Esta noche, la libertad (69 page)

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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

BOOK: Esta noche, la libertad
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La persona que pretendía erigirse en ángel vengador del hinduismo se volvió hacia su socio. Un único acto acapararía en lo sucesivo sus preocupaciones, declaró. Necesitaban reunir todas sus energías, todos sus recursos al servicio de un objetivo supremo. «Debemos matar a Gandhi», anunció fríamente Nathuram Godsé.

Los últimos rayos del sol calentaban al anciano que caminaba con menudos pasos. Apoyada una mano en el hombro de Manu y la otra en el de Abha, el Mahatma subió lentamente los cuatro escalones de piedra de Birla House que conducían al amplio césped rodeado de rosales. En la apacible belleza de este jardín, Gandhi había encontrado el lugar más adecuado para su cotidiana cita con sus compatriotas, su reunión vespertina de oración. Bajo el tejadillo de un cenador situado al extremo del césped, se colocó una plataforma de madera en la que había una esterilla de paja y un micrófono. Manu se ocupó de llevar el ejemplar del
Gita
, el cuaderno de reflexiones y la pequeña escupidera de cobre de la que nunca se separaba Gandhi. Dadas las excepcionales circunstancias, más de seiscientas personas cubrían el césped.

Gandhi invitó a los presentes a entonar el poema de Tagore que había cantado durante su marcha de la sal y tarareado mientras cruzaba los pantanos hostiles de Noakhali: «Si no responden a tu llamada, camina solo, camina solo». Luego, explicó que el objeto de su ayuno era «pedir a Dios que purifique el alma de todos los hombres y suprima todas sus diferencias. Los hindúes, los sikhs y los musulmanes deben decidirse a vivir en paz en este país, como hermanos».

Oyéndole pronunciar cada palabra con tal convicción, la fotógrafo Margaret Bourke-White sintió una «especie de grandeza planear sobre la frágil silueta que hablaba con tanta sinceridad a la caída del crepúsculo».

—Pongo a prueba a Nueva Delhi —anunció—. Cualesquiera que sean las matanzas que afligen a la India o al Pakistán, imploro al pueblo de nuestra capital que no se deje apartar de nuestro deber (…). Aun cuando fuesen degollados todos los hindúes y los sikhs que continúan viviendo en el Pakistán, sería preciso proteger hasta la vida del más insignificante niño musulmán residente en nuestro país (…). Todas las comunidades, todos los indios deben remplazar la bestialidad por la humanidad y convertirse de nuevo en auténticos indios. Si no pueden lograrlo, mi presencia en este mundo es inútil.

Había terminado. Un angustiado silencio descendió sobre el jardín. Manu recogió la escupidera, el cuaderno y el
Gita
. Luego, sin pronunciar palabra, la multitud se apartó para dejar pasar a Gandhi.

Fijos los ojos en él mientras se alejaba, Margaret Bourke-White, como tantos otros aquella tarde, se preguntó si «volveríamos a ver alguna vez a Gandhiji».

Ningún oído indiscreto espiaba en Poona a los cuatro hombres reunidos en la oficina del periódico extremista
Hindu Rashtra
. El inspector que, tres meses antes, asistió a su inauguración desde una ventana había recibido la orden de interrumpir la vigilancia. Sin embargo, lo que decía Nathuram Godsé habría sido del máximo interés para un oído policíaco. Ante su socio Apté, el hotelero Vishnu Karkaré y el refugiado Madanlal Pahwa, Godsé trazaba un apasionado cuadro de la situación. Luego, exclamó:

—Es preciso pasar a la acción. Debemos matar a Gandhi.

Esta decisión obtuvo la entusiasta aprobación de Madanlal Pahwa. La perspectiva de saborear la venganza tanto tiempo esperada desde que viera a su padre mutilado en un hospital del Penjab se abría por fin ante él. El ardiente Karkaré dio también su aprobación.

Los cuatro hombres se dirigieron entonces a la tienda del traficante de armas que recorría la provincia de Bombay disfrazado de
sadhu
. Como un joyero ante un grupo de ricos clientes, Digambar Badgé mostró sobre una alfombra las joyas de su arsenal. Había allí granadas, una metralleta, explosivos, dos lanzallamas, en resumen, lo suficiente como para desencadenar una revolución, excepto la única arma indispensable, un revólver. Se pidió al falso
sadhu
que se agenciara uno urgentemente.

Antes de abandonar su ciudad natal, Poona, cuna del hinduismo fanático que había abrazado, Nathuram Godsé tenía que cumplir un último deber. Al igual que el personaje a quien quería asesinar, poseía pocos bienes. Su única fortuna estaba representada por las dos hojas de papel que llevó a un empleado de la agencia local de la
Oriental Life Insurance Co
. Se trataba de dos pólizas de seguro de vida cuyo beneficiario no había estipulado aún Godsé. Completó la primera, que ostentaba el número 1166101 y un valor de tres mil rupias, a favor de la esposa de su joven hermano Gopal, que había pedido tomar parte en el complot. La segunda, con el número 1166102 y un valor de dos mil rupias, fue rellenada en favor de la esposa de su socio Apté. Como un condenado a muerte que acabara de redactar su testimonio, Godsé estaba ahora dispuesto a dar su vida para destruir la del hombre a quien la mitad del mundo consideraba un santo.

Decimocuarta estación del viacrucis de Gandhi:
un simple vaso de agua tibia

A lo largo de sus ayunos, Gandhi había llevado siempre una vida normal durante todo el tiempo que sus fuerzas se lo permitían. Se levantó, pues, como de costumbre a las tres y media de la mañana del miércoles, 14 de enero, para recitar el
Gita
. Pocos minutos después, cuando hubo terminado de frotarse las encías y lo que le quedaba de dentadura con una ramita de mango, Manu le oyó murmurar con malicia: «¡Ah, cuánto me gustaría comer hoy!»

Al oír estas palabras, la muchacha, que se había despertado dos veces durante la noche para asegurarse de que estaba bien tapado, ofreció a Gandhi su primera «comida» del día, un vaso de agua tibia con un poco de bicarbonato. Gandhi torció el gesto y tomó el brebaje a pequeños tragos.

Luego, se dedicó a una tarea en la que reflexionaba desde la víspera. Quería responder al conmovedor llamamiento de su hijo menor, Dévadas, que le pedía renunciar a su sacrificio. «Lo que tu vida puede conseguir, no lo podrá conseguir tu muerte», le había escrito. Gandhi llamó a Manu y le dictó su respuesta:

«Sólo Dios, que me ha ordenado este ayuno, puede obligarme a romperlo. Mientras tanto, os ruego, a ti y a todos los demás, que no olvidéis que puede ser igualmente útil que Dios ponga fin a mis días o que me autorice a sobrevivir. No tengo más que una oración que ofrecer: Oh, Dios, ayúdame a permanecer firme durante esta prueba y protégeme de la tentación de poner fin a ella rápidamente por temor a morir».

El riesgo de muerte angustiaba ya a los que le rodeaban. Gandhi tenía setenta y ocho años, y sus fuerzas físicas habían disminuido notablemente en pocos meses. Tras el ayuno de Calcuta, sus riñones daban señales de debilidad. Además, los acontecimientos del Penjab le habían trastornado de tal manera que prácticamente había cesado de alimentarse desde hacía algún tiempo. Sufría, además, bruscos ataques de tensión. El único medicamento que le pudo hacer tomar la doctora Sushila Nayar era una poción calmante extraída de la corteza de un árbol llamado
sarpaghanda
[43]
. Esta droga se hallaba ahora proscrita por las rigurosas reglas que se imponía. Mientras acompañaba a su paciente a lo que se convertiría en un doloroso rito cotidiano, el acto de pesarse, la joven se preguntó cuánto tiempo podría aguantar.

La aguja de la báscula le dio una respuesta provisional. Esta mañana de miércoles, 14 de enero, pesaba 49,5 kilos. La primera jornada de ayuno le había hecho perder uno. Sushila sabía que antes de mucho tiempo Gandhi habría quemado sus exiguas reservas. Al igual que les ocurre a todos los que hacen una huelga de hambre, el momento crítico llegaría cuando su organismo empezase a devorar las proteínas de sus tejidos. Este fenómeno desencadenaría un proceso generalmente irreversible y fatal. En el estado de agotamiento en que se encontraba el Mahatma, esto podía sobrevenir brutalmente.

El hecho de que, en estas horas cruciales, Gandhi hubiese elegido a una mujer para velar por su salud revelaba un aspecto esencial de su filosofía. Desde la época de su primera campaña de desobediencia civil en África del Sur, las mujeres habían estado siempre en la primera línea de su movimiento.

Es inútil esperar la emancipación de la India, había afirmado sin cesar, en tanto no se hayan emancipado las propias mujeres indias. Las mujeres representaban «la mitad oprimida de la Humanidad», y, aseguraba, su esclavitud echaba sus raíces en el estrecho círculo de los trabajos domésticos a que las confinaba una sociedad dominada por los hombres. Al fundar su primer
ashram
en África del Sur, había decretado que hombres y mujeres se repartieran por igual las tareas domésticas. Sustituyó las cocinas familiares separadas por un refectorio mixto. Liberadas así de las cargas de la casa, las mujeres podían participar en las actividades políticas y sociales de la comunidad.

Lo hicieron con un vigor admirable. Cada etapa del combate de la India por su independencia vio a las mujeres indias enfrentarse, junto a los hombres, a las cargas de los
lathi
de la Policía británica. Se pusieron al frente de espectaculares acciones de masas, llenando las cárceles por millares.

Pero Gandhi no habría sido verdaderamente Gandhi si sus esfuerzos por liberar a las mujeres de la India no hubieran ido acompañados de ciertas contradicciones. Aconsejaba, así, a las muchachas que, en caso de violación por las carreteras del Penjab, se mordieran la lengua y contuviesen la respiración hasta morir. Igualmente, siempre se había opuesto al uso de anticonceptivos para resolver el terrible problema del aumento de la población, pues los consideraba incompatibles con su concepción de la medicina natural. La única forma de limitación de los nacimientos aceptable a sus ojos era la que él mismo practicaba, la continencia.

La sociedad india, que, hacía menos de un siglo, aún condenaba a las viudas a precipitarse en las piras funerarias de sus maridos, había, sin embargo, evolucionado tanto bajo el impulso del Mahatma que uno de los ministros del primer Gobierno de la India independiente era una mujer.

Poco antes de mediodía, los miembros de este Gobierno se reunieron junto al anciano que encarnaba de nuevo la conciencia de la India. Presididos por Nehru y Patel, habían abandonado sus lujosos despachos para celebrar un Consejo en torno al
charpoy
de quien les había dado la llave de sus Ministerios. El acudir a su cabecera se debía a la decisión de subordinar el fin de su ayuno al pago por parte de la India de los 550 millones de rupias adeudados al Pakistán.

Esta condición había indignado a la mayoría de los ministros, en particular a Vallabhbhai Patel, que intentó justificar sus razones para retener esta suma. Gandhi le escuchó en silencio. Luego, con lágrimas en los ojos, se incorporó trabajosamente apoyándose en los codos y clavó su mirada en el compañero de tantos duros combates.

—Tú no eres el mismo que yo conocía antes —murmuró solamente.

Durante todo el día, dirigentes hindúes, sikhs y musulmanes desfilaron ante Gandhi para suplicarle que abandonara la huelga de hambre.

Su inquietud se fundaba en un fenómeno del que no tenían conciencia las personas que rodeaban al Mahatma. Por primera vez, su ayuno suscitaba más irritación que admiración entre sus compatriotas. Desde las tiendas de Connaught Circus hasta las callejuelas del bazar de Chandni Chawk, desde el bar del hotel Imperial hasta los andenes de la estación, transformados en campo de refugiados, la ciudad entera no hablaba de otra cosa. Pero, esta vez, nadie parecía abrasarse en el ardiente deseo de impedirle morir. Para innumerables hindúes, sus sufrimientos no representaban más que una maniobra partidista destinada a servir a la causa de los musulmanes. «¿Cuándo va a dejar de fastidiarnos ese viejo?», decían. Varios refugiados atacaron, incluso, a un grupo de manifestantes que pedían una reconciliación religiosa para salvar a Gandhi.

Al caer la noche, un lejano rumor llegó hasta los muros de Birla House. Con el corazón henchido de esperanza, los íntimos del Mahatma aguzaron el oído. Ya en Calcuta habían escuchado este clamor de un pueblo angustiado suplicando a su Mahatma que renunciara al sacrificio. Alguien corrió hasta la puerta y vio una comitiva que se acercaba por la avenida, un verdadero bosque de rostros y pancartas en movimiento.

En el interior de la casa, Gandhi, agotado, trataba de dormir. Cuando los manifestantes llegaron ante Birla House, el estruendo de sus eslóganes resonó en su habitación. Llamó a su secretario Pyarelal.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gandhi.

—Una manifestación de refugiados.

—¿Son numerosos?

—No, no mucho.

—¿Qué hacen?

—Gritan eslóganes.

Gandhi calló para intentar comprender lo que gritaban las voces.

—¿Qué dicen? No entiendo bien.

Pyarelal vaciló antes de decir la verdad.

—Gritan: «¡Dejemos morir a Gandhi!»

Para tres de los hombres que habían decidido matar a Gandhi, el camino del crimen comenzó por una peregrinación. Fueron a llamar a la verja de una villa de los arrabales de Bombay cuyo único signo distintivo en la fachada desconchada por años de monzón era una placa de cobre grabada en marathi. La inscripción revelaba la identidad del propietario: «Vir» Savarkar, el
guru
de Nathuram Godsé y de sus cómplices.

Si el Mahatma había hecho de Birla House un templo de la hospitalidad y de la no violencia abierto a todos, la casa del «dictador» del hinduismo militante era una fortaleza en la que no entraba nadie sin el santo y seña convenido. Un guardián armado vigilaba día y noche y sólo unos pocos discípulos cuidadosamente elegidos tenían acceso al santuario del primer piso, donde vivía su maestro.

Nathuram Godsé y Narayan Apté formaban parte de estos privilegiados, pero no el hombre barbudo que les acompañaba. Esta noche, el traficante de armas Digambar Badgé no llegaba disfrazado de
sadhu
, sino de músico, estado natural para un hombre nacido en la casta de los juglares que cruzan la India cantando y danzando. Su
tabla
, el tambor que llevaba bajo el brazo, no estaba destinado, sin embargo, a una alborada. Ocultaba las armas especialmente elegidas para asesinar a Gandhi: seis granadas, seis artefactos explosivos de efecto retardado y un revólver. Dejando a su cómplice en la planta baja, Godsé y Apté subieron para presentar este tesoro a su maestro. Como siempre, le saludaron con un gesto de profundo respeto: se encorvaron para tocarle los pies con las manos, que se llevaron seguidamente a la frente. El organizador de algunos de los crímenes políticos más célebres que la India había conocido en los últimos cuarenta años se limitó a inclinar la cabeza. Luego, se apresuró a examinar el contenido del tambor.

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