Esta noche, la libertad (58 page)

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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

BOOK: Esta noche, la libertad
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Por primera vez desde que, seis meses antes, aterrizara en Nueva Delhi, Louis Mountbatten podía al fin gozar de un poco de descanso. La Independencia había retirado de sus hombros una carga abrumadora. Uno de los hombres más poderosos del mundo ayer, hoy no ocupaba más que un puesto honorífico. La violencia que sacudía al Penjab le afectaba dolorosamente, pero su calidad de gobernador general no le otorgaba ninguna autoridad para intervenir. Esta abrumadora tarea correspondía ahora a los dirigentes indios. Para demostrarles que no deseaba inmiscuirse en la dirección de sus asuntos, se había eclipsado discretamente de la capital para retirarse al paradisíaco olimpo del imperio difunto, Simla.

La tempestad que rugía abajo, en las llanuras, continuaba sin afectar a la extraña y fascinante ciudad. Los asfódelos y los redodendros arborescentes estaban en flor al pie de las majestuosas hileras de abetos y de cedros
deodar
, y las cumbres nevadas del Himalaya relumbraban en el cielo cristalino del verano. En el pintoresco «Gaiety Theatre», se representaba
Jane Steps Out
, uno de esos espectáculos de aficionados que, sesenta años antes, encantaron a Kipling durante sus estancias en la capital imperial de verano.

El antiguo virrey de la India se encontraba, en Simla, en un universo muy distante de la tragedia que golpeaba el Penjab cuando sonó el teléfono hacia las diez de la noche del jueves 4 de setiembre. Se paseaba a orillas del Rin, ocupado en seguir las ramificaciones del árbol genealógico de su familia a través de la Alemania de los condes de Hesse, de Prusia y de Sajonia-Coburgo, su pasatiempo favorito. Le llamaba V. P. Menon. No había nadie en la India cuyas opiniones y consejos fueran más importantes para Mountbatten que los del indio que había retocado el plan de partición en aquel mismo escenario de Simla.

—Excelencia, es preciso que volváis a Nueva Delhi —dijo, simplemente, Menon.

—¡Pero si acabo de marcharme de allí! —protestó Mountbatten, desconcertado—. Si el Gobierno desea que refrende documentos, no tiene más que enviármelos aquí.

—No se trata de eso —explicó Menon—, La situación se ha agravado considerablemente. Desde que se marchó Vuecencia, los disturbios han llegado hasta Nueva Delhi. No sabemos hasta dónde puede llegar esto. El Primer Ministro y el ministro del Interior están muy inquietos. Piensan que es esencial su regreso.

—Pero, ¿por qué? —preguntó Mountbatten.

—Necesitan vuestra ayuda.

—No puedo creer que sea eso lo que quieren —se asombró Mountbatten—. Acaban de obtener la independencia, y estoy completamente seguro de que, por el contrario, lo último que desean es que su simbólico jefe de Estado vuelva para meter la nariz en sus asuntos. No hay ninguna razón para que yo regrese.

—Muy bien, voy a decírselo. Pero no serviría de nada que cambiaseis posteriormente la idea. Si no llegáis dentro de las próximas veinticuatro horas, es inútil que vengáis después. Será demasiado tarde. Habremos perdido la India.

Hubo un largo y opresivo silencio. Mountbatten lo rompió por fin:

—Bien, bien, usted gana. Voy a hacer que preparen mi avión.

Durante un cuarto de siglo permanecería secreto el resultado de la conferencia celebrada en Nueva Delhi, en el despacho de Louis Mountbatten, el sábado 6 de setiembre de 1947. Si las decisiones tomadas en esta reunión hubieran sido divulgadas, habría quedado deshecha, sin duda, la carrera del jefe político indio destinado a convertirse pronto en una de las grandes figuras mundiales.

Tres hombres participaban en la entrevista: Mountbatten, Nehru y Vallabhbhai Patel. Los dos dirigentes indios tenían una expresión sombría y estaban visiblemente apesadumbrados. Recordaban «a dos escolares que acababan de ser castigados». Las dimensiones del éxodo sobrepasaban todo lo que hubieran podido temer. El control de los acontecimientos en el Penjab se les escapaba por completo, y el caos amenazaba ahora con adueñarse de la capital.

—No sabemos qué hacer —reconoció Nehru.

—Deben ustedes hacerse con el control de las cosas —dijo Mountbatten.

—Pero, ¿cómo podríamos lograrlo? —preguntó humildemente Nehru—. No tenemos ninguna experiencia. Hemos pasado en sus cárceles nuestros mejores años. Sabemos manejar el arte de la agitación, no el de la administración. Aun en circunstancias normales, nos habría costado bastante hacer funcionar un Gobierno bien organizado. ¿Cómo quiere usted que seamos capaces de habérnoslas con el desmoronamiento del orden público?

Nehru formuló entonces una petición casi increíble. Que este orgulloso indio, que había consagrado su vida al combate por la independencia, hubiera podido decidirse a hacerla revelaba a la vez la nobleza de sus sentimientos y la gravedad de la situación. Siempre había admirado en Mountbatten su sentido de la organización y sus rápidas decisiones. Sentía que la India necesitaba ahora estas cualidades, y era demasiado generoso para privarla de ellas por orgullo o vanidad.

—Cuando usted ocupaba uno de los más elevados puestos de mando de la guerra, nosotros estábamos en una prisión británica —continuó—. Usted es un administrador incomparable. Ha mandado millones de hombres. Posee la experiencia y el saber que el colonialismo nos ha negado. Ustedes, los ingleses, no pueden desentenderse de este país y, simplemente, marcharse de él, cuando han estado con nosotros durante toda nuestra existencia. Nos hallamos en peligro y necesitamos su ayuda. ¿Quiere usted aceptar asumir de nuevo la dirección del país?

—Sí —confirmó Patel, el viejo compañero realista de Nehru—, tiene razón. Debe usted aceptar.

Mountbatten estaba asombrado.

—¡Santo cielo, apenas acabo de devolverles su país, y ustedes me piden ahora que vuelva a hacerme cargo de él!

—Le suplicamos que comprenda —insistió Nehru—. Debe usted hacerlo. Nos comprometemos a respetar todas sus decisiones.

—¡Pero eso es inconcebible! Si alguien descubre que ustedes me han entregado las riendas del poder, será el fin de sus carreras políticas. ¿Los indios, por fin libres, llamando a su último virrey británico para reponerle en el trono? ¿Se dan ustedes cuenta? No es posible.

—Sin duda, habrá que encontrar una manera de disimular su regreso —aprobó Nehru—, pero una cosa es segura, no podremos arreglárnoslas sin usted.

Mountbatten pareció reflexionar. Aunque adoraba los retos, éste era verdaderamente demasiado grande. No obstante, tenía demasiado afecto a la India, demasiada estima a Nehru y demasiado sentido de las responsabilidades para rechazar tal petición.

—¡De acuerdo! —acabó diciendo con el tono de un almirante que volviera a encontrarse en el puente de oficiales—. Me encargo de ello. Pero convengamos una cosa: ¡que nadie se entere nunca de todo esto! Nadie debe saber que han venido a buscarme. Ustedes me van a pedir solamente que cree un comité de urgencia en el seno del Gobierno.

—De acuerdo —respondieron Nehru y Patel.

—Después, me propondrán que asuma su presidencia.

—Desde luego —asintieron los dos indios, un poco estupefactos por la velocidad con que Mountbatten ponía en marcha las cosas.

—El comité de urgencia se compondrá solamente de personas que haya elegido yo mismo.

—¿No debería englobar al Gobierno en pleno? —se asombró Nehru.

—¡Ni hablar! —se indignó Mountbatten—, Sería un desastre. Sólo quiero hombres que verdaderamente estén en los puestos de mando, como el director de la Aviación civil, el director de los ferrocarriles, el jefe de los servicios de Sanidad. Mi mujer se ocupará de las organizaciones benéficas y de la Cruz Roja. Las actas de conferencia serán transcritas simultáneamente por un equipo de taquígrafos británicos, con el fin de que estén disponibles en cuanto termine cada reunión. ¿Me invitan realmente a hacer todo eso?

—Le invitamos a ello encarecidamente —respondieron a coro Nehru y Patel.

—En las conferencias —continuó Mountbatten—, usted, Nehru, Primer Ministro, estará sentado a mi derecha, y usted, Patel, ministro del Interior, a mi izquierda. No dejaré de consultarles, pero les ruego que nunca discutan lo que yo proponga. No tenemos tiempo para ello. Diré: «Estoy convencido de que el señor Primer Ministro desea que yo actúe así», y usted me responderá: «Ciertamente, se lo ruego». Eso es todo.

—Pero, por lo menos, podremos expresar… —aventuró Patel.

—Nada que pueda retrasar las cosas —interrumpió Mountbatten—. ¿Quieren que dirija yo el país, sí o no?

Los tres hombres confeccionaron entonces la lista de los miembros del comité de urgencia.

—Caballeros —concluyó Mountbatten—, celebraremos nuestra primera sesión de trabajo hoy mismo, a las cinco de la tarde.

Habían sido precisos treinta años de luchas, millares de huelgas, de manifestaciones, de
hartal
silenciosos y de hogueras destruyendo las ropas inglesas para que la India accediera por fin a su independencia. Veinte días más tarde, estaba de nuevo dirigida por un inglés.

XIV

«EL TRISTE Y DULCE LAMENTO DE LA HUMANIDAD»

L
ord Mountbatten tenía la impresión de revivir una vida anterior. Era de nuevo comandante en jefe, la función que mejor conocía. Pocas horas después de haber sido invitado a presidir el comité de urgencia, había convertido el palacio de greda rosa edificado para albergar las pompas del Imperio en cuartel general de un Ejército en campaña.

De hecho, cuenta uno de sus colaboradores, apenas habían salido de su despacho Nehru y Patel cuando «se desencadenó el infierno». Mountbatten requisó la antigua sala del consejo del virrey para las reuniones del comité. Hizo transformar el despacho contiguo de Lord Ismay en puesto de mando operacional, y mandó que se le trajeran los mejores mapas de Estado Mayor del Penjab. Ordenó a la Aviación que, desde la salida hasta la puesta del sol, efectuara vuelos de reconocimiento sobre la parte india de la provincia. Los pilotos debían enviar cada hora mensajes de radio indicando la posición de cada columna de refugiados, su importancia, longitud, itinerario y avance. Las principales líneas de ferrocarril fueron colocadas bajo vigilancia aérea, y las emboscadas sistemáticamente detectadas. Con su pasión por las telecomunicaciones, Mountbatten hizo que su palacio quedara enlazado con los puntos neurálgicos del sector por una red especial de transmisiones por radio. Decidido a que todos participaran en la solución de la crisis, contrató incluso a su hija Pamela, de diecisiete años, como secretaria.

Mountbatten inició la primera sesión del comité de urgencia situando brutalmente a los responsables indios ante las realidades que traducían los mapas geográficos y los cuadros estadísticos en las paredes de su puesto de mando. Algunos ignoraban hasta entonces la gravedad de la situación. Su descubrimiento provocó «una reacción de estupor y como de vértigo ante el abismo», recuerda el agregado de Prensa de Mountbatten. Nehru parecía «abrumado de tristeza y resignación», Patel «claramente inquieto», hirviente «de cólera y de frustración».

Mountbatten no les dio respiro. El encantador virrey de la India que habían conocido se convirtió en un jefe intransigente, decidido a todo para obtener el resultado buscado.

El director de la Aviación civil india no tardaría en darse cuenta de ello a su propia costa. Al saber que no había podido encontrar un avión para enviar urgentemente un cargamento de medicinas, Mountbatten montó en cólera:

—Señor director —declaró—, va usted a dirigirse inmediatamente al aeropuerto. Y no saldrá de allí, no comerá ni dormirá, hasta que usted personalmente haya asistido al despegue del aparato y me haya informado de ello.

El hombre se levantó y salió cabizbajo. Poco después, un avión llevó los medicamentos.

Mountbatten se apresuró a familiarizar a los que le rodeaban con los métodos particularmente radicales que se proponía utilizar. Informado de que los soldados encargados de escoltar los trenes de refugiados se abstenían, por regla general, de abrir fuego sobre sus correligionarios, ordenó que los destacamentos de escolta de todos los comboyes cuya defensa había resultado ineficaz, fuesen detenidos inmediatamente y que todo militar indio fuese juzgado en consejo de guerra y fusilado en el acto.

Estos ejemplos ejercerían el mejor efecto sobre la disciplina, anunció. La situación en la capital preocupaba especial al almirante. «Si fracasamos en Nueva Delhi, todo el país se hundirá con nosotros», declaró. Decretó medidas de urgencia, mandó llamar tropas de refuerzo, confió a los escuadrones de su guardia personal misiones de mantenimiento del orden, requisó camiones para el transporte de víveres, impuso la retirada y la cremación de los cadáveres que cubrían las calles de la ciudad. Suprimió los días festivos y los domingos, movilizó a los funcionarios, adoptó disposiciones para la nueva puesta en funcionamiento del teléfono y de los servicios públicos esenciales. Por último, para disminuir los riesgos de incidentes, hizo evacuar a los refugiados sikhs hacia otras provincias.

Se necesitarían semanas antes de que estos esfuerzos lograran contener la pleamar que anegaba el norte de la India, pero, diría un testigo, «se había pasado, en menos de una noche, de la velocidad de un carro de bueyes a la de un avión de reacción».

Durante los dos meses siguientes, toda la aflicción del Penjab estaría representada por una miríada de alfileres de colores avanzando como hormigas sobre los mapas del puesto de mando de Mountbatten. Cada minúscula pieza de metal correspondía a un volumen de miseria y de sufrimientos difícilmente concebible. Una de ellas simbolizaba por sí sola una caravana de ochocientas mil personas, la más grande columna de refugiados que jamás haya engendrado la tumultuosa historia de la Humanidad. Imagínese a la población entera de una ciudad como Marsella —cada hombre, cada mujer, cada niño— obligada a huir a pie hacia Lyon.

Jinnah y Nehru habían intentado oponerse a esta fantástica emigración, tratando de convencer a las aterrorizadas familias para que se quedaran en sus casas. Pero la amplitud de la tragedia había tornado vanos sus esfuerzos y obligado a admitir este inevitable intercambio de comunidades como el precio que pagar por la independencia de sus países.

Día tras día, el movimiento de los alfileres de cabeza roja reflejaba el doloroso avance de los refugiados. Cada mañana, al amanecer, los pilotos regresaban para localizar el interminable torrente abandonado la víspera, señalando en sus mapas el corto trayecto recorrido en la oscuridad cómplice de las primeras horas del día. El capitán de Aviación Patwant Singh se acordaría siempre de «aquellas filas de seres humanos que atravesaban el campo como los inmensos rebaños de las películas del Oeste». Otro recuerda haber sobrevolado una columna durante quince minutos y a más de trescientos kilómetros por hora sin llegar a ver su final. A veces, estrangulado en un camino más estrecho, el torrente se hinchaba en un inextricable revoltijo de personas, de animales y de vehículos que se estiraban entonces en un delgado hilillo antes de amontonarse de nuevo a la entrada del siguiente cuello de botella.

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