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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (74 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Apenas había ocupado Gandhi su puesto en la plataforma cuando alguien corrió a prosternarse a sus pies, suplicándole que proclamara ser la encarnación de Dios. Él detestaba este género de manifestaciones. Sonriendo, no obstante, con tolerancia, rogó al exaltado que se sentara y orase. «No soy más que un mortal, exactamente lo mismo que tú», le dijo.

El taxi de Apté llegaba en aquellos momentos a la puerta de servicio. Por haber querido ahorrarse una rupia, el segundo «guía» llegaba con retraso. Karkaré le esperaba con impaciencia para exponerle la situación. Se deslizó hacia él y susurró que la bomba de Madanlal estaba cebada y presta para estallar. En cuanto a la habitación cuyo tragaluz se abría justamente sobre la espalda de Gandhi, no tendría ninguna dificultad para llegar hasta ella: había dado diez rupias a su ocupante, al cual señaló con el dedo. Apté ordenó a Badgé y a Gopal Godsé que fueran inmediatamente a ocupar su puesto junto al tragaluz. Apenas había dado unos pasos, cuando el falso
sadhu
 suministrador de armas se detuvo petrificado. Nada en el mundo podría decidirle a entrar en la habitación. Ningún argumento, ninguna promesa, ninguna amenaza sería lo bastante poderosa como para obligarle a franquear su umbral. Una voz interior, en efecto, acababa de hablarle, la voz de una India milenaria como sus
rishi
y sus junglas, la India de los símbolos y de los augurios. En criado sentado ante su puerta era tuerto. Su defecto representaba el más nefasto de los presagios. Badgé retrocedió. «Ese hombre no tiene más que un ojo —gimió—, yo no puedo entrar en su habitación».

El tiempo apremiaba. En el césped, la multitud había terminado de entonar los cánticos, y Gandhi comenzaba a hablar. Su voz era demasiado débil para ser audible a pesar del micrófono, y Sushila Nayar debía repetir sus palabras una a una. Era evidente que su estado de fatiga obligaría a Gandhi a acortar la reunión.

Había que actuar con rapidez. Apté asignó sobre la marcha una nueva misión a Badgé: la de introducirse en la multitud lo más cerca posible de Gandhi para, llegado el momento, poder dispararle su revólver en pleno pecho. Gopal Godsé se situaría solo junto al tragaluz y como estaba previsto, lanzaría la granada al producirse la explosión de la bomba.

Gopal Godsé entró sin vacilar en la vivienda del criado tuerto y cerró la puerta tras de sí. Mientras avanzaba a tientas en la oscuridad, oía la voz de Sushila Nayar repetir una frase de Gandhi: «El que es enemigo de los musulmanes es enemigo de la India». Al llegar al pie del tragaluz, descubrió con estupor una terrible laguna en el plan de Apté. Éste, al examinar el terreno por la mañana, no se había tomado la molestia de inspeccionar el interior de la habitación. Hallándose el edificio a nivel inferior al del césped, la pequeña ventana se abría a más de dos metros del suelo. El joven brahmán buscó desesperadamente un punto de apoyo que le permitiera izarse hasta el orificio. Acabó cogiendo el
charpoy
del criado ciego y lo levantó apoyándolo contra la pared a manera de escala.

Afuera, todo estaba en orden. Nathuram Godsé distinguió entre la multitud a Karkaré, visiblemente presto a lanzar su granada sobre Gandhi, que denunciaba ahora «el trato cruel» de que eran víctimas los negros americanos. Había llegado el momento de desencadenar la operación: se llevó la mano a la barbilla. Apté esperaba su señal y levantó inmediatamente el brazo para advertir a Madanlal Pahwa. Este también estaba atento. Había llegado el maravilloso instante en que soñaba desde el día en que viose obligado a huir: iba a vengarse. Dio una profunda chupada a su cigarro y se inclinó para encender la mecha de la bomba.

«Si nos aferramos a nuestras buenas resoluciones —repetía Sushila Nayar—, nos elevaremos hacia nuevas esferas morales…»

El estruendo de la explosión cubrió el resto de la frase.

—¡Oh, Dios mío! —gimió Sushila.

—¿Qué muerte mejor podrías desear que una muerte en plena oración? —se asombró Gandhi.

En la habitación del criado tuerto, Gopal Godsé había realizado intensos esfuerzos por llegar hasta el tragaluz. Pero las cuerdas del
charpoy
estaban demasiado distendidas para servirle de escala. Subiéndose a la armadura de la cama, solamente había podido llegar al reborde del orificio. Lo único que podía hacer era agarrarse con fuerza a este reborde y lanzar su granada al azar cuando oyera los primeros disparos de revólver. Pero, en lugar de las detonaciones previstas, lo que oyó fue la voz de Gandhi.

—Escuchad, escuchad, no es nada —se desgañitaba Gandhi para tranquilizar a la multitud—. Son los militares que hacen ejercicios. Sentaos y permaneced tranquilos, la oración continúa.

Una confusión total reinaba sobre el césped. La bomba de Madanlal no había causado ninguna víctima, y apenas ningún destrozo, pero provocó el aturdimiento y la confusión que debían permitir a los asesinos asestar su golpe y escapar sin ser inquietados. Un remolino de la multitud llevó a Karkaré a menos de cinco metros de Gandhi, blanco espléndido que una sola de sus granadas podía despedazar. En el momento de arrancar la anilla, buscó con la vista el cañón de un revólver en el tragaluz situado detrás del estrado. Al no ver nada, decidió esperar.

Gopal Godsé había renunciado a lanzar a ciegas la granada. Acababa de saltar al suelo desde el
charpoy
. «Que los demás se las arreglen y hagan el trabajo», farfulló furioso, buscando el picaporte. Su nerviosismo era tal, que sus dedos fueron impotentes para hacerlo girar. El pánico se apoderó de él: se vio atrapado en la habitación del tuerto. Cuando logró abrir, la luz le hizo parpadear. Luego, en medio de personas que corrían de un lado a otro, reconoció a Madanlal Pahwa, a quien dos policías sujetaban por los brazos. Más lejos, vio a su hermano Nathuram y Apté que parecían completamente desconcertados. Gopal se reunió con ellos. Los tres parecieron titubear un instante. Ante la enormidad de su fracaso, decidieron finalmente abandonar a sus cómplices y huir. Salieron sin tropiezos de Birla House y subieron al taxi verde que había tomado Apté.

Con la mano crispada sobre la granada, Karkaré continuaba esperando ver aparecer el revólver en el hueco del tragaluz. Cada segundo que pasaba le iba restando al posadero de Admednagar un poco de su decisión. Fue entonces cuando descubrió a Badgé entre la multitud, a una decena de metros. «¿Qué hace ahí y por qué no dispara?», se preguntó. El falso
sadhu
no tenía la menor intención de sacar su revólver. Por el señuelo de unas cuantas rupias se había metido en una aventura que, en realidad, le pillaba muy lejos. Él no era ni un idealista ni un ángel purificador, sino un comerciante. Su negocio era vender armas, no utilizarlas. Rehuyendo la reprobadora mirada de Karkaré, aprovechó la confusión para desaparecer a su vez. Karkaré vio entonces a los dos policías que se llevaban a Madanlal hacia el puesto instalado a la entrada de Birla House. Desde entonces, no tuvo más que un pensamiento: huir.

Mientras se extendía el rumor de que «un loco refugiado penjabí» había realizado una «estruendosa manifestación» contra él, Gandhi anunció tranquilamente:

—A partir de este momento, estoy dispuesto a marchar al Pakistán. Si el Gobierno y los médicos me lo autorizan, puedo ponerme en camino inmediatamente.

Sonriendo, con el rostro resplandeciente de felicidad, por completo inconsciente de la muerte a la que acababa de escapar, Gandhi subió de nuevo a su silla de manos y regresó a su habitación entre las aclamaciones de sus fieles.

En el taxi, los dos organizadores del fallido atentado se hallaban abrumados por una espantosa sensación de fracaso. Fulminado por una nueva jaqueca, Nathuram Godsé hundió el rostro entre las manos. No tenían la menor idea de lo que iba a pasar. Habían creído tan ciegamente en su plan que ninguno de ellos había contemplado otra cosa que el éxito. Se hallaban ahora en peligro. El refugiado Madanlal Pahwa ignoraba su verdadera identidad, pero sabía que eran de Poona y conocía la existencia de su periódico. Con estos datos, la Policía no tardaría mucho en detenerles.

A la amargura se añadía la vergüenza. Habían incumplido el compromiso contraído ante los extremistas hindúes de Poona y de Bombay, de los que habían recibido el dinero necesario para llevar a cabo su acción. Sobre todo, habían traicionado la confianza de su jefe, el hombre a cuyos pies se habían prosternado antes de embarcarse en aquella lamentable aventura, Savarkar,
el Bravo
, su mesías.

Nathuram Godsé recordó a su joven hermano que era padre de familia y, por ello, debía regresar urgentemente a Poona y buscarse una coartada. Luego, mandó detener el coche. Gopal se bajó y quedóse mirando cómo se alejaba Nathuram, rogando para que, de una manera u otra, pudiera vengarle de un fracaso por el que se maldecía.

En Birla House el ambiente era parecido al que reinaba dos días antes, cuando Gandhi rompió su ayuno. Telegramas y llamadas telefónicas ofrecían sin cesar nuevos testimonios de alivio. Nehru y Patel acudieron para abrazar al Mahatma. Cientos de visitantes hicieron cola a la puerta de su habitación para testimoniarle su afecto. Entre los primeros, se hallaba Edwina Mountbatten.

—No hay por qué felicitarme, no he dado pruebas de la menor valentía —declaró a la ex virreina con expresión risueña.

Gandhi no había pensado ni por un momento en la explosión de una bomba. Había creído realmente que se trataba de unos ejercicios militares.

—Si alguien me hubiera disparado a bocajarro —añadió—, y yo le hubiera hecho frente sonriendo y repitiendo el nombre de Rama, sólo entonces merecería vuestros homenajes.

D. W. Mehra, director general adjunto de la Policía de Nueva Delhi y encargado de las investigaciones criminales, se hallaba postrado en cama a consecuencia de una gripe. Tres mensajes llegaron a su cabecera durante la tarde del 20 de enero. El primero informaba que había estallado una bomba durante la oración pública de Gandhi y que había sido detenido el culpable. Dos horas después, el segundo precisaba que el autor del atentado se negaba a hablar. Mehra autorizó inmediatamente el procedimiento de interrogatorio llamado de «tercer grado». Pero fue el último mensaje el que determinaría el curso de la investigación policíaca. Firmado por su superior D. J. Sanjevi, director general de la Policía de Nueva Delhi, le notificaba: «No se ocupe del atentado de Birla House. Tomo personalmente en mis manos este asunto».

La orden era tan extraña como inesperada. Aunque su autor era, en efecto, el jefe oficial de la Policía de la capital india, no acostumbraba ocuparse de investigaciones criminales, dejando esta responsabilidad a su brillante adjunto. Ninguna afición particular al arte de la investigación policíaca había impulsado, en efecto, a este alto funcionario procedente de la rama política de su Administración a obtener el cargo supremo que ocupaba, sino el simple deseo de gozar de las ventajas y prerrogativas inherentes al cargo. «Antes de retirarme —había confesado Sanjevi—, quiero un automóvil con banderín en el guardabarros, una escolta en jeep y una guardia de honor que me presente armas cuando llegue a mi despacho».

En su celda de la comisaría de Policía de Parliament Street, Madanlal Pahwa comenzaba a pagar el precio de la celebridad que le habían augurado los astrólogos. Con el cuerpo magullado y tumefacto el rostro, cedía poco a poco a los golpes de los tres policías que le interrogaban sin descanso desde hacía dos horas. Pero no quería traicionar a sus camaradas. Convencido de que repetirían el intento, deseaba dejarles campo libre durante el mayor tiempo posible.

No podría evitar, sin embargo, dejar escapar una información que resultaría de capital importancia. Reconoció no ser un refugiado que hubiera actuado en un acceso de locura, sino pertenecer a un grupo organizado. Sus miembros habían decidido matar a Gandhi, explicó, «porque quería obligar a los refugiados hindúes a devolver las mezquitas y las casas musulmanas, porque él era el causante de que se hubieran entregados las rupias al Pakistán y porque no cesaba de acudir en auxilio de los musulmanes».

Horas después, calculando que sus cómplices habían tenido tiempo de alejarse suficientemente, dio algunos detalles sin interés sobre lo que había hecho antes del atentado. Luego, llevado de un irreprimible deseo de destacar, dejó escapar una segunda información esencial. Se jactó de haber conocido a Savarkar y de haber oído hablar mucho en su casa de «las fechorías de Gandhiji». Logró mantenerse evasivo ante las apremiantes preguntas sobre sus cómplices, no dando más que un solo nombre; y aun entonces se las arregló para deformarlo, convirtiéndose el posadero Karkaré en un tal «Kirkré». Su descripción de Nathuram Godsé no guardaba ninguna semejanza con la realidad, a excepción, sin embargo, de su profesión. Se trataba, confesó, «del director de un periódico maratha que se llama el
Rashtryia
». Este nombre incompleto y mal escrito representaba, no obstante, la información más valiosa que podía esperar la Policía.

Durante el interrogatorio, varios investigadores practicaban una inspección en la sede del partido
Hindu Mahasabha
y en el hotel «Marina» de Connaught Circus. No encontraron a nadie. Badgé huía ya a centenares de kilómetros, en un tren que se dirigía a Poona. Karkaré y Gopal Godsé se habían escondido bajo nombres falsos en un hotel de la Vieja Delhi. Apté y Nathuram Godsé habían abandonado el hotel «Marina» varias horas antes. Sobre la mesa de la habitación número 40, los policías descubrieron, sin embargo, un cuarto indicio importante. Era un artículo mecanografiado en el que se denunciaba la carta que habían refrendado todos los dirigentes de Nueva Delhi para poner fin a la huelga de hambre de Gandhi. El documento llevaba la firma de un tal Ashutosh Lahiri, secretario general del
Hindu Mahasabha
. A la Policía le habría bastado interrogarle para enterarse de que entre sus relaciones figuraban Narayan Apté y Nathuram Godsé. Este responsable de su partido sabía perfectamente que éstos eran los directores de un periódico extremista financiado por Savarkar, el
Hindu Rashtra
de Poona.

A medianoche, los policías suspendieron el primer interrogatorio de Madanlal Pahwa. Tenían razones sobradas para sentirse satisfechos. Habían bastado unas horas para establecer que se encontraban ante una conspiración de seis conjurados, partidarios todos ellos de Savarkar, cuya organización se hallaba sometida a vigilancia desde el mes de mayo. Las informaciones que poseían les permitirían identificar rápidamente a Nathuram Godsé y Narayan Apté. Era un buen resultado. Todo policía razonable habría apostado esa noche por la detención de los cómplices en muy breve plazo. Sin embargo, esta investigación tan bien comenzada sería llevada de una manera tan incoherente, tan sorprendente, que, treinta años más tarde, en la India continuaría alimentando apasionadas controversias.

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