron de nueve «DC 3» sobre las pistas de Srinagar, milagrosamente desiertas, en el amanecer del 2 de octubre de 1947, constituían la vanguardia de un verdadero ejército de hombres y material. Más de cien mil soldados combatirían un día en las nevadas pendientes que habían sido el paraíso de los pescadores de truchas y los cazadores de íbices.
Curiosamente, los indios no deberían su éxito inicial en Cachemira al estratega que había conducido a los ejércitos aliados a la victoria a través de las junglas birmanas, sino al sacrificio de catorce religiosas francesas, belgas, españolas, italianas, portuguesas y escocesas de la Orden de Franciscanas Misioneras de María. Deteniéndose para saquear su convento en la pequeña ciudad de Baramullah, a sólo cincuenta kilómetros de Srinagar, en lugar de precipitarse hacia la capital y el vital objetivo de su aeródromo, los pathans pusieron fin al sueño de Jinnah de anexionarse el valle encantado del emperador Jehangir. Durante todo el lunes 27 de octubre, mientras los primeros sikhs se atrincheraban en el único aeródromo de Cachemira, los pathans daban rienda suelta a su ansia de pillaje, de violación y de matanza. Se arrojaron sobre las religiosas de la pequeña comunidad, mataron a los enfermos y los heridos de su hospital, saquearon el convento y la capilla hasta el último picaporte.
Esa noche, estrechando contra el pecho su crucifijo, la superiora belga, madre Marie-Adeltrude, sucumbió a sus heridas ofreciendo sus sufrimientos a Dios «por la conversión de Cachemira». El martirio de estas santas mujeres no cambiaría en nada la omnipotente influencia del Islam en este enclave situado al pie del Himalaya. Pero dio a los soldados de Jawaharlal Nehru las pocas y decisivas horas de respiro que necesitaban para apoderarse de las posiciones clave del Valle Encantado.
Cuando los pathans reanudaron su marcha sobre Srinagar, era demasiado tarde. Los indios bloquearon su avance. Luego, cuando llegaron sus primeros blindados por la carretera de Sir Cyril Radcliffe, los detuvieron y les obligaron a retroceder en desorden hacia la frontera que habían cruzado dos días antes seguros de conquistar toda Cachemira sin hacer un solo disparo. Espumeando de cólera, Jinnah no vaciló en desafiar a los oficiales británicos de su ejército enviando soldados paquistaníes camuflados como guerrilleros con la misión de avivar la moral de las desfallecientes tribus. Durante meses, el conflicto fue astutamente contenido por los comandantes en jefe británicos de los dos ejércitos enemigos; daría lugar, sobre todo, a proezas de alpinismo militar.
La ONU acabaría ocupándose de la querella. El Valle Encantado se reunió entonces con Palestina, Berlín, Corea y Vietnam en la galería de los problemas insolubles del mundo. El plebiscito al que Mountbatten había logrado atraerse a Nehru dormiría para siempre en el grueso legajo de las buenas intenciones. El país permanecería dividido a lo largo de la línea de alto el fuego fijada en 1948, quedando en manos de la India todo el valle de Cachemira y su capital Srinagar, mientras que una pequeña región montañosa del Norte, en torno a Gilgit, era ocupada por el Pakistán.
Casi treinta años más tarde, la posesión de Cachemira continuaría siendo la principal fuente de discordia entre la India y el Pakistán, el obstáculo quizá más importante para su reconciliación.
DOS BRAHMANES «PURIFICADOS POR EL FUEGO»
E
l joven extremista hindú de Poona que, el día de la Independencia, había invitado a sus partidarios a saludar a la bandera de la cruz gamada del R.S.S.S., contempló maravillado el modesto cobertizo encalado que, aquella tarde del 1 de noviembre de 1947, se convertía en la nueva sede de su periódico
Hindu Rashtra
, la
Nación Hindú
. Junto a una rotativa completamente nueva, crepitaba ya un teletipo de la agencia
Press Trust of India
. A un lado, una especie de cabaña amueblada con unas cuentas cajas invertidas y un par de tambaleantes mesas servía de sala de redacción. Paupérrima instalación, sin duda, pero Ciudadano Kane, erguido en la cumbre del rascacielos de acero y cristal que cobijaba su imperio, no habría experimentado más alegría y orgullo que Nathuram Godsé ese día.
El director de
Hindu Rashtra
recibió con radiante sonrisa a los amigos que había invitado para festejar el feliz acontecimiento. En el patio de tierra aplastada, él mismo había colocado una gran variedad de golosinas: pastas de
barfi
, rollos de
halva
, bombones color ámbar y esmeralda. En medio se calentaba suavemente un gran samovar. El café era la segunda pasión, después de la política, de este indio de gustos espartanos. A veces, recorría a pie varios kilómetros por el solo placer de degustar uno cuyo aroma le agradaba especialmente.