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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (13 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Hubo otros incidentes. Cuatro días antes, alguien había saboteado los soportes de una pasarela de bambú y cuerda de yute por la que debía pasar Gandhi. Afortunadamente, el hecho había sido descubierto antes de que el puente se derrumbara y precipitase a Gandhi y su grupo en las fangosas aguas que corrían cinco metros más abajo. Otra mañana, por el camino que atravesaba un bosque de bambúes y cocoteros, Gandhi encontró fijados en los árboles numerosos carteles cubiertos de eslóganes hostiles: «Vete de aquí». «Acepta el Pakistán».

Estos mensajes de odio le dejaban indiferente. El valor físico, la capacidad de soportar sin protesta los golpes, de afrontar resueltamente el peligro eran, creía él, las cualidades esenciales de un militante de la no violencia. Desde el castigo que recibiera en África del Sur cuando el postillón blanco de una diligencia quiso expulsarlo del lugar que ocupaba, el frágil hombrecillo había dado numerosas pruebas de este género de valor.

Dominando el profundo dolor de haber visto a unos niños apartarse de él, Gandhi prosiguió su camino hacia el pueblo próximo. La noche había sido fría y húmeda, y el rocío tornaba resbaladizo el estrecho sendero por el que avanzaba el pequeño grupo. De pronto, todo el mundo se detuvo, mientras Gandhi dejaba su bastón de bambú y se inclinaba hacia el suelo. Una mano enemiga había cubierto el camino que iba a recorrer descalzo con cascos de botellas y excrementos humanos. Sin apresurarse, Ghandi cortó una rama de palmera, se agachó y realizó humildemente el acto más deshonroso para un hindú de casta: utilizando la palma como escoba, limpió el sendero.

Ese faquir medio desnudo

Durante varias décadas, el más encarnizado adversario británico del anciano que barría pacientemente las inmundicias de su camino había sido el indomable tribuno de la Cámara de los Comunes. Todas las frases memorables pronunciadas por Winston Churchill en el curso de su carrera podían llenar todo un volumen antológico, pero pocas de ellas habían tenido una resonancia tan profunda en la opinión pública como la que utilizó un día para describir a Gandhi: «Ese faquir medio desnudo».

La ocasión para esta frase fue un acontecimiento que señaló un punto de inflexión en la historia del Imperio británico. Tuvo lugar el 17 de febrero de 1931. Apoyándose con una mano en su bambú, sujetando con la otra los faldones de su túnica blanca, el Mahatma Gandhi había subido aquella mañana los peldaños de greda roja del palacio del virrey de la India. Su rostro mostraba todavía las ojeras de las largas semanas que acababa de pasar en una cárcel británica. Mas no era un mendigo llegado para implorar favores quien se presentaba ante el virrey, era la India misma.

Agitando su puño lleno de sal, Gandhi había desgarrado el velo del templo. El apoyo popular a su movimiento se había extendido de tal manera que el virrey Lord Irwin se sintió obligado a liberarle de la prisión e invitarle a Nueva Delhi para negociar con él como líder reconocido de las aspiraciones nacionales. En 1931, Gandhi resultaba ser el primero de esa estirpe de revolucionarios —líderes árabes, africanos o asiáticos— que seguirían un día el mismo camino que conducía de una prisión inglesa a una sala de conferencias.

Winston Churchill había comprendido el alcance de esta entrevista. En el célebre recinto en el que no cesaba de rebelarse contra el abandono de la India por parte de Inglaterra, había fustigado «el nauseabundo y humillante espectáculo de este antiguo abogado del Foro londinense, ahora faquir sedicioso, subiendo medio desnudo los escalones del palacio del virrey para discutir y negociar de igual a igual con el representante del rey-emperador». «La pérdida de la India —había exclamado con una clarividencia que prefiguraba el discurso que pronunciaría dieciséis años más tarde— nos asestaría un golpe fatal y definitivo. Forma parte de un proceso que nos reduciría a convertirnos en una nación insignificante».

Este grito no tuvo ningún eco en Nueva Delhi. Las negociaciones se desarrollaron durante tres semanas, a lo largo de ocho entrevistas, y terminaron con un acuerdo conocido con el nombre de «Pacto Gandhi-Irwin». Este pacto, de todo punto semejante a un tratado entre dos potencias soberanas, daba la medida de la victoria obtenida por Gandhi. El virrey aceptaba liberar a los millares de indios que habían seguido a su jefe a prisión
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. Por su parte Gandhi accedía a suspender la campaña de desobediencia y a participar en una mesa redonda en Londres para discutir en ella el futuro de la India.

Ocho meses más tarde, en octubre de 1931, para estupefacción de toda Inglaterra, el Mahatma Gandhi, siempre vestido con un taparrabo de algodón y sandalias —vivo retrato del Gunga Din de Kipling, que «no llevaba gran cosa por delante y menos aún por detrás»—, se dirigía al palacio de Buckingham para tomar el té con el rey-emperador. Interrogado acerca de la oportunidad de su atuendo, Gandhi respondió con malicia que «Su Majestad tenía vestidos suficientes para nosotros dos».

La publicidad que rodeó esta entrevista traducía el verdadero alcance de la visita de Gandhi a Londres. Sin embargo, la conferencia fue un fracaso. Inglaterra no estaba todavía dispuesta a aceptar la independencia de la India. ¿No había predicho siempre Gandhi que la verdadera victoria «será ganada fuera de la sala de conferencias… sembrando ahora los granos que ablandarán un día la actitud británica»? La Prensa y la opinión pública inglesa se apasionaron por este extraño hombrecillo que quería derribar el Imperio ofreciendo a los golpes la otra mejilla.

Había desembarcado vestido solamente con un taparrabo, apoyado en su bambú, sin ayudante de campo, sin criados, sin guardias. Sólo unos cuantos discípulos y una cabra descendieron tras él por la pasarela, una cabra india que suministraba al Mahatma su cotidiano tazón de leche. Desdeñando los hoteles, se instaló en un barrio pobre del East End. Él, que, en este mismo Londres, había sido un estudiante incapaz de articular tres palabras seguidas manifestaba ahora una elocuencia inagotable. Se entrevistó con mineros, con niños, con Bernard Shaw, el arzobispo de Canterbury, Charlie Chaplin, los obreros de las fábricas textiles de Lancashire a quienes sus campañas en la India habían dejado en paro; en resumen, con todo el mundo, excepto Winston Churchill, que se negó obstinadamente a recibirle.

Gandhi causaba una profunda impresión. Los noticiarios cinematográficos de la Marcha de la Sal le habían hecho ya célebre. Para las multitudes de una Inglaterra presa del malestar industrial, del paro y de graves injusticias sociales, este enviado de Oriente vestido como Cristo, portador de un mensaje de amor, era un personaje fascinante y a la vez inquietante. Más tarde, el propio Gandhi explicó la naturaleza de esta fascinación en una alocución a la radio americana. La atención del mundo se ha sentido atraída al combate de la India por su independencia, declaró, «porque los medios que hemos elegido para obtener esta libertad son únicos… El mundo está harto de ver correr la sangre. El mundo trata de evitarlo, y me halaga creer que será tal vez privilegio de la vieja tierra india mostrar una solución al mundo hambriento de paz». Por el momento, el Occidente no estaba maduro todavía. En vísperas, de una nueva guerra mundial, una cabra le parecía un arma menos eficaz que una ametralladora. Sin embargo, cuando emprendió el regreso, a lo largo del trayecto del tren que le llevaba al puerto de Brindisi, millares de franceses, de suizos y de italianos se congregaron con la esperanza de ver su frágil silueta tras la ventanilla de su compartimiento de tercera clase.

En París, había invadido la estación del Norte una multitud tan densa que Gandhi tuvo que subirse a una carretilla de equipajes para tomar la palabra. En Suiza, donde le recibió su amigo el escritor Romain Rolland, el sindicato de lecheros de Leman reivindicó el honor de alimentar al «rey de la India». En Roma, advirtió a Mussolini que el fascismo «se derrumbará como un castillo de naipes» y lloró ante el Cristo crucificado de la capilla Sixtina.

Pese a este recorrido triunfal por Europa, Gandhi volvió a su país con el corazón acongojado. «Regreso con las manos vacías», anunció a la multitud de admiradores que le esperaba a su llegada a Bombay. La India debería retornar a la desobediencia civil. Antes de que pasara un mes, el hombre que había tomado el té con el rey de Inglaterra en el palacio de Buckingham era de nuevo huésped de Su Majestad imperial: en una celda de la cárcel de Yeravda.

Durante los tres años siguientes, mientras en Londres Churchill tronaba que era preciso «aplastar a Gandhi y a todo lo que representaba», el Mahatma conoció frecuentes encarcelamientos. Pese a estas declaraciones, los ingleses propusieron un plan de reforma que delegaba en las provincias indias una parte de la autoridad central. En una de sus salidas de prisión, Gandhi resolvió abandonar provisionalmente la acción política para consagrarse a dos tareas que siempre habían competido en su corazón con el combate por la liberación: la miseria de los millones de intocables y la situación de las aldeas indias.

La proximidad de la Segunda Guerra Mundial le confirmaba en su ideal de no violencia, único capaz de salvar al hombre de la destrucción.

Cuando Mussolini invadió Etiopía, Gandhi instó a los etíopes a «dejarse asesinar». El resultado, explicó, será más fructífero que la resistencia, ya que «después de todo, Mussolini no querrá ocupar un desierto». Al día siguiente de Munich, aconsejó a los checos «negarse a obedecer la voluntad de Hitler aceptando morir ante él con las manos desnudas». Horrorizado por las persecuciones de judíos, exclamó: «Si pudiera existir jamás una guerra justificable para la Humanidad, sería una guerra contra Alemania para impedir el insensato aniquilamiento de toda una raza». Sin embargo, añadía, «yo no creo en la guerra». En su lugar, proponía «la resistencia serena y resuelta de hombres y mujeres sin armas, pero que deriven de Jehovah la fuerza de sufrir. Eso obligaría a los alemanes a respetar la dignidad humana». La persistencia del salvajismo de los nazis ante la resignada entrada, pocos años más tarde, de seis millones de judíos en las cámaras de gas, desmentiría cruelmente las utópicas esperanzas de Gandhi.

Cuando por fin estalló la guerra, Gandhi rogó que, como un amanecer, pudiera al menos surgir del holocausto algún gesto heroico, el sacrificio no violento que iluminaría el camino de la Humanidad y le permitiría escapar al abrazo inexorable de la autodestrucción. Mientras Churchill galvanizaba a sus compatriotas prometiéndoles «sangre, sufrimiento, sudor y lágrimas», Gandhi, esperando encontrar en los ingleses un pueblo lo bastante valeroso como para poner a prueba sus teorías personales, les propuso otro método: «Invitad a Hitler y Mussolini a conquistar los países que quieran entre los que vosotros llamáis vuestras posesiones —les escribía en los momentos culminantes de los bombardeos alemanes sobre Londres—. Dejadles apoderarse de vuestra bella isla con sus numerosos y magníficos monumentos. Abandonadles todo eso, pero no les deis ni vuestro espíritu ni vuestra alma».

Esta actitud era la consecuencia lógica del ideal de no violencia. Más para los ingleses, y sobre todo para su jefe, todo eso no eran más que patochadas de un viejo excéntrico que sólo servía para ser encerrado.

Gandhi no logró siquiera convencer a los dirigentes de su propio partido. La mayoría de sus discípulos eran fervientes antifascistas dispuestos a llevar la India a la guerra si podían hacerlo como hombres libres. Por primera vez, pero no la última, Gandhi rompió con sus compañeros.

Fue Churchill quien les reconcilió. Fiel a su política, el viejo león no tenía ninguna intención de ofrecer a los nacionalistas indios los compromisos que reclamaban como precio a su participación en la guerra. Durante su primera entrevista con Franklin Roosevelt para sentar las bases de la Carta del Atlántico, hizo saber con toda claridad que las generosas disposiciones previstas por el tratado no podían en ningún caso aplicarse a la India. Su interlocutor americano quedó estupefacto ante tanta intransigencia. Una nueva y lapidaria fórmula de Churchill iba a circular por los Consejos aliados: «No he llegado a ser Primer Ministro de Su Majestad para organizar la disolución del Imperio británico».

Sólo en 1942, cuando el ejército imperial japonés llegó a las puertas de la India, consintió Churchill, apremiado por Washington y por sus colaboradores inmediatos, presentar una oferta seria a Nueva Delhi. No propuso, ciertamente, la independencia inmediata, sino, de todas formas, lo más generoso que Inglaterra podía ofrecer en plena batalla por su supervivencia: el compromiso solemne de conceder a la India, tras la derrota japonesa, el estatuto de dominio, es decir, la autonomía en el marco de la Commonwealth británica.

Gandhi rechazó este regalo envenenado, considerando que su única finalidad era obtener la cooperación inmediata de la India a la defensa de su suelo por la violencia. Eso era lo último a que estaba dispuesto a acceder. Si había que resistir a los japoneses, Gandhi estimaba que la única arma que se debía emplear era la no violencia. El Mahatma acariciaba un sueño secreto. Se había resignado a ver correr océanos de sangre, siempre que fuese por una causa justa. Imagina filas de indios disciplinados y no violentos avanzando hacia las bayonetas de los japoneses para morir unos tras otros hasta el instante crítico en que la enormidad de este sacrificio anegara a sus enemigos, desarmándolos, demostrando al mismo tiempo la eficacia de la no violencia y cambiando el curso de la historia de los hombres.

Gandhi observaba cada lunes «un día de silencio». Respetaba este rito desde hacía años, a fin de no fatigar sus cuerdas vocales y de hacer nacer en su ser vibraciones de armonía. Desgraciadamente para Gandhi y para la India, su «voz interior», la voz de su conciencia, no guardó silencio el lunes 13 de abril de 1942. Esta voz habló a Gandhi, y el consejo que le dio iba a revelarse tan desastroso para él mismo como para sus seguidores. Se resumía en dos palabras que se convirtieron en el eslogan de la nueva cruzada:
«Quit India
(Marchaos de la India)». Los ingleses eran invitados a renunciar inmediatamente a su dominación. «Que abandonen la India a Dios o, incluso, a la anarquía». Si los ingleses dejaban el país a su destino, los japoneses no tendrían ninguna razón para atacar, explicó.

Poco después de la medianoche del 8 de agosto de 1942, Gandhi, desnudo de cintura para arriba, en la sofocante atmósfera de una sala de teatro de Bombay, lanzó su llamamiento. Su voz era tranquila y reposada, pero el mensaje que contenía estaba cargado de una pasión y un fervor desacostumbrados. «Quiero la libertad inmediatamente —declaró—, esta misma noche, antes del amanecer si es posible. Os ofrezco un
mantra
, una fórmula sagrada, un
mantra
muy corto: Actuar o morir. Vamos a liberar la India o a morir, pero no viviremos para ver perpetuarse nuestra esclavitud».

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