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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (79 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Mountbatten avanzó entonces hacia Nehru y Patel. Apoyando una mano en el hombro de cada uno de ellos, les dijo solemnemente:

—Ustedes saben cuánto quería yo a Gandhiji. Entonces, permítanme decirles una cosa. Durante nuestra última entrevista, me confió su tribulación al verles a ustedes distanciarse uno de otro, ustedes, sus viejos compañeros, los hombres a quienes amaba y admiraba más que a nadie en el mundo. ¿Y saben lo que añadió? «Hoy, le escuchan a usted más que a mí mismo. Haga todo lo posible para reconciliarlos».

Tal era, concluyó Mountbatten, el deseo de Gandhiji en el crepúsculo de su vida. «Si su memoria es tan sagrada como da a entender el dolor de ustedes, entonces deben olvidar sus diferencias y abrazarse».

Conmovidos, los dos hombres se dirigieron uno hacia el otro y se fundieron en un abrazo.

En estas horas de aflicción y de duelo que oprimían los corazones y aniquilaban las voluntades, Louis Mountbatten comprendió que podía prestar un servicio inmediato al país que le había situado a su frente. Se hizo cargo de la organización de los funerales del Padre de la nación.

De acuerdo con Nehru y Patel, sugirió hacer embalsamar el cuerpo de Gandhi y colocarlo en un tren especial que recorrería la India para ofrecer al pueblo que tanto había amado y tanto había servido un último
darsan
con su Mahatma.

Pyarelal Nayar reveló entonces que el Mahatma había pedido expresamente ser incinerado según la costumbre hindú, dentro de las veinticuatro horas siguientes a su fallecimiento.

—En ese caso —declaró Mountbatten—, sólo el Ejército será capaz de controlar el desarrollo de los funerales. Pues mañana, en las calles de Nueva Delhi, se congregarán unas multitudes como no se han conocido jamás en el pasado.

Los dos indios se miraron consternados. Que el profeta de la no violencia fuese conducido a su pira funeraria por profesionales de la guerra, ¿no era hacerle morir una segunda vez?

Mountbatten les tranquilizó. Les recordó que Gandhi admiraba la disciplina militar. No habría presentado ninguna objeción a que el Ejército asumiera una tarea que correspondía esencialmente al mantenimiento del orden y la seguridad de su pueblo.

Nehru y Patel acabaron consintiendo. Tras haber dado las órdenes, Mountbatten regresó para entrevistarse con Nehru.

—Debe usted dirigirse al país, es en usted en quien confía ahora para guiarle.

—Es imposible —gimió Nehru—, Estoy demasiado emocionado. No sabría qué decir.

—Su corazón sabrá hacerle encontrar las palabras, y Dios le inspirará.

La India manifestó su dolor con un gesto simbólico como ninguno. Así como Gandhi había lanzado a su pueblo por los caminos de la Independencia decretando un
hartal
, una jornada de duelo nacional, así también los indios solemnizaron su salida de este mundo en el dolorido silencio de otro
hartal
dedicado al recogimiento. En vano se había buscado, flotando sobre las vastas llanuras o elevándose de los chamizos de las junglas urbanas, ese halo tradicional de la noche india, la humareda de las hogueras que servían para preparar las comidas de sus habitantes. En homenaje al Mahatma, ningún fuego brilló esa noche en la inmensa península.

Bombay adquirió el aspecto de una ciudad fantasma. Desde las lujosas mansiones de Malabar Hill hasta los barrios de chabolas de Parel, toda la ciudad estaba en silencio, a excepción de los aparatos de radio que difundían sin interrupción los cánticos preferidos de Gandhi:
Ramdhan, Oh Dios mío
y
Cuando contemplo tu vivificante cruz
. Ante el monumento de la Puerta de la India, un hombre exclamó: «¡Voy a reunirme con Gandhiji!» y saltó al mar. Decenas más de indios imitaron este gesto. Otros, por decenas también, cayeron fulminados ante la noticia. Cerca del inmenso Maidan desierto de Calcuta un
sadhu
, con cuerpo y el rostro cubiertos de cenizas, recorría las calles gimiendo incansablemente: «El Mahatma ha muerto. ¿Cuándo vendrá otro como él?»

En todas partes las tiendas, cafés, restaurantes, cines, talleres, cerraron sus puertas. En el Pakistán, millones de mujeres rompieron sus brazaletes de vidrio en un gesto tradicional de desesperación.

Pero, a menudo también, la cólera venció al dolor. En Poona, un cordón de policías tuvo que proteger los locales del periódico
Hindu Rashtra
. En Bombay, más de un millar de personas marcharon sobre la casa de Savarkar. En numerosas ciudades, muchedumbres desencadenadas atacaron los locales del partido extremista
Hindu Mahasabha
.

Ranjit Lal, el campesino de Chatharpur que el 15 de agosto había llevado a toda su familia a Nueva Delhi para celebrar de la Independencia, se enteró de la muerte de Gandhi por el aparato de radio que el Ministerio de Agricultura había regalado a su pueblo. Inmediatamente, Ranjit Lal, los tres mil habitantes de Chatharpur, así como todos los de los campos circundantes, se pusieron en camino hacia el lugar en que habían recibido la libertad para llorar a aquel que había sido su artífice. Como predijo Mountbatten, un inmenso río humano empezó a desembocar en la capital desde el amanecer.

Cubiertos de pétalos de rosas y de flores de jazmín, los restos mortales del Mahatma fueron llevados a la terraza del primer piso de Birla House. Cinco lámparas de aceite, símbolos de los cuatro elementos naturales el fuego, el agua, el aire, la tierra y de la luz que los une, fueron colocados en torno a su cabeza. Luego, la camilla fue inclinada para ofrecer al pueblo de la India un último
darsan
con su Gran Alma desaparecida.

Desde hacía horas, millares de personas se disputaban furiosamente el derecho a decir adiós a su liberador. Del mismo modo que en otro tiempo desafiaron en su nombre los
lathi
de la Policía británica desafiaban esta tarde los de las guardias de Birla House para ver el venerado cuerpo. Millares más invadieron el jardín donde había sido asesinado Gandhi, arrancando cada flor, cada mata de hierba para hacer de ellas una preciosa reliquia.

En el otro extremo de la ciudad, un hombre destrozado se acercó al micrófono de la Radiodifusión india. En la inmensidad de la aflicción, Jawaharlal Nehru encontró el valor y la inspiración de las palabras que consiguió pronunciar:

La luz se ha extinguido sobre nuestras vidas y todo es ya tiniebla
—exclamó—.
Nuestro amado jefe, el que llamábamos Bapu, el Padre de la nación, nos ha dejado. He dicho que la luz se ha extinguido, pero no es cierto. La luz que ha brillado sobre este país no era una luz corriente.

Dentro de mil años, continuará resplandeciendo. El mundo la verá, pues traerá consuelo a todos los corazones. Esta luz representaba algo más que el presente inmediato. Representaba la vida y las verdades eternas, recordándonos el camino recto, protegiéndonos del error, conduciendo a nuestro viejo país hacia la libertad.

La luz de que hablaba Nehru pertenecía al mundo tanto como a la India. De todos los rincones del Universo llegaron mensajes de condolencia.

En Gran Bretaña, ningún acontecimiento desde el fin de la guerra suscitó tanta emoción. En las calles de Londres, las gentes se pasaban de mano en mano las ediciones especiales de los periódicos, rápidamente agotadas. El rey Jorge VI, el Primer Ministro Clement Attlee, su viejo enemigo Winston Churchill, el arzobispo de Canterbury, entre millares de otros, expresaron su simpatía. El más sorprendente de los testimonios fue, sin duda, el del dramaturgo irlandés George Bernard Shaw, a quien Gandhi había conocido en Londres en 1931. Su asesinato, declaró, «demuestra lo peligroso que es ser bueno».

El dolor de Francia se manifestó por la voz de su presidente del Consejo, Georges Bidault. Subrayó que «todos los que creen en la fraternidad de los hombres llorarán la muerte de Gandhi». De África del Sur llegó el tributo de quien había sido el primer adversario político de Gandhi, el mariscal Jan Smuts. «Acaba de marcharse un príncipe entre los hombres», reconoció. Desde el Vaticano, Pío XII saludó a «un apóstol de la paz y un amigo de los cristianos». Los chinos, los indonesios e innumerables pueblos colonizados se sintieron conmocionados ante la desaparición del que era el pionero de la independencia en Asia. En Washington, el presidente Harry Truman declaró que «el mundo entero llora con la India».

En Moscú, una considerable multitud acudió a firmar en el registro de condolencias abierto por el primer embajador de la India en la URSS, la señora V.L. Pandit, hermana de Nehru. Pero ni un solo ministro o alto funcionario de José Stalin estampó en él su firma.

«No puede haber controversias frente a la muerte —escribió por su parte Mohammed Ali Jinnah en su mensaje de simpatía—, pues Gandhi era uno de los más grandes hombres que jamás haya tenido la comunidad hindú». Cuando uno de sus colaboradores se atrevió a hacerle notar que la dimensión de Gandhi rebasaba con mucho el marco de su comunidad religiosa, el dirigente musulmán no ocultó su desacuerdo. No importaba que, quince días antes, Gandhi hubiera puesto en juego su vida por los musulmanes de la India y por salvar al Pakistán de la bancarrota. Jinnah se mantenía inflexible.

—No —objetó—, era lo qué era: un gran hindú.

Como no podía ser por menos, correspondió a la India el honor de rendir a su Mahatma el homenaje más vibrante. Se expresó en las columnas del diario
Hindustan Standard
. En toda la primera planta enmarcada por una gran orla negra, la sobriedad de un mensaje escrito en caracteres gigantes mostraba las dimensiones del acontecimiento.

Gandhiji ha sido asesinado por su propio pueblo por cuya redención vivió. Esta segunda crucifixión en la historia del mundo ha tenido lugar en viernes, el mismo día en que fue muerto Jesús mil novecientos quince años antes. Padre, perdónanos.

El cuerpo del Mahatma fue bajado de la terraza de Birla House después de medianoche. Hasta el amanecer, perteneció de nuevo al pequeño grupo que había compartido su austera existencia: sus sobrinas-nietas Manu y Abha, su secretario Pyarelal Nayar, sus hijos Ramdas y Devadas y el puñado de fieles que habían permanecido a su lado en las horas gloriosas o dolorosas del último año de su vida.

De conformidad con la estricta tradición hindú, Manu y Abha extendieron estiércol de vaca sobre al suelo de mármol de su habitación antes de colocar en él una parihuela de madera. Cuando las dos muchachas, ayudadas por los hijos de Gandhi, terminaron de lavar el cuerpo, lo envolvieron en un sudario de
khadi
hilado por uno de sus íntimos y lo depositaron sobre la parihuela, cubierta, a su vez, por una sábana de
khadi
. Un sacerdote brahmán le untó el pecho con pasta de sándalo y polvo de azafrán, y Manu puso un
tilak
rojo sobre su frente. Ayudada por Abha, compuso en torno a su cabeza las palabras
He Ram
en hojas de laurel y, a sus pies, la sílaba sagrada
om
con pétalos de flores. Eran las tres y media de la mañana, la hora a que Gandhi acostumbraba levantarse para su oración. Sus compañeros se sentaron alrededor de su cadáver y entornaron un cántico de despedida.

Cúbrete de polvo, porque serás una misma cosa con el polvo
—cantaban las voces, estranguladas por los sollozos—,
toma tu baño y ponte vestidos nuevos. Vas
a un lugar desde el que no se regresa.

Antes de entregar el cuerpo de su Bapu al mundo impaciente que le esperaba, realizaron un último gesto. Todos sabían cuánto detestaba Gandhi la costumbre de adornar a los difuntos con guirnaldas de flores. Por ello, Devadas colocó en torno al cuello de su padre el único adorno que Mohandas Karamchad Gandhi llevaría en su viaje a la eternidad, un simple collar hecho de pequeñas cuentas de algodón, semejantes a las que él mismo había hilado esa tarde con su rueca.

Durante toda la noche, el pueblo de la India acudió para rendir homenaje a su Mahatma difunto. El barrio entero retumbaba con un concierto de lamentaciones, gemidos y llantos. Al amanecer, la camilla de madera fue llevada nuevamente a la terraza. Con el rostro resplandeciente de serenidad y el pecho herido cubierto de flores, el Mahatma Gandhi ofrecía un
darsan
de despedida a su amado pueblo.

Poco después de las once de la mañana, la parihuela fue colocada en el vehículo militar que iba a conducirle a través de la capital en duelo hasta su último destino terrestre, la pira de
Rajghat
, lugar de cremación de los reyes erigido a orillas del Yamuna.

Jawaharlal Nehru, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, y Vallabhbhai Patel ayudaron a Manu y Abha a realizar los últimos ritos fúnebres. Colocaron sobre el cuerpo lienzos blancos y rojos, a fin de indicar que el difunto había vivido toda la plenitud de su existencia y que su muerte era una marcha sin pena hacia la eternidad. Luego, le recubrieron con el manto más glorioso con que podía ser envuelto en su pira funeraria el Padre de la nación: la bandera amarilla, blanca y verde de la India independiente.

El general responsable de las honras fúnebres, el inglés Sir Rou Bucher, comandante en jefe del Ejército indio, inspeccionó el cortejo. Por una extraordinaria ironía, era la segunda vez que organizaba las exequias de Mohandas Gandhi. Era él, en efecto, quien se encargó de preparar los funerales a los que el indomable hombrecillo se había negado a someterse en 1942, con ocasión de su famoso ayuno de veintiún días.

Por respeto al horror que sentía hacia el maquinismo moderno, el furgón automóvil que debía conducir a Gandhi al lugar de su cremación no sería propulsado por su motor: doscientos cincuenta soldados de los tres Ejércitos tirarían de él con cuatro largas cuerdas de cáñamo.

A una señal del general inglés, el cortejo comenzó a avanzar lentamente a través de la multitud apiñada ante Birla House. Como último homenaje de Louis Mountbatten a quien la Gran Bretaña humilló durante tanto tiempo, cuatro automóviles blindados y un escuadrón montado de la guardia del gobernador general abrían la marcha. Era la primera vez que estos jinetes de la vieja guardia de los virreyes rendían honores a un indio. Como las olas volviéndose a cerrar sobre la estela de un navío, la multitud se precipitó tras la procesión, ministros, coolíes, maharajás, barrenderos, gobernadores, musulmanes con
burqa
, representantes de todas las castas, religiones, razas y colores de la India, unidos todos en un mismo dolor.

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