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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (11 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Al igual que la mayoría de los indios, Gandhi permaneció leal a la Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial, convencido de que ésta sabría acoger con simpatía las aspiraciones nacionalistas de la India. Se engañaba. En 1919, Inglaterra votó la Rowlatt Act, una ley que reprimía duramente toda agitación tendente a la liberación de la India. Gandhi meditó durante largas semanas para encontrar una respuesta al rechazo de Gran Bretaña de las esperanzas de su país. La respuesta acudió a él durante un sueño, y era tan sencilla como extraordinaria. La India protestaría con el silencio, un silencio de muerte. Gandhi iba a llevar a cabo una experiencia que nadie había osado jamás intentar antes que él. Iba a paralizar al país entero en la calma glacial de una jornada de duelo, una
hartal
.

A imagen de tantas de sus iniciativas políticas, este plan reflejaba su genio para inventar ideas simples, ideas que podían resumirse en unas cuantas palabras, comprendidas por los espíritus más romos, puestas en práctica con los gestos más ordinarios. Para seguir a Gandhi, los indios no tendrían siquiera que violar la ley, ni desafiar las porras de la Policía. Deberían solamente no hacer nada. Cerrando sus tiendas, abandonando sus aulas, yendo a rezar a sus templos o, simplemente, quedándose en su casa, los indios mostrarían su solidaridad con el grito de rebelión. Gandhi eligió para su jornada de
hartal
el 6 de abril de 1919. Era el primer desafío abierto que lanzaba a las autoridades británicas. Que la India entera se inmovilice, suplicó, y que sus opresores oigan el mensaje de su silencio.

Desgraciadamente, las masas no se mantendrían silenciosas en todas partes. Estallaron disturbios. El más grave se produjo en el Penjab, en Amritsar. Para protestar contra las medidas de retorsión impuestas en la ciudad por los ingleses, millares de habitantes se congregaron el 13 de abril en una manifestación pacífica, pero prohibida, en una plaza llamada Jallianwalla Bagh. Sólo un estrecho paso daba acceso a esta explanada, que se hallaba rodeada por toda una fila de casas. Apenas se hubieron agrupado los manifestantes, cuando hicieron su aparición unos cincuenta soldados británicos mandados por el comandante militar de la ciudad, el general R. E. Dyer. Éste situó a sus hombres a ambos lados de la entrada y, sin la menor advertencia, mandó abrir fuego sobre la multitud indefensa. Mientras los indios cogidos en la trampa gritaban e imploraban piedad, las ametralladoras inglesas disparaban mil seiscientas cincuenta balas. Mataron o hirieron a mil quinientas dieciséis personas. Convencido de haber hecho «un buen trabajo», el general Dyer se retiró
[6]
.

Este «buen trabajo» constituyó en la historia de las relaciones de Inglaterra con la India un punto de inflexión más decisivo de lo que había sido el gran levantamiento de los cipayos sesenta y tres años antes. Mas esta tragedia tenía un sentido particular para Gandhi. Le hacía perder definitivamente la confianza en aquel Imperio al que había sacrificado sus principios pacíficos en dos guerras. En lo sucesivo, dedicaría todos sus esfuerzos en tomar el control de la organización que encarnaba las aspiraciones nacionalistas de la India.

La idea de que el partido del Congreso pudiera convertirse un día en la punta de lanza de la agitación de las masas indias habría espantado ciertamente al respetable funcionario inglés que fundó esta asamblea en 1885. Actuando con la bendición del virrey, Octavian Hume quería crear un partido susceptible de canalizar las crecientes protestas de la clase intelectual en una formación moderada capaz de entablar un diálogo de caballero con los dueños británicos de la India. Y esto era exactamente lo que representaba el partido del Congreso cuando Gandhi hizo su aparición en la escena política. Decidido a hacer de él un movimiento de masas animado por su ideal de no violencia, en Calcuta, en 1920, presentó al partido un plan de acción que fue adoptado por aplastante mayoría. Desde entonces y hasta su muerte, ocupara o no un puesto en la jerarquía del partido, Gandhi fue la conciencia y el guía del Congreso, el jefe indiscutido del combate por la independencia.

Al igual que su organización de una
hartal
nacional, la nueva acción de Gandhi era de una luminosa sencillez. Su programa se contenía en una sola fórmula: la no cooperación. Los indios iban a boicotear todo lo que fuera inglés: los alumnos boicotearían las escuelas inglesas; los abogados, los tribunales ingleses; los funcionarios, los empleos ingleses; los soldados, las condecoraciones inglesas. Gandhi empezó por devolver al virrey las dos medallas que había ganado con su Cuerpo de ambulancias durante la guerra de los bóers. Su objetivo esencial apuntaba a minar el edificio del poder británico en la India atacando sus mismos cimientos, su economía. La Gran Bretaña compraba entonces, a precios irrisorios algodón indio que enviaba a las fábricas de Lancashire y que regresaba a la India en forma de paños vendidos con beneficios considerables en un mercado del que estaban prácticamente excluidos todos los géneros textiles no británicos. Era el ciclo clásico de la explotación imperialista. Para dar jaque a las máquinas de las fábricas inglesas, Gandhi erigió un arma que era su antítesis absoluta: la atávica rueca de madera.

Durante veinticinco años, con indomable energía, lucharía para obligar a la India toda a rechazar los tejidos extranjeros en beneficio del
khadi
de algodón crudo hilado en millones de ruecas. Persuadido de que la miseria de los campesinos indios procedía, ante todo, de la decadencia de los oficios rurales, veía en el renacimiento del artesanado la clave del resurgimiento de los campos. En cuanto a las masas urbanas, hilar era para ellas el camino de una verdadera redención espiritual, una constante evocación de su lazo con la India profunda, la India de las quinientas mil aldeas.

La rueca se convirtió en el símbolo en torno al cual predicó las doctrinas que tenía en tan alta estima. A esta cruzada se agregó una campaña de educación para incitar a los aldeanos a utilizar letrinas, a mejorar sus condiciones sanitarias, a combatir la malaria, a construir escuelas para sus hijos, a preconizar una alianza armoniosa entre hindúes y musulmanes. Era todo un programa de regeneración de la vida de la India rural lo que proponía así.

Gandhi dio el ejemplo dedicando personalmente con toda regularidad, media hora diaria a hilar y obligando a sus discípulos a hacer otro tanto. La sesión diaria de rueca adoptó la forma de una verdadera ceremonia religiosa, convirtiéndose el tiempo pasado en hilar en un intermedio de oración y de meditación. El Mahatma salmodiaba el nombre de Dios, «Rama, Rama, Rama», al ritmo del clic-clic-clic de su rueca.

En setiembre de 1921, Gandhi dio un nuevo impulso a su cruzada renunciando solemnemente, y para el resto de su vida, a todo vestido distinto de un taparrabo y un manto de algodón tejido a mano. La humilde tarea del hilado se convirtió entonces en un verdadero sacramento que unía con un rito cotidiano a los miembros de todas clases del partido del Congreso. Su producto —el
khadi
de algodón— transformóse en el uniforme de los combatientes de la independencia, vistiendo tanto a los ricos como a los pobres con un mismo trozo de grosera tela blanca. La pequeña rueca de Gandhi representaba el emblema de su revolución pacífica, el desafío al imperialismo occidental de un continente que despertaba, la insignia de la unidad nacional y la libertad.

Avanzando por el barro y sobre los hirientes guijarros de los caminos, pasando noches enteras en el tren, en los bancos de madera de tercera clase, Gandhi fue a difundir su mensaje hasta los puntos más remotos de la India. Hablaba cinco o seis veces al día, visitaba millares de aldeas. Era un espectáculo sorprendente. Gandhi caminaba al frente, descalzo, con un trozo de
khadi
en torno a la cintura, sus gafas de montura de acero en la punta de la nariz, apoyado en un bastón de bambú. Detrás iban sus partidarios vestidos de manera idéntica. Cerrando la marcha, llevada sobre las cabezas, avanzaba la silla agujereada del Mahatma, recuerdo concreto de la importancia que concedía al respeto a la higiene.

Su larga marcha obtuvo un éxito fantástico. Las multitudes acudían presurosas para ver al que se llamaba «La Gran Alma». Su pobreza voluntaria, su sencillez, su humildad, hacían de él un hombre santo llegado de algún lejano pasado para hacer nacer una India nueva.

En las ciudades, repetía a las masas urbanas que, si la nación quería obtener su autonomía, sería preciso que empezara renunciando a todo producto de origen extranjero. Invitó a la población a deshacerse de las ropas inglesas. Zapatos, calcetines, pantalones, camisas, sombreros, abrigos se amontonaron pronto en un enorme montón ante él. En su entusiasmo, un hombre se quedó completamente desnudo. Con embelesada sonrisa, Gandhi prendió entonces fuego a aquella pirámide de ropas «made in England».

Los ingleses no tardaron en reaccionar. Si bien vacilaban en encarcelar a Gandhi por miedo a hacer de él un mártir, no se abstuvieron de golpear duramente a sus partidarios. Treinta mil personas fueron detenidas, reuniones y desfiles dispersados por la fuerza, las oficinas del Congreso registradas.

El 1 de febrero de 1922, Gandhi escribió cortésmente al virrey comunicándole que había decidido intensificar su acción. De la no cooperación iba a pasar a la desobediencia civil. Aconsejó a los campesinos que hicieran la huelga del impuesto, a los habitantes de las ciudades no respetar las leyes británicas, a los soldados dejar de servir a la Corona. Era una declaración de guerra no violenta la que Gandhi lanzaba al Gobierno colonial de la India. «Los ingleses quieren obligarnos a situar la lucha en el terreno de las ametralladoras, pues ellos tienen armas y nosotros no —anunció—. Nuestra única posibilidad de derrotarlos consiste en llevar el combate a un terreno en el que nosotros poseemos armas y ellos, no».

Miles de indios respondieron a su llamamiento. Miles fueron encarcelados. Aterrado, el gobernador de Bombay calificó esta empresa como «la experiencia más colosal de la historia del mundo y que estuvo en un tris de triunfar». Fracasó, no obstante, a causa de un estallido de sangrienta violencia en una pequeña aldea situada al nordeste de Nueva Delhi. Contra los ruegos de casi todos los miembros de su partido, Gandhi interrumpió el movimiento: tenía la sensación de que sus partidarios no habían comprendido plenamente el ideal de la no violencia.

Considerando que este cambio de postura le hacía más vulnerable, los ingleses lo inculparon. Gandhi se declaró culpable del cargo de sedición y reclamó la máxima pena en un conmovedor llamamiento a sus jueces. Fue condenado a seis años de reclusión en la prisión de Yeravda, cerca de Poona. No lamentaba nada. «La libertad —escribió— debe ser con frecuencia buscada en las prisiones, a veces en el patíbulo; nunca en los consejos, los tribunales o las escuelas».

Por razones de salud Gandhi fue puesto en libertad antes de que expirara su condena y reemprendió inmediatamente sus peregrinaciones a través de la India, inculcando a las multitudes los principios de la no violencia a fin de impedir la reproducción de los sangrientos acontecimientos que le habían obligado a interrumpir su acción.

A finales de 1929, estaba preparado para dar un nuevo paso hacia delante. En Lahore, a medianoche, cuando finalizaba la década, persuadió al partido del Congreso para que formulara el voto solemne de obtener el
swaraj
, la independencia total de la India. Millones de militantes del Congreso repitieron este juramento durante reuniones celebradas por todo el país. Se hacía inevitable un nuevo enfrentamiento con los ingleses.

Gandhi reflexionó largamente, esperando de su «voz interior» que le indicara la manera más favorable de llevar a buen término esta confrontación. La respuesta así obtenida era el producto más sutil de su genio creador, la más desconcertante política provocadora de los tiempos modernos. Su concepción era tan sencilla, y su puesta en práctica tan espectacular, que Gandhi conoció inmediatamente una popularidad mundial. Su desafío se dirigió, paradójicamente, a un artículo alimenticio al que el Mahatma había renunciado desde hacía años en su lucha por la castidad, la sal. Si bien Gandhi lograba privarse de ella, la sal continuaba siendo en el tórrido clima de la India un ingrediente vital en la alimentación de cada habitante. Se la encontraba en largas dunas blancas al borde de las costas, don de la Providencia eterna, el mar. Pero el Gobierno británico retenía el monopolio de su distribución, y su precio estaba gravado con un impuesto. Aunque modesto, este impuesto representaba para un campesino los ingresos de unas dos semanas.

El 12 de marzo de 1930, a las seis y media de la mañana, con su bastón de bambú en la mano, la espalda ligeramente curvada, el habitual pedazo de tela blanca en torno a la cintura, Gandhi salió de su
ashram
a la cabeza de un cortejo de 79 discípulos y se puso en marcha hacia el mar, situado a cuatrocientos kilómetros de allí. Millares de simpatizantes se apiñaron para saludarle a lo largo de su camino, que cubrieron con una alfombra de hojas. Periodistas llegados del mundo entero siguieron el avance de la extraña caravana. De pueblo en pueblo, las multitudes se relevaban, se arrodillaban al paso de la «Gran Alma». Como un imán pasando por entre limaduras de hierro, Gandhi arrastraba decenas de millares de personas. La imagen casi charlotesca de la insólita silueta semidesnuda caminando hacia el mar para desafiar al Imperio británico ocupó día tras día la primera plana de todos los periódicos del mundo y llenó los noticiarios de todas las salas cinematográficas. El vigésimo quinto día, a las seis de la tarde, Gandhi y su cortejo llegaron a la costa del océano Índico, cerca de la ciudad de Dandi. El día siguiente al amanecer, tras una noche de oración, el grupo entró en el mar para darse un baño ritual. Luego, en la playa, ante millares de espectadores, Gandhi se inclinó para recoger un puñado de sal. Con expresión grave y resuelta, agitó el puño en el aire antes de abrirlo para mostrar a la multitud el montoncito de cristales blancos, ese regalo prohibido del mar que se convertía en el nuevo símbolo de la lucha por la independencia.

En menos de una semana, la península entera entró en ebullición. De un extremo a otro del continente, los partidarios de Gandhi se dedicaron a recoger sal y distribuirla. El país se vio inundado de octavillas explicando cómo purificar en la propia casa la sal de la mar. Por todas partes se encendían millares de hogueras de alegría para quemar, en una especie de kermesse heroica, todos los productos importados de Inglaterra.

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