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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (14 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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No fue la libertad, sino un nuevo encarcelamiento lo que Gandhi obtuvo antes del amanecer. Durante una operación cuidadosamente preparada, los ingleses detuvieron a Gandhi y a todos los responsables del Congreso, decididos a dejarlos en prisión hasta el final de la guerra. Una breve explosión de violencia siguió a esta medida. Pero en menos de tres semanas los ingleses se habían hecho con el control de la situación.

Barriendo de la escena política a los jefes del Congreso en un momento crucial, la intervención de Gandhi había hecho admirablemente el juego a sus adversarios de la Liga Musulmana. Éstos apoyaban el esfuerzo bélico de Inglaterra, atrayéndose así una considerable deuda de gratitud. No sólo no había conseguido Gandhi la inmediata retirada de los ingleses, sino que su iniciativa había aumentado el riesgo de una división de la India entre musulmanes e hindúes el día en que aquéllos se marcharan.

Este encarcelamiento debía ser el último de la vida del Mahatma. Cuando se abriese la puerta de su celda, habría pasado en prisión más de seis años de su existencia: 2.338 días exactamente, 249 en África del Sur y 2.089 en la India. Esta vez, Gandhi fue encerrado en el espacioso palacio del Aga Khan en Yeravda, cerca de su primera cárcel. A los cinco meses de su detención, anunció que iba a emprender una huelga de hambre de veintiún días. No estaban claras las razones de su decisión, pero los ingleses no estaban dispuestos a transigir. Si Gandhi quería ayunar hasta la muerte, que se le dejara hacerlo, ordenó Churchill al virrey.

Hacia la mitad de la prueba, la salud de Gandhi comenzó a flaquear. Irreductibles, los ingleses iniciaban ya discretos preparativos para el momento de su muerte. Fueron llamados dos sacerdotes brahmanes y se les rogó que estuvieran preparados para oficiar los ritos fúnebres. Al amparo de la oscuridad, fue secretamente introducida en el palacio-prisión la madera de sándalo destinada a su pira funeraria. Todo el mundo aceptaba su muerte, excepto él. Al comenzar su ayuno, sólo pesaba 55 kilos. Sin embargo, después de veintiún días de abstinencia total, a excepción de un poco de agua salada y de unas cuantas gotas de zumo de limón de vez en cuando, el indomable anciano de setenta y cuatro años continuaba vivo.

Otra prueba le esperaba al término de esta victoria. La madera de sándalo que había sido preparada para su cremación iba a alimentar otra pira funeraria, la de su mujer. La muchacha analfabeta con la que se había casado a los trece años exhaló el último suspiro, con la cabeza apoyada en sus rodillas, el 22 de febrero de 1944. Gandhi no había aceptado renegar de sus principios para salvar su vida. Creía en los tratamientos naturales y consideraba que la administración de medicamentos por medio de una jeringuilla hipodérmica era un acto contrario a la no violencia. Advertidos de que la enferma se moría de bronquitis aguda, los ingleses hicieron llevar penicilina en avión. Pero, cuando supo que esta droga debía ser administrada por vía intravenosa, Gandhi denegó a los médicos el permiso para tocar el cuerpo de su mujer.

Después de la muerte de Kasturbai, la salud de Gandhi declinó rápidamente. Contrajo la malaria y una disentería amibiana. Su estado empeoró con tanta celeridad que su fin parecía ahora seguro. De mala gana, Churchill se resignó a ordenar ponerlo en libertad, a fin de que no muriese en una prisión británica.

Gandhi no quería tampoco morir en una India británica. Refugiado cerca de Bombay, en la villa de uno de sus ricos seguidores, recobraba poco a poco la salud. A los urgentes despachos del virrey alertando a Churchill sobre la agravación del hambre en la India, el Primer Ministro respondió sólo con un lacónico telegrama: «¿Por qué no se ha muerto Gandhi todavía?»

Pocos días después, al entrar en la habitación del Mahatma, su anfitrión descubrió a uno de sus discípulos en equilibrio en una posición de yoga, con la cabeza en el suelo y los pies en el aire, otro en la posición de loto, con el espíritu visiblemente absorto en alguna meditación trascendental, un tercero durmiendo en el suelo con una bolsa de barro sobre el vientre, y el propio Mahatma sentado en su silla agujereada, con la mirada perdida en el vacío. Incapaz de mantener la seriedad ante este espectáculo, soltó una carcajada.

—¿Por qué se ríe usted? —interrogó Gandhi, sorprendido.

—Ah, Bapu (Padre) —respondió su anfitrión—, mire a los ocupantes de esta habitación: uno está cabeza abajo, otro habla con el más allá, un tercero duerme y usted, su jefe, se halla en su trono haciendo sus necesidades. ¿Cree que con semejantes tropas podremos liberar la India?

El 20 de marzo de 1947, en la pista del aeropuerto de Northolt, bajo la lívida luz de la madrugada, el avión de Lord Mountbatten esperaba. Charles Smith, el criado, ya había cargado a bordo el equipaje personal del último virrey de la India, 66 baúles y maletas que contenían incluso una colección de ceniceros de plata con el monograma del vizconde Mountbatten de Birmania. La desaparición de una caja de zapatos colocada por descuido bajo un asiento desencadenó un verdadero pánico en el momento del despegue: en su interior se encontraba una joya de familia de inestimable valor, la tiara de diamantes que llevaría Lady Mountbatten el día en que subiera al trono de la virreina de la India.

Amontonados en todos los rincones del avión había montañas de dossiers, de memorándums, de instrucciones diversas que el virrey y su estado mayor iban a necesitar en los meses próximos. El documento más importante constaba sólo de dos páginas. Estaba firmado de puño y letra por Clement Attlee, pero era también Mountbatten quien lo había redactado. Definía su misión. Ningún virrey había recibido jamás ningún mandato semejante. Ordenaba éste al joven almirante poner en práctica todos los medios necesarios para asegurar, antes del 30 de junio de 1948, el traspaso de la soberanía británica a manos de una India independiente unificada y miembro de la Commonwealth. En el caso de que los musulmanes continuaran reivindicando un Estado separado, Mountbatten debía buscar una solución de compromiso, la federación de dos Estados bajo una autoridad central. Pero, de todos modos, quedaba descartada la posibilidad de imponer esta solución por la fuerza. Si, al cabo de seis meses, Mountbatten no había obtenido ningún acuerdo para el mantenimiento de una India unificada, debería proponer otra solución.

Mientras los tripulantes del avión procedían a las últimas verificaciones, Mountbatten paseaba de un lado a otro de la pista con dos de sus viejos compañeros de guerra que se llevaba consigo a la India, el capitán Ronald Brockman, su jefe de gabinete, y el teniente de navío Peter Howes, su primer ayudante de campo. ¿Cuántas veces, pensaba Brockman, había conducido a Mountbatten aquel bombardero «Lancaster», transformado, a los puestos avanzados de la jungla birmana o a las grandes conferencias de guerra? A su lado, el almirante, siempre tan expansivo, mostraba una expresión grave. Por fin, el piloto anunció que el avión estaba listo.

—Bien —suspiró Mountbatten—, ya estamos camino de la India. Yo no tengo el menor deseo de ir allá, y ellos no tienen el menor deseo de que vaya. Probablemente, volveremos con el cuerpo acribillado a balazos.

Los tres hombres subieron al avión. Rugieron los motores. El «York MW 102» rodó por la pista y despegó proa al Este en dirección a la India. Iba a representarse el último acto de la gran aventura que, tres siglos y medio antes, había inaugurado el capitán Hawkins navegando hacia Oriente a bordo de su galeón, el
Hector
.

IV

LOS TREINTA Y UN CAÑONAZOS DE UNA CORONACIÓN TRIUNFAL

Tercera estación del viacrucis de Gandhi:
«Dormir al lado de una venus»

N
ada ni nadie podía detenerlo. Movido por su incansable energía, el anciano de pies martirizados trotaba de pueblo en pueblo para aplicar su bálsamo de amor a las llagas de la India. Y estas llagas cicatrizaron poco a poco. Al paso de la patética silueta, las pasiones se apaciguaban.

Pero, mientras una tímida paz comenzaba a renacer en los pantanos ensangrentados de Noakhali, otro drama, éste interior, vino a agravar los sufrimientos del Mahatma. Un drama cuya naturaleza escandalizaría a sus más incondicionales partidarios, alarmaría a millones de indios y desorientaría a los historiadores que intentarían un día analizar las múltiples facetas de esta personalidad fuera de serie. Una cruel crisis de conciencia golpeaba de pronto, a los setenta y siete años, al que era la conciencia de la India.

Esta crisis no guardaba ninguna relación con su combate político. No se refería tampoco a la llamarada de horrores que le había atraído a Noakhali, ni a la tragedia que amenazaba con cortar en dos su país en el momento en que éste salía del capullo imperialista. Afectándole exclusivamente a él, no por ello iba a ejercer una influencia menor sobre la historia de toda la India. Todo un pueblo corría el riesgo de ver naufragar en ella su confianza en la Gran Alma que le había guiado por los caminos de la libertad.

El drama de Gandhi provenía del combate que desde hacía cuarenta años libraba para controlar y sublimar su sexualidad. Estalló en toda su intensidad con ocasión de la presencia a su lado de una muchacha de diecinueve años, su sobrina-nieta Manu. Huérfana desde su más tierna edad, Manu había sido educada en el hogar de Gandhi. Él la había hecho acudir a la cárcel para cuidar a su esposa moribunda; al expirar, Kasturbai había confiado la niña a su marido. Desde entonces, Manu no había vuelto a separarse de Gandhi, que se consideraba a la vez como «su madre» y su guía espiritual. Dirigía y ordenaba todos los detalles de su existencia, tanto su forma de vestir y su régimen alimenticio como su educación y su formación religiosa.

Pero, poco antes de iniciar su peregrinación de penitente por los caminos de Noakhali, durante una de sus numerosas conversaciones, Gandhi hizo un descubrimiento que le turbó. Con la timidez de una niña confesándose a su madre, Manu le reveló que ella no había experimentado nunca las emociones sexuales habituales en una muchacha de su edad. Para quien durante toda su vida había combatido la influencia del sexo, era una confesión capital. Gandhi siempre había afirmado que en un auténtico soldado de la no violencia, hombre o mujer, la continencia era la primera victoria que debía obtenerse. Su ejército no violento ideal estaba compuesto de soldados sin sexo. Infringir esta regla era arriesgarse a perder toda fuerza moral en el instante crítico.

Gandhi vio en la confesión de Manu el signo de que su sobrina-nieta podía ser el soldado soñado de su combate. «Si, de entre los millones de muchachas de la India, consigo formar una sola que sea perfecta —le declaró— habría prestado un inmenso servicio a las mujeres». Pero quería primeramente ponerla a prueba. Sólo sus discípulos más próximos debían acompañarle a Noakhali, le anunció; ella podría ir también a condición de aceptar todas las experiencias a las que él quisiera someterla.

Y, en primer lugar, iban a compartir en lo sucesivo el tosco jergón que le servía de lecho. Si los dos eran sinceros, él en su juramento de castidad, ella en su declaración de pureza, podrían dormir juntos con la entrañable inocencia de una madre y una hija. Si no eran sinceros, lo descubrirían en seguida.

Gandhi pensaba que esta constante y afectuosa promiscuidad no podría por menos de confirmar la cristalina limpidez de su sobrina-nieta. Al contacto de su viejo y descarnado cuerpo, debía desaparecer definitivamente de ella todo rastro de deseo. La transformación sería entonces completa. La joven alcanzaría una claridad de pensamiento y una firmeza de palabra que todavía le faltaban. A cubierto de las impurezas del espíritu y del cuerpo, la casta Manu podría entregarse con inquebrantable energía a la gran tarea que le esperaba.

La muchacha consintió. Desde entonces, su grácil y dulce presencia no abandonó al viejo Mahatma.

Como Gandhi había previsto, esta intimidad provocó la consternación de su pequeño grupo. «Creen que todo esto es la señal de una violenta pasión —suspiró, después de varias noches pasadas con Manu—, Yo excuso su ignorancia: no comprenden».

Sólo los más puros de sus seguidores podían, en efecto, entender el complejo razonamiento que apuntalaba esta última manifestación de un largo combate moral y físico. Este combate había comenzado hacía más de cuarenta años, aquella noche de 1906, en África del Sur, en que Gandhi anunció a su mujer su decisión de pronunciar el voto de
brahmacharya
, de castidad. Por este juramento, emprendía un camino casi tan antiguo como el hinduismo. Desde los primeros
rishis
, sus antepasados, los sabios hindúes no cesan de afirmar que un hombre no puede alcanzar el despertar de la inteligencia suprema, la comprensión global, es decir, la liberación, si no es sublimando la fuerza sexual, desviando su energía hacia lo alto, transmutándola en energía espiritual.

Para guiar a los que adoptaban esta ética, los sabios habían elaborado un código de nueve reglas. Un verdadero
brahmachari
no debía vivir en medio de mujeres, ni de animales, ni de eunucos. No tenía derecho a sentarse sobre una estera en compañía de una mujer, ni posar los ojos en ninguna parte del cuerpo femenino. Se le recomendaba evitar las sensuales dulzuras de un baño caliente o de un masaje con aceite, y preservarse de los peligros afrodisíacos atribuidos a la leche, el yogur, al
ghi
[8]
y a los alimentos ricos en grasas.

Las razones que habían inducido a Gandhi a hacer voto de castidad no eran todas de origen místico. Descansaban también en su convicción de que sólo el dominio de los sentidos le daría la fuerza necesaria para llevar a cabo la misión terrestre de que se sentía investido. Nada les era negado a los que se liberaban de sus ataduras. «Los órganos sexuales de los verdaderos
brahmacharis
no son más que símbolos —declaraba— y sus secreciones se subliman en una energía vital que invade todo su ser». El perfecto
brahmachari
era el que podía «dormir al lado de una Venus en todo el esplendor de su desnudez sin experimentar la menor turbación mental o física».

Era un ideal difícil; Gandhi había luchado duramente por ponerlo en práctica, pues las exigencias de la carne ardían en él con especial violencia. Durante años, había experimentado toda clase de regímenes alimenticios con el fin de descubrir cuál estimulaba menos su sensualidad. Cuando todos los mercados de la India presentan una inverosímil muestra de brebajes afrodisíacos, Gandhi renunciaba a las especias, a las legumbres verdes y a ciertas frutas con la esperanza de sofocar sus impulsos sexuales.

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