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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (29 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Sin embargo, este palacio de miseria ocultaba en sus rincones una fortuna que desafiaba toda imaginación. El cajón de su tambaleante mesa contenía, envuelto en una revista vieja, el
Koh-i-Noor
, «La Montaña de Luz», un fabuloso diamante de 280 quilates que había sido la joya más preciada del tesoro de los emperadores mogoles. El nizam lo utilizaba a veces como pisapapeles. En el abandonado jardín, había una docena de camiones tan cargados, que se hundían en el suelo hasta los ejes. Estaban abarrotados de lingotes de oro. Una colección de joyas, tan fantástica que se decía que podía recubrir las aceras de Piccadilly, llenaba cajones enteros y la vieja caja fuerte de su habitación. Poseía maletas llenas de rupias, de dólares y de libras esterlinas, empaquetadas en papel de periódico hasta un total de cinco mil millones de antiguos francos. Una legión de ratas, que hacían de los billetes su alimento favorito, depreciaban esta fortuna en varios millones cada año.

Por último, custodiadas por una compañía de amazonas africanas armadas con puñales, cuarenta esposas legítimas, un centenar de concubinas y otros tantos hijos nacidos de sus actos poblaban su harén.

La riqueza más preciosa del nizam en estos días inciertos era, en realidad, su numeroso Ejército, equipado con artillería y aviación. Disponía, así, de casi todas las bazas de la independencia, excepto una salida al mar y el apoyo de su pueblo. Hindúes en su mayoría, sus súbditos odiaban a la pequeña minoría musulmana que los gobernaba. El extraño monarca no sentía, sin embargo, ninguna duda sobre su futuro. Cuando Sir Conrad Corfield fue a informarle de la decisión de Gran Bretaña de abandonar la India, él dio un brinco en su sillón.

—¡Por fin voy a ser libre!

Idéntica ambición animaba a otro poderoso soberano en el otro extremo de la India. Reinando sobre uno de los más célebres y más bellos lugares del mundo, el valle encantado de Cachemira, Hari Singh era un hindú de una alta casta brahmánica. Sus cuatro millones de súbditos eran, por el contrario, musulmanes en sus tres cuartas partes. Su reino, incrustado entre los muros de los picos himalayos, se extendía bajo el Techo del Mundo barrido por los vientos que soplaban del Ladakh, del Tíbet y de Sin Kiang. Constituía una encrucijada vital en la que la India, el futuro Pakistán, China y Afganistán estaban seguros de enfrentarse algún día.

Personaje débil e indeciso, el maharajá Hari Singh repartía su tiempo entre las fastuosas fiestas de Jammu, su capital de invierno, y los lagos cubiertos de loto de su capital de verano, Srinagar, la Venecia de Oriente. Había inaugurado su reinado con algunos intentos de reforma, rápidamente sofocados por su creciente despotismo, enviando poco a poco a todos sus adversarios a las cárceles del Estado. Uno de ellos había sido el propio Nehru, detenido en el transcurso de una visita a su Cachemira natal. Como el nizam de Hyderabad, Hari Singh poseía un Ejército capaz de defender las fronteras de su reino y reforzar su reclamación de independencia.

Bajo su dorado parasol, el maharajá de Patiala, Yadavindra Singh, se dirige hacia su coronación. En torno a su cuello brilla un collar de 8 hileras de perlas asegurado por «Lloyds» en 500 millones de francos antiguos.
(Foto Popperfoto, Keystone)

El nizam de Hyderabad (con su báculo,
en el centro
) era considerado como el hombre más rico del mundo. De una avaricia legendaria, poseía cofres llenos de dólares y de libras esterlinas envueltos en papel de periódicos viejos.
(Foto Popperfoto, Keystone)

Príncipe moderno y progresista, el maharajá de Kapurtala había dotado a su reino de escuelas, hospitales e incluso de un Parlamento. Su palacio era una réplica del de Versalles, donde se hablaba francés y se bebía agua de Évian.
(Foto Popperfoto, Keystone)

Los tronos de los maharajás solían ser de oro macizo.
(Foto Popperfoto, Keystone)

Algunos príncipes como el maharajá de Bikaner celebraban sus bodas de oro recibiendo su peso en oro.
(Foto Popperfoto, Keystone)

Aunque paralizado desde su infancia, el maharajá Budal Singh, de Udaipur, era una apasionado de la caza mayor. Se desplazaba en la jungla en una especie de garita fortificada. Tan pronto como era descubierta una pieza, los ojeadores la dirigían hacia su fusil con ayuda de antorchas y gritos. Gran tirador, el príncipe raramente fallaba el disparo. Había matado su primer tigre a los ocho años de edad.
(Foto Keystone)

VIII

«UN DÍA MALDECIDO POR LOS ASTROS»

E
l hombre que descendía del automóvil ante el número 10 de Downing Street hubiera podido experimentar una legítima aprensión. Llamado a Londres para que explicara el incidente de Simla con Nehru, Lord Mountbatten había sido advertido por Ismay, nada más aterrizar, de que el Gobierno estaba «sumamente irritado por su forma de actuar». Sin embargo, no sentía la menor inquietud.

Llevaba consigo el nuevo plan de independencia de la India, redactado por V. P. Menon tras el rechazo brutal de la primera versión por parte de Nehru. Estaba convencido de que el plan contenía esta vez la solución al problema indio. De todos modos, no había ido a Londres para «explicarse». Por el contrario, tenía la intención de sustituir su antiguo texto por el nuevo y demostrar a Clement Attlee y a su Gobierno «lo afortunados que podían considerarse todos por el hecho de haber tenido él la intuición de mostrar el proyecto a Nehru».

Luciendo una amplia sonrisa, Mountbatten franqueó la barrera de fotógrafos y llegó al despacho en el que, hacía justamente cinco meses, se le había confiado su misión. Le esperaban Attlee y todos los ministros afectados por los asuntos indios. Su acogida fue cordial, pero reservada. Sin arredrarse, Mountbatten emprendió la tarea de invertir la situación. «No les expresé el menor pesar —relatará más tarde— como tampoco les di la menor justificación. Experimentaba un sentimiento aterrador, no tanto de orgullo como de absoluta convicción de que todo dependía de mí y de que aquellos ministros deberían hacer lo que yo les dijese».

Analizando las modificaciones introducidas en el plan inicial, Mountbatten anunció que se encontraba en condiciones de afirmar que todas las partes interesadas estaban ahora de acuerdo en aceptar las propuestas del nuevo documento. Pero, sobre todo, añadió, aportaba una información de la máxima importancia. Había recibido la seguridad de que la India y el Pakistán independientes permanecerían unidos a la Gran Bretaña ocupando un puesto en la Commonwealth británica.

El partido del Congreso estaba, en efecto, dispuesto a aceptar el estatuto de dominio. Pero con una condición: que la independencia fuera concedida inmediatamente, ya que la fecha del 30 de junio de 1948 se consideraba demasiado lejana.

Persuadido de que la rapidez era la base del éxito, Mountbatten quería convencer al Gobierno de la necesidad de actuar pronto. ¿Cuánto tiempo necesitaría para hacer que el Parlamento votase la ley concediendo la independencia a la India?, preguntó.

La actuación del joven almirante ante el austero areópago fue tan extraordinaria que, en pocos minutos, consiguió tornar en favor suyo una atmósfera al principio hostil. Fascinados por su encanto y su poder de persuasión, los ministros adoptaron el nuevo plan sin introducir en él ningún cambio, por mínimo que fuese.

—Good God!
—exclamó Lord Ismay, que había sido testigo de tantas tormentas churchillianas en aquella misma residencia—. He presenciado algunas proezas en mi vida, pero la que usted acaba de realizar supera a todas.

La poderosa silueta de Louis Mountbatten contemplaba tendida en la cama con una bata escocesa echada sobre los hombros, una gafas de medios cristales cabalgando en la punta de la nariz y su legendario puro en la boca, había formado siempre parte del decorado de su existencia. La imagen de Winston Churchill poblaba sus recuerdos de adolescente desde el día en que lo viera, joven y resplandeciente Primer Lord del Almirantazgo, charlando en el salón familiar con su padre, a la sazón Primer Lord del Mar. Mountbatten recordaba, incluso, haber oído a su madre decir, bromeando, del hombre que se convertiría en el símbolo de la resistencia contra Hitler, que «no se podía confiar en él». Porque se había hecho reo de un delito incalificable: no había devuelto un libro prestado
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