Read Esta noche, la libertad Online
Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins
Esta intrusión en su trozo de tierra ofreció a Boota Singh la providencial ocasión de resolver el problema que más le abrumaba: su soledad. A los sesenta y cinco años, este hombre tímido no se había casado nunca. Se interpuso entre la muchacha y su raptor.
—¿Cuánto quieres? —preguntó a éste.
—Mil quinientas rupias.
Boota Singh no pensó ni por un solo instante en regatear. Entró en su casa de barro y paja y regresó con la cantidad exigida.
Hija de un campesino del Rajastán, la joven musulmana tenía dieciséis años y se llamaba Zenib. Su llegada transformó la solitaria existencia de su bienhechor iluminándola con una presencia maravillosa. Boota Singh trató a su joven compañera como a una princesa, colmándola de todos los regalos que le permitía su modesta condición: un sari, agua de rosas, sandalias incrustadas con lentejuelas.
Para Zenib, que había sido arrancada de su familia, apaleada y violada, su tierna compasión y sus delicadas atenciones fueron tan reconfortantes como inesperadas. No tardó en sentir un vivo afecto hacia el viejo sikh. Éste se convirtió en el polo alrededor del cual gravitó en lo sucesivo su vida. Le acompañaba a los campos, ordeñaba sus dos búfalos a la salida y a la puesta del sol, dormía a su lado. A sólo unos kilómetros de la tormenta del éxodo, Boota Singh le ofrecía un puerto de paz y de amor.
Un día, mucho antes del amanecer, como lo exige la tradición sikh, sonó en el camino un alegre concierto. Escoltado por cantadores, flautistas y vecinos con antorchas, cabalgando una montura empenachada y engualdrapada de terciopelo, Boota Singh acudía para pedir su mano a la pequeña musulmana que había comprado. Un
guru
que llevaba un ejemplar del Granth Sahib, el libro santo de los sikhs, le siguió al interior de la casa, donde, temblorosa en su sari de boda entretejido de oro, esperaba Zenib. Resplandeciente de felicidad, tocado con un nuevo turbante de intenso color rojo, Boota Singh se sentó junto a su futura esposa en el suelo de tierra aplastada. El
guru
les recordó las obligaciones de la vida conyugal y leyó los versículos sagrados que ambos repitieron después de él. Luego, Boota Singh se levantó, tomó el extremo de un pañuelo bordado y tendió a Zenib el otro extremo. Unidos así uno a otro, realizaron juntos cuatro
lawan
, describiendo cuatro círculos místicos en torno al libro santo. El
guru
pudo entonces declararlos marido y mujer. Afuera, el sol se levantaba sobre los campos de Boota Singh.
Sinónimos de tantos sufrimientos para millones de penjabíes, los días venideros completarían la felicidad del viejo sikh. Su joven esposa esperaba un hijo. Esta bendición suprema parecía mostrar que la Providencia velaba sobre la tierra maldita del Penjab. Sin embargo, esta pareja feliz no se salvaría. Una cruel prueba habría de afligirles muy pronto. Para sus divididos correligionarios, Boota Singh y Zenib encarnarían la tragedia de la partición.
En los mapas del cuartel general de Louis Mountbatten, cada línea de alfileres rojos conducía ineluctablemente a un campo de refugiados. Los millones de hombres desarraigados que llegaban a la India y al Pakistán enfrentaban a los dos Gobiernos con problemas hasta entonces desconocidos. Anonadadas por la aflicción, estas multitudes esperaban ahora un milagro. Habían conquistado la libertad y creían que esta libertad concedía a sus dirigentes el poder de borrar su desgracia.
El periodista indio D. A. Karaka encontró un día en un campo de Jullundur a un anciano que agitaba una hoja de un cuaderno escolar. Había hecho que un escribano público relacionara en ella la lista de todos los bienes que había tenido que abandonar en el Pakistán su vaca, su casa, sus
charpoy
, sus utensilios, su arado con la estimación de su valor. La suma total ascendía a 4.500 rupias. Iba ahora a presentar esta factura al Gobierno para que le rembolsara su importe.
—¿Qué Gobierno? —se asombró el periodista.
—Mi
Gobierno —respondió el anciano.
Luego, con conmovedora ingenuidad, añadió:
—Perdón,
master
, ¿puede usted indicarme dónde puedo encontrar a
mi
Gobierno?
Los ricos no fueron más privilegiados que los pobres. Un oficial sikh de Amritsar tuvo que albergar a varios de sus amigos con sus familias. Dos meses antes, todos eran millonarios en Lahore. Ahora lo habían perdido todo.
Un oficial de gurkhas —que escoltaba un tren hasta Nueva Delhi— quedó sorprendido al encontrar a un hombre, visiblemente acomodado, que lloraba a lágrima viva. El viajero le confió que estaba completamente arruinado.
—¿No le queda absolutamente nada? —se compadeció el oficial.
—Sólo quinientas mil rupias.
—¡Entonces, todavía es usted rico! —protestó el oficial.
El refugiado meneó la cabeza en señal de negativa y explicó:
—No, pues cada
anna
de cada rupia no debe servir más que para hacer asesinar a Nehru y a Gandhi.
Las dificultades sin nombre planteadas por la acogida de refugiados eran superiores a cuanto pudiera imaginarse. Faltaba de todo: mantas, vacunas, tiendas de campaña. Encontrar y distribuir víveres en cantidad suficiente exigía medios logísticos de incalculable amplitud.
Las condiciones de vida en los campos de refugiados no cesaron de empeorar, y cada día aportaba su aumento de bocas que alimentar. Un insoportable hedor a excrementos, a muerte, a putrefacción, ascendía de estos refugios en los que hormigueaba una población de condenados, «el olor de la libertad», observó con rencor un coronel sikh durante una inspección. La extrema indigencia añadía la sordidez al horror de estas antecámaras del infierno. Los más valientes montaban la guardia junto a sus parientes moribundos para estar seguros de recuperar sus exiguos bienes en el momento del último suspiro.
A excepción de Gandhi, ningún dirigente indio se haría tan popular entre los refugiados como una inglesa de uniforme caqui. Durante estos meses de pesadilla, Edwina Mountbatten no regateó esfuerzos, con una energía y una voluntad que su propio marido no habría podido superar. Aliviar la espantosa miseria era una tarea a la medida de esta generosa mujer. Su autoridad, su sentido de la organización, su incansable dedicación, su compasión profunda, convertirían a Edwina Mountbatten en un ángel de misericordia que decenas de millares de indios no olvidarían jamás.
Entregada al trabajo desde las seis de cada mañana, se pasaba el día corriendo de un campo a otro, de hospital en hospital, pasando revista a todo, buscando soluciones, dando órdenes, rectificando errores. No se trataba de visitas protocolarias. Ella conocía el número de puntos de agua necesarios por millar de refugiados, sabía cómo organizar una vacunación masiva, qué reglas de higiene imponer con prioridad a cualquier otra.
H. V. R. Iyengar, secretario particular de Nehru, recuerda haberla visto llegar una tarde a uña reunión del comité de urgencia después de un agotador recorrido por los campamentos del Penjab bajo un sol de fuego. Mientras que su ayudante de campo se quedaba dormido de fatiga en la habitación contigua, Edwina, «fresca y sonriente, presentaba una concisa relación de sus observaciones y sugería la adopción de toda clase de medidas».
Propensa a marearse, detestaba viajar en avión. Sin embargo, no vaciló jamás en elegir este medio de locomoción cuando le permitía ganar tiempo, cuidando entonces de maquillarse un poco más a la llegada. En caso de urgencia, no dudaba en imponer despegues y aterrizajes acrobáticos en terrenos no balizados o totalmente sumergidos en la niebla.
«Lo más absurdo que se le hubiera podido decir habría sido: “Excelencia, temo que no sea adecuado que haga usted esto” —cuenta el capitán de corbeta Peter Howes—, pues podía uno tener la seguridad de que lo haría inmediatamente».
Ningún espectáculo era demasiado atroz, ningún contacto demasiado repugnante, ninguna tarea demasiado degradante, ningún ser demasiado miserable para no merecer su consideración. Peter Howes la vería siempre pateando hasta los tobillos en el barro y las inmundicias, en medio de hombres, mujeres y niños que morían a consecuencia del cólera —una de las agonías más espantosas—, inclinándose hacia ellos, acariciando sus frentes abrasadas de fiebre, endulzando sus últimos instantes con una sonrisa afectuosa.
El drama de la partición que vivieron la India y el Pakistán suscitó otros comportamientos admirables, sacrificio y heroísmo cuyos autores permanecieron generalmente en el anonimato. «La única manera de aferrarse a la razón era intentar salvar una vida cada día», diría el oficial de Policía hindú Ashwini Kumar, resumiendo así los sentimientos de numerosos indios que se negaron a dejarse arrastrar por la histeria colectiva. El propio Kumar arrancó a la muerte varios millares de refugiados musulmanes por los caminos del éxodo, no vacilando en abrir fuego contra aquellos compatriotas suyos que los atacaban.
Se vio a sikhs salvar a musulmanes de las multitudes enfurecidas que empezaban a lincharlos, a musulmanes ocultar hindúes y sikhs en sus casas durante meses. Un hindú desconocido salvó al ferroviario Ahmed Anwar gritando a los que se disponían a despedazarle: «¡Deteneos, es un cristiano!» Un capitán musulmán del
Frontier Rifles
cayó muerto cuando defendía una columna de refugiados sikhs. Fueron centenares las personas cuyo valor iluminó con un poco de esperanza esta larga noche de horror.
Poco a poco, emergió del caos una apariencia de orden. El comité de urgencia, cuya acción representaba para Nehru, «la mejor lección en el arte de gobernar que jamás haya recibido un nuevo Estado», recuperó un control parcial de la situación en el Penjab. Seguía habiendo allí millones de refugiados, pero las pasiones antagonistas empezaban a aplacarse. Esta mejora fue señalada por un comunicado lacónico anunciando que «parece decrecer la costumbre de arrojar a los musulmanes por las ventanillas de los trenes».
Sin embargo, una última maldición estaba reservada a los infortunados del éxodo. Del cielo, cuyo socorro habían implorado millones de refugiados en el infernal calor del verano, cayeron por fin las esperadas cataratas del monzón, pero con una violencia como no la había conocido la India desde hacía medio siglo. Parecía como si, en una brutal explosión de cólera, todos los dioses del Penjab quisieran castigar con una última calamidad al pueblo que los había irritado. Los cinco ríos del Penjab —esos ríos que habían dado su nombre a la provincia y hecho prosperar a sus hijos hoy desarraigados iban a convertirse ahora en el instrumento final de su destrucción.
Bajo sus trombas, las lluvias hicieron derretirse las nieves del Himalaya y llenaron con fulminante rapidez los lechos secos de furiosos torrentes. La partición y el caos que le siguió habían desorganizado el sistema de alerta puesto a punto por los ingleses. Masas de agua tan altas como casas cayeron súbitamente el 24 de setiembre sobre el corazón del Penjab, ahogando en medio de un apocalíptico fragor a las decenas de millares de refugiados que se habían detenido allí para pasar la noche.
El campesino musulmán Abduraman Ali y los habitantes de su aldea habían instalado su campamento a orillas del Byas, entonces prácticamente seco. Una euforia particular parecía animarlos: el refugio del Pakistán no estaba muy lejos esa noche. Sólo unos pocos lo alcanzarían. Ali había estacionado su charabán en una loma. Despertado por los gritos y la violenta avenida, logró trepar a ella con su familia. El agua cubrió los ejes, luego el suelo, llegó hasta sus rodillas, ascendió hasta sus pechos. Durante dos horas, Ali y los suyos se aferraron al vehículo, sin alimentos, temblando de frío y de terror ante el espectáculo de las olas agitando en su derredor los despojos de los atalajes y los cadáveres hinchados de sus vecinos y de los animales.
Los puentes que habían resistido durante generaciones fueron arrasados, arrancados por la terrorífica potencia de las aguas. El mayor indio Ashwini Dubey vio al torrente engullir al que franqueaba el Byas cerca de Amritsar. Los charabanes, los bueyes, las personas fueron arrastrados en los torbellinos, proyectados contra las pilastras con una fuerza que «pulverizó las carretas como cajas de cerillas, triturando a hombres y animales».
La fotógrafo Margaret Bourke-White, durante el sueño, fue sorprendida por el fulgurante desbordamiento del Ravi y tuvo que luchar sumergida hasta la cintura en el agua y el barro antes de poder alcanzar un refugio. Cuando por fin se retiraron las aguas, volvió a aquel lugar de apocalipsis, una pradera entre el río y el terraplén de la vía férrea donde cuatro mil musulmanes se habían detenido esa noche. Más de tres mil se habían ahogado. La pradera «semejaba un campo de batalla cubierto de carretas volcadas, de cadáveres, de herramientas, de utensilios amontonados en una masa de fango y despojos». Para el oficial de Policía sikh Gurucharan Singh, el recuerdo indeleble de estas inundaciones asesinas sería la visión del «cuerpo de un soldado gurkha, suspendido de un árbol como un grotesco monigote y al que los buitres devoraban metódicamente a la sublime luz de la mañana».
Nadie sabrá jamás cuántos seres humanos perecieron en el Penjab durante las terribles semanas del verano y el otoño de 1947. Las matanzas se produjeron en ausencia de toda autoridad organizada y en medio de una confusión tal que fue imposible establecer con exactitud su balance. El número de víctimas abandonadas al borde de las carreteras, arrojadas al fondo de pozos, de las quemadas vivas en el incendio de sus casas y pueblos supera todo cuando pueda concebirse. Las estimaciones más sombrías oscilan de uno a dos millones de muertos. Una de las altas personalidades indias encargadas de investigar estos acontecimientos, el juez G. D. Khosla, da en su informe la cifra de quinientos mil
[40]
. Los dos eminentes historiadores británicos de este período, Penderel Moon que se hallaba a la sazón destinado en el Pakistán, y H. V. Hodson, señalan la cifra de doscientos a doscientos cincuenta mil
[41]
. Sir Chandulal Trivedi, el primer gobernador indio del Penjab oriental y uno de los personajes oficiales mejor informados de la situación, fijó en 225.000 vidas humanas la magnitud de la hecatombe.
La estadística de refugiados sería, en cambio, un poco más precisa. Durante todo el otoño y parte del invierno, continuaron llegando a un ritmo de entre quinientos y setecientos mil por semana, hasta alcanzar la cifra de diez millones y medio. Otro millón cambiaría de domicilio en Bengala, en circunstancias menos trágicas, sin embargo.