Esta noche, la libertad (64 page)

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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

BOOK: Esta noche, la libertad
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En su habitación, donde le tenía postrado una operación en la pierna, el joven Karan Singh, hijo mayor del maharajá, escuchaba en la noche el silbido del viento invernal que llegaba de los glaciares del Himalaya. De pronto, como su padre, como sus invitados, como millares de habitantes de Srinagar, percibió otro ruido llevado por el viento. Era el lejano aullido de chacales que bajaban hacia la ciudad.

Una jauría de otro tipo se precipitaba también hacia Srinagar y el valle de Cachemira en aquella noche del 24 de octubre de 1947. Desde hacía cuarenta y ocho horas, centenares de guerreros de las tribus pathans paquistaníes habían invadido el reino de Hari Singh. Su ejército privado había desertado casi por entero para unirse a las filas de los invasores.

Este ataque por sorpresa tenía, verosímilmente, su origen en la inocente petición dirigida dos meses antes por Mohammed Ali Jinnah al director de su gabinete militar, el coronel inglés E. S. Birnie. Agotado por semanas de difíciles negociaciones, debilitado por el mal implacable que le roía los pulmones, Jinnah había decidido descansar. Envió a Birnie para que adoptara en Cachemira las disposiciones necesarias que le permitieran pasar allí dos semanas de vacaciones a mediados de setiembre. La elección de este lugar era natural. Para Jinnah y la mayoría de sus compatriotas, parecía inconcebible, después de la partición, que Cachemira, cuya población era musulmana en un 75 por ciento, pudiera tener otro destino que el de formar parte del Pakistán.

Sin embargo, el oficial británico traería una noticia asombrosa: Hari Singh no deseaba que Jinnah pusiera los pies en su reino, ni siquiera como turista. Esta negativa revelaba brutalmente al jefe del Pakistán que la situación en Cachemira amenazaba no seguir el curso previsto. Para cerciorarse, encargó a un emisario que averiguara las verdaderas intenciones del poco hospitalario maharajá.

El informe produjo el efecto de una bomba: el monarca no tenía en absoluto la intención de someter de nuevo su reino al Pakistán. Jinnah no podía por menos de aceptar el desafío. Su Primer Ministro, Liaquat Ali Khan, reunió en Lahore a un grupo de calificados colaboradores con el fin de estudiar el mejor modo de obligar al recalcitrante maharajá.

Se excluyó desde el primer momento la posibilidad de una invasión abierta. El Ejército paquistaní no se hallaba preparado para una aventura semejáne, que no dejaría de provocar una guerra con la India. Se ofrecían otras dos posibilidades. La primera fue presentada por el coronel Akbar Khan, antiguo alumno de la Academia Militar de Sandhurst, animado por una desmedida afición a las conspiraciones. Sugirió fomentar una insurrección general de los musulmanes de Cachemira contra su soberano hindú. Esto exigiría varios meses de preparación, pero, concluida ésta, «cuarenta o cincuenta mil cachemiris descenderían sobre Srinagar para obligar al maharajá a firmar su incorporación al Pakistán».

Más atractiva, la segunda proposición tenía por autor al Primer Ministro de la famosa Provincia Fronteriza del Noroeste. Apelaba a la población más turbulenta y más temida del subcontinente, las tribus pathans que vivían en las fronteras del Afganistán. El Pakistán había heredado de Inglaterra la carga de mantener la paz en la agitada región que aquéllas ocupaban. La indocilidad de estas tribus era tal que no había nada menos seguro que su sumisión a la dominación política de sus hermanos musulmanes de Karachi. Soliviantados por los agentes del rey de Afganistán, que soñaba con una expansión hacia el valle del Indo, constituían en realidad un verdadero peligro para el joven Estado de Mohammed Ali Jinnah. Desviar hacia Cachemira a estos feroces guerreros ofrecía, pues, considerables ventajas. Ello permitiría contemplar una caída rápida del maharajá hindú y la anexión de su Estado, pero también apartar la codicia de los pathans.

La reunión finalizó con una advertencia por parte del Primer Ministro: la operación debía ser montada en la más absoluta clandestinidad, y su financiación asegurada por fondos secretos. Ni el Ejército, ni la Administración, ni, sobre todo, los oficiales y funcionarios británicos que habían permanecido al servicio del nuevo Estado debían tener la menor sospecha de ella.

Tres días más tarde, en el sótano de una casa de la vieja ciudad de Peshawar, los principales jefes de tribus entablaban conocimiento con el hombre elegido para dirigir su marcha sobre Srinagar, el mayor Kurshid Anwar, un extraño personaje singularmente dotado para los disfraces. Sentados en cuclillas a su alrededor, vestidos con túnicas y las largas barbas cayéndoles sobre el pecho, los pathans se parecían a los soldados de Saúl o de David. Bebiento té, chupando sus
hukka
, pipas de agua, siguieron atentamente el sombrío cuadro que les trazó el enviado de Jinnah.

Les explicó que el infiel e idólatra monarca hindú estaba a punto de arrojarse en brazos de la India, la cual no tardaría en ocupar todo su reino. Millones de musulmanes caerían entonces bajo el yugo hindú. Su deber, por tanto, era correr en socorro de sus hermanos de Cachemira. Tras esta invitación a una cruzada patriótica se ocultaba una operación muy diferente, una cruzada también antigua, pero menos heroica, susceptible, no obstante, de galvanizar el ardor de los pathans mejor que una movilización religiosa: la promesa del pillaje.

Pocas horas después, en los
morkha
de barro y paja de las aldeas, en los campamentos situados alrededor de Landi Kotal, en las cumbres del paso de Khyber y en las escondidas cuevas donde fabricaban sus fusiles desde hacía generaciones, así como en los escondrijos de sus caravanas de contrabando, los pathans lanzaron la vieja llamada del Islam a la guerra santa, el
Jihad
. De bazar en bazar, agentes clandestinos aseguraron el aprovisionamiento de galletas de maíz, garbanzos y azúcar. Sujetándose estos víveres en torno a la cintura, los combatientes tendrían con qué alimentarse durante varios días. Luego, los hombres, las armas y las vituallas llegaron a los puntos de concentración.

Las voces eran las de dos altos funcionarios del Pakistán. Sin embargo, se expresaban en inglés. Sir George Cunningham, nuevo gobernador de la Provincia Fronteriza del Noroeste, telefoneaba al general Sir Frank Messervy, comandante en jefe del Ejército paquistaní. En estos primeros meses de su existencia, el Pakistán continuaba siendo en gran parte administrado por los ingleses. Consciente de que, tras la Independencia, su país y su Ejército se verían en Una crucial necesidad de cuadros dirigentes competentes, Jinnah —como Nehru en la India— había tenido la prudencia de refrenar el orgullo nacional y nombrar a británicos para los principales puestos de mando de la nación. No por ello dejaba el Pakistán de ser una tierra oriental, y las cosas se habían llevado con bizantinas sutilezas. Como ordenara el Primer Ministro, los organizadores de la invasión de Cachemira habían actuado de tal modo que sus antiguos amos, ahora a su servicio, lo ignoraban todo acerca de sus proyectos.

—Oye,
old boy
—decía el gobernador Cunningham desde su despacho de Peshawar— tengo la impresión de que se están tramando cosas muy extrañas.

Hacía varios días, explicó al general Messervy, camiones cargados de hombres de las tribus llegaban a la ciudad a los gritos de
«Allah Akbar»
. Todo el mundo parecía conocer el destino de estas entusiastas gentes, exceptó él.

—¿Estás seguro —continuó— de que los paquistaníes son verdaderamente hostiles a una invasión de Cachemira por parte de los pathans? Yo me sentiría más bien inclinado a creer que es el propio Primer Ministro de mi provincia en persona quien les anima a lanzarse a esta aventura.

Esta llamada telefónica había sorprendido al general Messervy en el instante mismo en que cerraba su maleta. El Gobierno, en efecto, había dispuesto que el día D se encontrara a diez mil kilómetros de su cuartel general. Una misión a Londres para obtener las armas destinadas a sustituir a las que la India no había entregado, en violación de los acuerdos de la partición, había servido de pretexto para el alejamiento del comandante en jefe británico del Ejército paquistaní.

—Puedo asegurarte que yo, personalmente, soy opuesto a toda empresa de ese género —respondió el general Messervy—, y el Primer Ministro me ha garantizado que él también lo era.

—En ese caso —suspiró Cunningham—, harías bien en informarme de lo que ocurre aquí.

Camino de Londres, Messervy se detuvo en Lahore para precipitarse en casa de Liaquat Ali Khan. Con toda la serenidad de un buda en un bajorrelieve de Gandhara, el Primer Ministro del Pakistán tranquilizó al jefe de su Ejército. Sus temores carecían de fundamento. El Pakistán no toleraría jamás semejante operación. Ante su visitante, telegrafió en el acto a los responsables de la Provincia Fronteriza del Noroeste y les ordenó que hicieran cesar estos escandalosos preparativos. Messervy emprendió tranquilamente el vuelo hacia Londres. En realidad, los cañones y obuses que iba a comprar allí servirían para alimentar muy pronto un conflicto hábilmente provocado durante su ausencia.

Con todas las luces apagadas y el motor parado, el
break
«Ford» se deslizó en la noche glacial y se inmovilizó a cien metros de un puente. Detrás de él se alargaba una fila de sombras negras, una docena de camiones en los que se apiñaban en silencio hombres armados. El estruendo del torrente que bajaba por el fondo del lecho del Jhelam llenaba la noche. En el
break
, Sairab Khayat Khan, el joven jefe de la sección local de los Camisas Verdes, se alisaba nerviosamente el bigote. El reino de Cachemira comenzaba al otro extremo del puente, y el oficial esperaba con impaciencia el momento en que brillara el cohete que debía anunciarle que los soldados musulmanes del ejército del maharajá se habían sublevado, habían asesinado a sus superiores hindúes, cortado la línea telefónica de Srinagar y neutralizado a los centinelas del puesto de guardia.

Un rosáceo relámpago dibujó por fin el esperado arco luminoso. Sairab Khayat Khan volvió a poner en marcha el motor de su vehículo. Empezaba la guerra en Cachemira.

LA INVASION DE CACHEMIRA

Pocos minutos después, la columna llegaba ante el edificio de Aduanas de la pequeña ciudad de Muzaffarabad. Creyendo que se trataba de la tardía llegada de un convoy de mercancías, dos somnolientos aduaneros le hicieron señal de que se detuviese. Los pathans saltaron entonces de sus camiones lanzando su grito de guerra y ataron a los dos funcionarios con el hilo cortado del teléfono.

El joven jefe de la vanguardia de las fuerzas de invasión estaba exultante: la operación no podía empezar bajo mejores auspicios. Estaba abierto el camino de Srinagar, una carretera sin defensa ni obstáculos, doscientos kilómetros de un paseo sin peligro que podrían realizar antes del amanecer. A las primeras luces del alba, millares de pathans invadirían la capital dormida de Hari Singh. Sus nombres se apoderarían del palacio, imaginaba Sairab Khayat Khan, y él mismo llevaría al maharajá, en la bandeja de su desayuno, la noticia que daría la vuelta al mundo en este 22 de octubre de 1947: «Cachemira pertenece al Pakistán».

Todo esto no era más que un sueño, y el joven militante no tardaría en desilusionarse. Los estrategas de Lahore que habían concebido esta invasión, habían cometido, en efecto, un error fatal. Cuando Sairab Khayat Khan quiso reagrupar sus tropas para lanzarlas por la carretera de Srinagar, habían desaparecido. No quedaba un solo pathan en sus camiones. Se habían desvanecido en la noche, inaugurando su cruzada para liberar a sus hermanos musulmanes de Cachemira con una escapada nocturna a las tiendas del bazar de Muzaffarabad. La abundancia de las riquezas que encontraron allí privaría para siempre a Mohammed Ali Jinnah de la alegría de volver a ver y poseer el valle encantado de Cachemira.

«Cada uno hacía la guerra por su cuenta —cuenta Sairab Khayat Khan—. Disparaban contra las cerraduras, destrozaban las puertas, se llevaban todo lo que tuviera el más mínimo valor». Ayudado por sus oficiales, intentó arrancarles de esta orgía agarrándoles por los faldones de sus túnicas.

—¿Qué hacéis? —gemía desesperado—; ¡es a Srinagar adonde tenemos que ir!

Pero la embriaguez del botín había trastornado a los pathans. Nada podía calmar su frenesí. Srinagar no caería esa noche en manos de aquellos hombres. Al ritmo de sus sistemáticos saqueos, necesitarían cuarenta y ocho horas para recorrer los 130 kilómetros que les seperaban de la central eléctrica y sumir en las tinieblas el palacio y la capital de Hari Singh.

Las primeras informaciones sobre la invasión de Cachemira por las tribus paquistaníes no llegaron a Nueva Delhi hasta dos días más tarde. Arribaron, no bajo la forma de un S.O.S. del maharajá hindú, sino por el camino menos ortodoxo que pudiera imaginarse. A lo largo de la gran carretera del éxodo del Penjab, por la que millones de hombres arrastraban su miseria desde hacía semanas, sujeto a postes sobre los que se posaban los buitres después de sus macabros festines, corría un cable telefónico que unía todavía el Pakistán con la India. Esta línea continuaba permitiendo al 17.04 de Rawalpindi, en el Pakistán, comunicar con el 30.17 de Nueva Delhi. Estos dos números de teléfono eran las líneas privadas de los comandantes en jefe del Ejército paquistaní e indio, dos generales ingleses, dos antiguos miembros del difunto Ejército de la India, dos amigos.

El viernes, 24 de octubre, poco antes de las cinco de la tarde, el general Douglas Gracey, que sustituía al general Messervy, desplazado a Londres, tuvo conocimiento de la invasión de Cachemira. Utilizando la línea privada de su jefe, llamó inmediatamente a Nueva Delhi a la última persona que Jinnah hubiera deseado que fuera informada, el escocés Roben Lockhart, comandante en jefe del Ejército indio, única fuerza capaz de oponerse a su empresa. A su vez, Lockhart se apresuró a transmitir la noticia a otros dos ingleses, el gobernador general, Lord Mountbatten, y el comandante en jefe de las fuerzas británicas, mariscal Sir Claude Auchinleck.

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