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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (59 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Levantada por las pezuñas de los bóvidos, por el desenfrenado pisoteo del mar humano, una nube de polvo trazaba en el horizonte una gigantesca estela grisácea que revelaba el avance de los fugitivos. Al caer la noche, las columnas se detenían, y los exhaustos refugiados encendían pequeñas fogatas en las que cocían su único alimento cotidiano: un ligero
chapati
. Vistas desde el cielo, estos cientos de miles de hogueras parecían cubrir la tierra, enrojecida por los últimos rayos del sol poniente, con una nube de fuegos fatuos.

Pero donde aparecía en todo su horror el drama del éxodo era al nivel del suelo, en medio de la aflicción de los hombres. Con los ojos y la garganta quemados por el polvo, abrasadas las plantas de los pies por el calor de las piedras y del asfalto, torturados por el hambre y la sed, envueltos en un asfixiante olor a orina, a excrementos, a sudor, los condenados del Penjab se arrastraban como autómatas en sus
dhoti
desgarrados y en sus saris hechos jirones. Mujeres viejas se aferraban a los hombros de sus hijos, otras, a punto de dar a luz, a los de sus maridos. Los más jóvenes cargaban ancianos sobre sus espaldas, los inválidos o los moribundos marchaban sobre improvisadas literas de bambú acarreadas por padres o amigos. Las madres estrechaban contra sus pechos a sus hijos durante centenares de kilómetros. Atados a la espalda o en equilibrio sobre la cabeza, eran transportados los escasos bienes que se habían podido llevar: unos cuantos utensilios de cocina, un lío de ropa, imágenes de Siva o del
guru
Nanak, un ejemplar del Corán. Algunos hombres se encorvaban bajo el peso de largas varas a cuyo extremo estaba sujeto lo que habían podido salvar del desastre. Un niño sentado sobre una tabla hacía a veces contrapeso a todo lo que le quedab a una familia para comenzar una nueva vida: una pala, una azada, una rueca, una
Iota
con un poco de agua, un saquito de
dal
.

Toda la fauna doméstica de la India mezclaba su infortunio con el de los humanos: patéticos rebaños de búfalos, de vacas, de bueyes, de camellos, de caballos, de burros, de cabras, de corderos. Los búfalos y los bueyes tiraban de las pesadas carretas que crujían bajo la heterogénea carga. Pirámides de
charpoy
, jergones, herramientas, balas de forraje, utensilios, sacos de cereales, desbordaban de estas balsas rodantes arrancadas al naufragio de toda una existencia. Algunos fardos contenían vestidos de boda, preciosas reliquias de un pasado feliz. Había matrimonios que lograron llevarse los regalos de bodas, teniendo cuidado, si eran hindúes, de que su número no terminase en cero, ya que esta cifra era sumamente nefasta. Los camellos y los caballos jadeaban entre las varas de las carretas, de las
tongas
con las cortinillas echadas que utilizaban las mujeres musulmanas, de todo lo que tuviese ruedas.

Estos indios y paquistaníes no emprendían un viaje hasta el pueblo vecino. Partían hacia un mundo desconocido, efectuaban un trayecto sin retorno de trescientos, cuatrocientos e, incluso, quinientos kilómetros, que duraría semanas, bajo la perpetua amenaza del agotamiento, del hambre, del cólera y, en más de la mitad del recorrido, de salvajes ataques contra los que se hallaban casi indefensos. Hindúes, musulmanes o sikhs, las víctimas inocentes de esta convulsión eran campesinos analfabetos que se habían afanado durante toda su vida en sus campos, ignorantes la mayoría de que la India había sido conquistada por los ingleses, indiferentes a las luchas políticas del partido del Congreso y de la Liga musulmana y que jamás se habían preocupado de acontecimientos como la partición, el trazado de fronteras o, incluso, la Independencia, en cuyo nombre se encontraban sumidos en la desgracia. Y, para consumar la desventura de los millones de seres que atravesaban las llanuras del Penjab, estaba el sol, un sol cruel que les obligaba a volver sus despavoridos rostros hacia el cielo incandescente para suplicar a Alá, a Siva o al
guru
Nanak que les enviara el socorro del monzón, cuyas lluvias se obstinaban en no caer.

El teniente Ram Sardilal, encargado de escoltar una columna de musulmanes que abandonaban la India rumbo al Pakistán, recordaría siempre a «los sikhs que seguían a la caravana como buitres, regateando con los desventurados la compra de los escasos bienes que intentaban conservar, esperando pacientemente a que los kilómetros hicieran bajar los precios, hasta el momento en que, resignados, los refugiados lo darían todo a cambio de unas gotas de agua».

El capitán Robert E. Atkins acompañó durante semanas a varias columnas en ambas direcciones. «Se ponían en camino con una especie de euforia —cuenta—. Luego, bajo la tortura del calor, de la sed, del hambre, de los kilómetros que se sumaban a los kilómetros, abandonaban poco a poco todo lo que llevaban hasta quedarse sin nada». Cuando aparecía un avión en el cielo y lanzaba algunos víveres, se producía la estampida. Sus soldados gurkhas debían proteger los víveres a punta de bayoneta para asegurar una justa distribución. Atkins vio un día a unos refugiados correr como locos detrás de un perro que había robado una
chapati
, dispuestos a matarlo para recuperar la galleta.

Extenuados por las privaciones, la enfermedad, los sufrimientos de esta marcha forzada, millares de ancianos, mujeres y niños renunciaban a continuar, dejándose pisotear allí mismo por los que venían detrás, o arrastrándose hacia la sombra de una zanja o de un matorral para esperar la muerte. No teniendo ya fuerzas para llevarlos, las mujeres dejaban a sus criaturas a la orilla del camino con la esperanza de que una mano providencial los recogiese antes de que fuera demasiado tarde. Algunos desventurados encontraban la muerte al arrojarse sobre el agua de pozos envenenados por sus enemigos. La imagen de un niño abandonado al borde de la carretera, estirándole del brazo a su madre muerta, incapaz de comprender por qué ella no le recogía, permanecería grabada para siempre en la memoria de la fotógrafo Margaret Bourke-White.

Millares de cadáveres jalonaron pronto los caminos de este éxodo infernal. Los setenta kilómetros de la carretera que une Lahore con Amritsar se convirtieron en un interminable cementerio a cielo descubierto. Para atenuar su atroz fetidez, el capitán Atkins debía tomar la precaución de taparse la boca y la nariz con un pañuelo empapado en loción refrescante. «A cada metro, pasábamos ante algún cadáver —recuerda—, unos, asesinados; otros, muertos de cólera. Los buitres habían engordado tanto que ni siquiera podían levantar el vuelo, y los perros salvajes se habían vuelto tan exigentes que no comían más que los hígados de los cadáveres».

H.V.R. Iyengar, secretario particular de Nehru, recuerda haber encontrado a dos tenientes del Ejército indio que tenían la misión de seguir en camioneta a una columna de cien mil refugiados sólo para ocuparse de los recién nacidos y de los muertos. Cuando una mujer empezaba a dar a luz, la tendían en la trasera del vehículo, que detenían durante el tiempo necesario para que naciera el niño. En cuanto llegaba otra mujer, la anterior debía cederle su lugar, levantarse y reanudar, con su criatura, su marcha hacia la India.

El periodista indio Kuldip Singh no olvidaría nunca «al viejo sikh de barba blanca que le tendía su nieto implorando: “¡Cójale! Que viva por lo menos para ver la India.”»

La protección de estos convoyes que se estiraban a lo largo de centenares de kilómetros era una tarea sobrehumana. Podían producirse ataques en cualquier momento. Los de los sikhs eran los más mortíferos. Por bandas enteras, surgían de los campos de caña de azúcar o de trigo, mataban, saqueaban, raptaban a las niñas y las mujeres y desaparecían. El teniente G. D. Lal recuerda, como si aún lo estuviera viendo, a un viejo musulmán que arrastraba hacia el Pakistán lo que había podido conservar de su granja, una cabra. A una decena de kilómetros de su nueva patria, el animal, presa de pánico, echó a correr por un campo. El anciano se lanzaba en su persecución cuando un sikh salió de un matorral, le cortó la cabeza de un sablazo y huyó con la cabra.

Al prestar auxilio a musulmanes indefensos, varios oficiales sikhs de las unidades de escolta compensarían el salvajismo de algunos de sus correligionarios. En las proximidades de la pequeña ciudad de Ferozepore, el teniente coronel sikh Gurba Singh tropezó con el espectáculo más atroz que jamás había visto: los cadáveres de toda una caravana de refugiados musulmanes asesinados por sikhs y que estaban siendo devorados por los buitres. Mandó a sus soldados cuadrarse ante ellos y les declaró: «Los sikhs que han cometido estos crímenes han deshonrado a nuestro pueblo. Pero el deshonor sería mayor aún si vosotros dejarais causar nuevas víctimas entre los que hoy están bajo vuestra protección».

Dos columnas —una que subía hacia el Pakistán y otra que bajaba hacia la India— se cruzaban a menudo por los caminos del éxodo. Ocurría, en ocasiones, que refugiados ávidos de venganza salían de las filas y se arrojaban sobre los que caminaban en dirección contraria, breve y sanguinaria explosión que aumentaba el número de los muertos. A veces, por el contrario, campesinos hindúes y musulmanes se indicaban mutuamente el emplazamiento de las granjas y los campos que acababan de abandonar, a fin de que fueran a instalarse en ellos.

El joven oficial de Policía Ashwini Kumar fue testigo de una escena inolvidable en la
Grand Trunk Road
, entre Amritsar y Juilundur. En esta histórica carretera que habían seguido los macedonios de Alejandro Magno y las hordas de los mogoles, vio a dos columnas de musulmanes y de hindúes cruzarse a lo largo de varios kilómetros en una atmósfera de otro mundo. No intercambiaron ningún gesto hostil, ninguna mirada amenazadora. Millares de hombres pasaban sin verse. De vez en cuando, una vaca se extraviaba de una fila a otra y lanzaba un mugido. Aparte de esto, el rechinar de las ruedas de madera y el cansado frotar de los pies sobre el asfalto eran los únicos ruidos que se elevaban de estas muchedumbres en movimiento. Como si, en las profundidades de su desgracia, los refugiados de cada nación compartieran instintivamente la aflicción de los que encontraban.

Ya se dirigiera el éxodo hacia el Pakistán o hacia la India, sus innumerables ramas se reagrupaban allá donde un puente, un vado o un pontón permitían cruzar tres grandes ríos del Penjab: el Ravi, el Satlej y el Byas.

Prisioneros de los gigantescos embotellamientos que se formaban en cada orilla, los refugiados quedaban inmovilizados durante horas o días enteros hasta poder atravesar estos angostos pasos. Perdido en la anónima multitud que se derramaba una tarde de setiembre por el puente de Sulemanki, sobre el Satlej, se hallaba un robusto muchacho de veinte años. Tenía grandes ojos negros, espesos cabellos castaños peinados a raya y gruesos labios coronados por un fino bigote. Era Madanlal Pahwa, el joven marinero hindú que huyó en el autobús de su primo mientras su padre se quedaba para esperar la fecha propicia indicada por su astrólogo.

Soldados paquistaníes apostados a la entrada del puente habían confiscado el autobús y todo su cargamento: los muebles, la ropa, las joyas, el dinero, las imágenes de Siva. Al igual que millares de otros refugiados, Madanlal Pahwa iba a entrar en su nueva patria sin un céntimo en el bolsillo, sin más equipaje que las ropas que llevaba puestas. Mientras avanzaba por el puente a cuyo extremo comenzaba la India, se sentía «desnudo como un gusano, como si hubiera sido despojado de todo y arrojado a la carretera». Lleno de ira, juró que no quedaría en la India un solo musulmán, que todos debían ser expulsados de ella como lo había sido él de Pakistán, sin una rupia, sin una maleta.

Era sólo un rebelde más en el desventurado torrente unido por un sufrimiento común. Y, sin embargo, Madanlal Pahwa había sido elegido por los astros para distinguirse de las anónimas multitudes que le rodeaban. Poco después de su nacimiento, los astrólogos hacían predicho que «su nombre sería conocido en toda la India». Su padre recuerda:

«No había reparado en el cartero que estaba a mi lado aquel día de diciembre de 1928 hasta que me cogió de la mano para entregarme un telegrama. Me había nacido un hijo la noche anterior. Me había convertido en padre a los diecinueve años. Le di unas monedas al cartero porque me había traído una buena noticia y salí a comprar
ladu
, golosinas para mis compañeros de oficina. Luego, me puse en camino para volver a mi casa.

»Cuando llegué, saludé primero a mi padre, rozando ligeramente sus pies en señal de respeto. El me puso en la boca un trozo de azúcar para celebrar nuestro feliz reencuentro. Tomé a la criatura en mi regazo y me dije: “Voy a ofrecerle la mejor instrucción posible. Es preciso que se haga ingeniero o médico para que asegure una buena reputación al nombre de nuestra familia.” Convoqué a los pandits más ilustrados del pueblo y a los astrólogos para que me ayudaran a encontrar un nombre. Dijeron que debería empezar por “M”. Elegí Madanlal. Los astrólogos estudiaron sus mapas celestes y profetizaron que Madanlal crecería sano y fuerte. Me anunciaron que su nombre sería algún día célebre en toda la India.

»Sin embargo, el mal de ojo se abatió sobre mí. Cuarenta días después del nacimiento de mi hijo, mi mujer murió a consecuencia de un enfriamiento. Madanlal fue brillante y travieso en sus primeros años de escuela, luego se convirtió en un niño cada vez más difícil y mostró una lamentable tendencia a rebelarse. En 1945, huyó de nuestra casa. Avisé a nuestros parientes y amigos a todo lo largo del Penjab, pero nadie sabía a dónde había ido. Al cabo de unos meses, recibí una carta. Estaba en Bombay para alistarse en la Marina. Cuando regresó, en 1946, comenzó a militar en las filas de la organización nacionalista R.S.S.S., y a atacar a los musulmanes. Me sentía inquieto por él. Por eso, en julio de 1947, fui a Nueva Delhi a visitar a mi amigo Sardar Tarlok Singh, uno de los colaboradores del gran pandit Nehru. Le pedí que me ayudara a proteger a Madanlal de sus malas compañías. Aceptó. Prometió intervenir y lograr que mi hijo fuese nombrado para el mejor puesto que yo hubiese podido soñar para él, el de brigadier de la Policía».

Poco después de su entrada en territorio indio, Madanlal Pahwa supo que su padre había sido gravemente herido en el tren que le evacuaba del Pakistán. Lo encontró en el hospital militar de Ferozepore. Allí, en medio de los gemidos de la sala común, en el olor a sangre, a éter y a podredumbre, los sufrimientos de sus hermanos hindúes asumieron para Madanlal el rostro de su padre, «pálido y tembloroso bajo sus vendas».

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