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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (25 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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En el interior de la ciudad, el golpeteo de los zapatos o el petardeo de los motores eran sustituidos por el frote regular de los pies de centenares de coolíes. De acuerdo con la costumbre, sólo tres coches de caballos, y más tarde, de motor, tenían derecho a circular por la ciudad: el del virrey, el del comandante en jefe del Ejército de la India y el del gobernador del Penjab. Ni los mismos dioses habían obtenido autorización para rodar en automóvil por Simla, decía un chiste local. Los vehículos que se utilizaban eran los carritos de tracción humana, coches confortables «y no esas carretas cuyos asientos le muelen a uno las costillas», recuerda uno de sus propietarios. Hacían falta cuatro hombres para hacerlos remontar las escarpadas calles. Un quinto hombre corría a su lado, descalzo como sus compañeros y listo para tomar el relevo.

Si bien les prohibían llevar zapatos, sus amos rivalizaban en distinción respecto al atuendo de sus coolíes. El virrey tenía la exclusividad del color escarlata. Un escocés había decidido vestirles con la faldilla clásica, el
kilt
, otra familia les había hecho confeccionar uniformes diferentes para la mañana y la tarde. Todos llevaban sobre el pecho una placa grabada con las armas de la casa a qué servían. Los coolíes de Simla morían jóvenes; la mayoría consumidos por la tuberculosis.

Las fiestas a las que conducían a sus amos eran suntuosas, pero las más grandiosas seguían siendo las dadas en
Viceregal Lodge
, el palacio del virrey, centro de la nobleza imperial y templo de la precedencia. Una roseta fijada a la lanza de su carruaje diferenciaba a los invitados, de los cuales algunos solamente tenían derecho a la puerta de honor. Todos, sin embargo, tenían la seguridad de no codearse jamás con ciudadanos del país sobre el que reinaban desde lo alto de su Olimpo. «No puede usted imaginarse la atmósfera que rodeaba al
Viceregal Lodge
una noche de baile —cuenta con nostalgia un testigo—. Con sus lamparillas de aceite centelleando en la oscuridad, los carruajes avanzaban al trote hacia el palacio entre el sordo rumor de centenares de pies descalzos».

El otro polo de la vida mundana era el hotel «Cecil», un palacio cuya hospitalidad estaba considerada como una de las más fastuosas del mundo. Todas las noches, a las ocho y cuarto, un criado tocado con un turbante recorría los pasillos cubiertos de espesas alfombras haciendo sonar la campanilla de la cena como en los paquebotes de la «Peninsular and Oriental». Los hombres de frac y las mujeres con vestido de noche bajaban entonces a ocupar su puesto ante las mesas puestas con cubertería de plata de «Mappin & Webb», vajilla de Dalton y vasos de cristal de Bohemia sobre manteles de encaje irlandés. Ante cada cubierto se alineaban cinco vasos, para el champaña, el whisky, el vino de Burdeos, el oporto y el agua.

El corazón de Simla era el Mall, una amplia avenida que atravesaba de extremo a extremo la pequeña ciudad, ofreciendo una sucesión de tiendas, de Bancos y de salones de té. Las aceras y la calzada estaban tan cuidadosamente limpias como el palacio del virrey. En su centro, se alzaba la catedral anglicana, a la que el virrey y la virreina, en compañía de toda la colonia británica, acudían todos los domingos a oír los salmos del servicio cantados por «las únicas voces apropiadas, voces inglesas».

Hasta la Primera Guerra Mundial, el Mall permaneció prohibido para los indios. Esta segregación tenía un carácter simbólico. La emigración anual hacia las alturas de Simla representaba mucho más que un rito de temporada. Aportaba la sutil confirmación de la superioridad racial de Inglaterra, de la gracia de la Providencia que permitía a los ingleses vivir fuera de los hormigueros humanos que pululaban a sus pies en las resecas llanuras.

Muchos de los aspectos de este Simla de antaño habían desaparecido cuando Louis Mountbatten se instaló allí a comienzos de mayo de 1947. La guerra había puesto fin a los desplazamientos estivales del Gobierno de la India. Incluso un indio podía ahora circular por el Mall, a condición, no obstante, de que no llevase el vestido tradicional de su país
[13]
.

Aunque se hallaba agotado, Mountbatten tenía buenas razones para estar de un humor excelente. ¿No había logrado en seis semanas lo que sus predecesores no pudieron conseguir en muchos años? Había presentado al Gobierno de Londres un plan que ofrecía a la Gran Bretaña un medio de desligarse honorablemente del avispero indio, y a los indios una solución que, por penosa que fuese, levantaba la hipoteca de su futuro. Habiendo obtenido de Attlee poderes excepcionales, no estaba obligado a asegurarse el acuerdo formal de los dirigentes indios antes de enviar su plan a Londres. Se limitó a garantizar al Gobierno de Clement Attlee que lo aceptarían cuando les fuese presentado.

Su plan era una hábil mezcla de todo lo que había aprendido en la intimidad de su despacho. Fundado en su conocimiento de las convicciones y los sentimientos personales de cada dirigente indio, representaba una precisa estimación de lo que, normalmente, debían de estar dispuestos a admitir. Mountbatten tenía tal confianza en sus ideas que anunció oficialmente su intención de someterles este plan el 17 de mayo, a su regreso a Nueva Delhi.

Favorecida la reflexión por el revigorizante frescor y la calma olímpica de Simla, el virrey no tardó en preguntarse si no había mostrado demasiado optimismo. Desde que recibiera el plan, el Gobierno de Londres no cesaba de bombardearlo con telegramas sugiriendo la modificación de tal o cual de sus cláusulas.

Serias inquietudes comenzaban a atormentar al virrey. Si se aplicaban todas las resoluciones de su plan, no serían dos, sino tres las partes en que quedaría dividido el subcontinente indio. Pues Mountbatten había previsto una cláusula que permitía a una de las once provincias —Bengala— hacerse independiente si así lo decidía la mayoría de cada una de sus comunidades. Los sesenta y cinco millones de hindúes y musulmanes bengalíes podrían, si lo deseaban, formar juntos un Estado independiente, viable y lógico, cuya capital sería el gran puerto de Calcuta. La paternidad de esta idea correspondía al dirigente musulmán de Calcuta, Sayyid Suhrawardy, el
play-boy
aficionado a las salas de fiestas y al champaña que, nueve meses antes, había organizado el terror en las calles de su ciudad lanzando sus tropas contra la población hindú. La proposición atrajo a Mountbatten. Contrariamente al monstruoso Estado de dos cabezas reivindicado por Jinnah, una Bengala independiente era posible en un plano étnico y económico. Para agradable sorpresa del virrey, los dirigentes hindúes locales se habían mostrado igualmente favorables a este proyecto. No obstante, en su deseo de actuar con rapidez, Mountbatten había omitido hablar de él a Nehru, y esta negligencia le inquietaba ahora. Pensándolo bien, ¿podría verdaderamente el Primer Ministro indio aceptar una solución que privaría a la India del puerto de Calcuta y de su rico cinturón industrial? Si, después de todas las seguridades que había enviado a Londres, la respuesta era negativa, Mountbatten quedaría como un negociador manifiestamente frívolo ante los ojos de Inglaterra, de la India y del mundo.

Una corazonada le sugirió comprobar ante el propio Nehru, su huésped durante esta corta estancia himalaya, que no corría tal riesgo. Más que nunca, Louis Mountbatten veía en la calidad de sus relaciones con el seductor Jawaharlal Nehru una promesa para el futuro: la base de privilegiadas relaciones entre la nueva India y sus antiguos colonizadores. Una cálida amistad ligaba igualmente a Nehru y Edwina Mountbatten. En la India todavía estratificada de esta primera mitad del siglo XX, una mujer como Edwina era una personaje de raras cualidades. Nadie mejor que esta atrayente aristócrata, inteligente y generosa, sabía hacer salir de su concha al líder indio en sus momentos de duda y de angustia. ¿Cuántas situaciones había ya enderezado y cuántos acuerdos había facilitado hechizándole durante un paseo por los jardines mogoles, un baño en la piscina o frente a una taza de té?

Obedeciendo a su impulso, y contra la opinión de sus colaboradores, Mountbatten invitó esa misma noche a Nehru a tomar una copa de oporto en su despacho. Con toda naturalidad, le confió un ejemplar del famoso plan, rogándole que lo leyera con atención y le dijese qué clase de acogida preveía por parte del Congreso. Complacido y halagado, Nehru prometió estudiarlo en seguida.

Pocas horas después, mientras Mountbatten se distraía entregándose a su pasatiempo favorito —la elaboración del árbol genealógico de su familia—, Jawaharlal Nehru examinaba detenidamente el texto destinado a establecer el destino de su país. Quedó horrorizado. Para él constituía una visión de pesadilla esa India en la que cada provincia tendría derecho a decidir su destino, no ya una India partida en dos, sino fragmentada en una multitud de pedazos. La puerta que Mountbatten dejaba abierta para la secesión de Bengala originaría, inevitablemente, una herida por la que escaparía la mejor sangre de la India. Nehru vio el espectro de una India mutilada, amputada de su pulmón vital, Calcuta y sus instalaciones portuarias, sus acerías, sus fábricas de cemento, sus industrias textiles; el espectro de una Cachemira independiente, la patria de sus antepasados, regentada por un déspota a quien despreciaba; el espectro de un Estado de Hyderabad convirtiéndose en un cuerpo extraño musulmán plantado en el corazón de la India; el espectro de toda una retahíla de Estados reclamando también su derecho a la independencia. Este plan corría el riesgo de liberar todas las fuerzas centrífugas que habían amenazado desde siempre la unidad de la India y hacer estallar al país en un mosaico de Estados. Durante tres siglos, los ingleses habían dividido para reinar. Ahora, dividían para marcharse.

Lívido de cólera, Jawaharlal Nehru arrojó los folios a través de la habitación gritando:

—¡Se acabó!

A la mañana siguiente, una carta informó a Louis Mountbatten de la reacción del dirigente indio. El soberbio edificio que el virrey había construido pacientemente durante las semanas anteriores se derrumbaba como un castillo de naipes. Su plan, le escribía Nehru, le daba una impresión tal «de división, de posibilidades de conflictos y de desórdenes» que no podría por menos de ser «amargamente recibido y totalmente desaprobado por el partido del Congreso».

Quien acababa de anunciar con orgullo que en el plazo de diez días iba a ofrecer una solución al dilema indio comprendió entonces que no tenía ninguna que proponer. El plan que el Gobierno británico estaba a punto de discutir, el plan al que había garantizado la adhesión unánime de los indios, no tenía ya ninguna posibilidad de obtener el acuerdo, indispensable, del partido del Congreso. Consciente de que, se le podría reprochar su premura o su ingenuidad, Mountbatten no era, sin embargo, hombre que se dejara desconcertar por un fracaso. Lejos de abandonarse a la perspectiva del desastre, se felicitó por haber revelado sus intenciones a Nehru antes de que fuera demasiado tarde. Emprendió inmediatamente la tarea de reparar los desperfectos, confiando que su amistad sobreviviría a esta crisis. Nehru aceptó, en efecto, permanecer un día más en Simla para darle tiempo al virrey de hacer aceptable el proyecto. La nueva redacción tendría que eliminar los puntos negros que habían provocado su hostilidad. No debería dejar a las once provincias y a los Estados principescos sino una sola y única opción: la integración con la India o la integración con el Pakistán. Se había desvanecido el sueño de una Bengala independiente.

Mountbatten no por ello quedaba menos convencido de que estaba condenado a desaparecer el Pakistán de dos cabezas de Mohammed Ali Jinnah. Antes de un cuarto de siglo, predecirá a un amigo indio, la Bengala Oriental destinada al Estado de Jinnah habrá abandonado el Pakistán. La guerra de Bangla Desh, de 1971, demostraría que en su profecía se había equivocado solamente por un año.

Para elaborar el nuevo refrito del plan de independencia de la India, Mountbatten apeló al joven indio V. P. Menon. Este último era una figura disonante en el distinguido entorno del virrey. Ningún pergamino de Oxford o de Cambridge adornaba las paredes de su despacho. Menon, que era el mayor de una familia de doce hermanos, había abandonado la escuela a los trece años para trabajar sucesivamente como albañil, minero, obrero de fábrica, conductor de locomotora, comerciante en algodón y maestro. Habiendo aprendido a escribir a máquina con dos dedos, ingresó en la Administración india en Simla, en 1929, en calidad de simple empleado de oficina
[14]
. Su carrera fue, sin duda, la ascensión más meteórica de la Administración imperial. Comisario de Reformas, Me non ocupaba en 1947, en el Gabinete del virrey, el cargo más elevado confiado jamás a un indio. Se ganó rápidamente la confianza y, luego, el afecto de Mountbatten.

El almirante le anunció sin rodeos, que, esa misma tarde, debería haber redactado una nueva versión del plan de independencia. El espíritu fundamental de esa carta —la partición de la India— no debía ser modificado, le precisó, y la responsabilidad de esta elección debía continuar pesando exclusivamente sobre los indios.

Sexta estación del viacrucis de Gandhi:
«Ya no me necesitan»

Postrado a causa de un violento ataque de apendicitis, el menudo cuerpo de la joven temblaba como una hoja bajo las mantas que su tío-abuelo había amontonado sobre su lecho. Con los ojos ardientes a consecuencia de la fiebre y las manos crispadas sobre el dolorido vientre, Manu gemía como un animal herido. Silencioso y angustiado, Gandhi daba vueltas por la habitación.

Un nuevo conflicto torturaba al anciano que sus discípulos acababan de desautorizar. Se refería, esta vez, a la tímida muchacha que le había seguido en su peregrinación solitaria por los caminos de Noakhali.

Desde que cuidara a las víctimas de una epidemia de viruela en África del Sur, Gandhi tenía una confianza absoluta en los remedios naturales. Denunciaba a la medicina moderna acusándola de querer cuidar el cuerpo sin tratar de curar el alma, de prescribir drogas en lugar de apelar a las fuerzas morales, de interesarse por el dinero de los enfermos más que por su curación. El campo indio estaba lleno de hierbas curativas, afirmaba, ofrecidas por Dios para curar los males de todos. El Mahatma consideraba que el tratamiento por las plantas era una prolongación de su filosofía de la no violencia. En nombre de esta doctrina se había negado a dejar que el cuerpo de su mujer fuera sometido a la simple violencia de una inyección de penicilina cuando agonizaba en el catre de una prisión.

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