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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (53 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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En Sheikhpura, una gran ciudad de comerciantes al norte de Lahore, los habitantes hindúes y sikhs fueron reunidos en un amplio almacén donde la Banca local depositaba el grano que servía de garantía a sus préstamos. Policías musulmanes y desertores del Ejército ametrallaron a los reunidos, matándolos a todos.

Entre los oficiales ingleses que se habían quedado para servir en el Ejército paquistaní o indio, se repetía sin cesar el mismo estribillo: «Lo que está pasando aquí es peor que todo lo que se vio durante la Segunda Guerra Mundial».

El enviado especial del
New York Times
, Robert Trumbull, que había actuado como corresponsal en gran número de guerras, cablegrafió a su periódico: «Nunca nada me había trastornado tanto, ni siquiera los montones de cadáveres después del desembarco de Tarawa. Por la india corren hoy ríos de sangre. He visto muertos a centenares y, lo más horrible de todo, millares de indios sin ojos, sin pies, sin manos. Raros son los que tienen la suerte de morir de un balazo. Hombres, mujeres y niños son generalmente muertos a palos, apedreados, abandonados al suplicio de una agonía que el calor y las moscas hacen más espantosa aún».

Todas las comunidades daban pruebas de igual salvajismo. Un oficial inglés de la Fuerza de Intervención del Penjab descubrió cuatro bebés musulmanes «ensartados en espetones y asados como cochinillos» en una aldea devastada por los sikhs. Otro vio «un cortejo de mujeres hindúes cuyos senos habían sido cortados por fanáticos musulmanes».

En algunos sectores, los musulmanes ofrecieron a sus vecinos la posibilidad de convertirse al Islam o de abandonar el Pakistán. El campesino Bagh Das vivía en una aldea de trescientos hindúes situada en plena zona musulmana, al oeste de Lyallpur. Una tarde, varios centenares de musulmanes cayeron sobre la pequeña comunidad. Todos los habitantes fueron concentrados en un prado mientras se saqueaban sus casas. Luego, fueron conducidos hasta el primer pueblo en que se levantaba un minarete. Se les obligó a lavarse los pies en la fuente de las abluciones antes de ser empujados al interior de la mezquita, donde tuvieron que arrodillarse. Tras haberles leído varios versículos del Corán, el
maulvi
declaró:

—Tenéis opción entre haceros musulmanes y vivir felices, o morir.

—Preferimos hacernos musulmanes —acabó por responder Bagh Das en nombre de sus compañeros.

Cada «converso» recibió entonces un nombre musulmán y fue obligado a recitar un versículo del Corán. El grupo fue llevado luego al patio de la mezquita, donde se estaba asando una vaca. Se les obligó a todos a comer un trozo de ella. Bagh Das sintió «unas irresistibles ganas de vomitar», pero hizo un esfuerzo por miedo a que lo mataran si no obedecía.

Cerca de él, un brahmán pidió autorización para ir, en compañía de su mujer y sus tres hijos, a buscar los platos y cubiertos de su boda, a fin de honrar como correspondía este decisivo momento de su existencia. Halagados, sus secuestradores musulmanes aceptaron. Ni el brahmán ni nadie de su familia regresó jamás para comer la carne sacrilega. «Había escondido un cuchillo en su casa —cuenta Bagh Das—. Cuando llegó a su hogar, lo sacó de su escondrijo. Degolló a su mujer y, luego, a sus tres hijos. Por último, se hundió el cuchillo en pleno corazón».

Con frecuencia, un motivo que nada tenía que ver con el fervor religioso impulsaba a los musulmanes del Pakistán a exterminar a sus vecinos sikhs e hindúes o a provocar su huida: la codicia de sus bienes.

El sikh Sardar Prem ejercía en un poblado próximo a Sialkot un oficio que los musulmanes despreciaban: era prestamista con garantías. «Yo pertenecía a una familia muy rica —explica—. Tenía una gran casa de dos pisos, con una sólida puerta de hierro forjado. En el pueblo, todo el mundo sabía que yo era el más rico. Muchos musulmanes me pedían que pignorase sus joyas. Yo las conservaba en un baúl metálico. Casi todos los musulmanes del pueblo habían depositado en mi casa, en un momento u otro, algún valor en prenda».

Una mañana, poco después de la Independencia, Sardar Prem vio a unos manifestantes musulmanes que avanzaban hacia su casa blandiendo palos, barras de hierro y cuchillos. La mayoría de los rostros le eran familiares: cada uno de ellos había sido deudor suyo por lo menos una vez. «¡El baúl, el baúl!», gritaban.

«¡Ah! Pensaban recoger una espléndida cosecha», cuenta Sardar Prem. Pero su baúl contenía también un fusil de dos cañones y veinticinco cartuchos. Sardar Prem cogió el arma y subió al segundo piso. Durante una hora, defendió su casa corriendo de una ventana a otra y disparando sobre los revoltosos que intentaban echar bajo su puerta.

Durante este tiempo, se desarrollaba en la planta baja una escena alucinante. Su esposa había reunido a sus seis hijas en el vestíbulo y llevado un bidón de alcohol de quemar. Se roció con el líquido todo el cuerpo. Tras haber implorado la misericordia del
guru
Nanak y ordenado a sus hijas que la imitaran, se inmoló sin exhalar un solo grito. Un intenso olor a carne quemada llenó pronto la casa, llegando hasta el segundo piso, desde donde Sardar Prem disparaba sus últimos cartuchos. Soltó una nueva andanada de proyectiles y se precipitó escalera abajo, jadeante.

Al llegar al vestíbulo, lanzó un grito de horror. Su mujer y tres de sus hijas no eran más que un informe montón de carne y huesos carbonizados. Habían preferido perecer en las llamas antes que ser violadas por los musulmanes.

Tales escenas no eran raras. Cuando los musulmanes atacaron la casa de Ganda Singh, terrateniente del distrito de Gurdaspur, sus hijas y todas las mujeres que vivían bajo su techo le imploraron que las matase para salvarlas de caer en manos de los musulmanes. Ganda Singh se colocó tras un improvisado tajo, se vendó los ojos, empuñó su sable y las decapitó a todas una tras otra. Cuando los musulmanes acabaron derribando la puerta, solamente lo encontraron vivo a él. Le ataron a un árbol y lo despedazaron.

No todos los sikhs e hindúes que fueron expulsados de sus casas eran ricos. El joven Guldap Singh, de catorce años, era hijo de un modesto aparcero perteneciente a una comunidad de unos cincuenta sikhs e hindúes aislados en medio de seiscientos musulmanes de una aldea próxima a Lahore. Vivía con sus padres en dos habitaciones de barro y paja, teniendo por toda fortuna dos búfalos y una vaca. Un día, los musulmanes sitiaron el barrio a los gritos de «¡Abandonad el Pakistán, u os matamos a todos!» Los habitantes huyeron de sus casas y corrieron a refugiarse en la del sikh más importante de la aldea. «Los musulmanes llegaron con sables, cuchillos y largas lanzas de hierro con trapos empapados de gasolina en la punta —recuerda Guldap Singh—, Los bombardeamos con piedras y ladrillos, pero consiguieron incendiar la casa. Pudieron atrapar a un sikh y le prendieron fuego a la barba. Mientras su barba ardía como una antorcha, le vi lanzar un ladrillo contra la cabeza de un musulmán. Luego, se desplomó entre las llamas, gritando el nombre del
guru
Nanak. Los musulmanes lograron penetrar en la casa y apoderarse de varios hombres, a los que arrastraron hasta el exterior para matarlos a golpes de hoces o hachas. Yo me precipité a la terraza en que se habían refugiado las mujeres. Algunas tenían bebés en sus brazos. Encendieron una gran hoguera y, llorando, dieron el pecho a sus hijos. Luego, con la última gota de leche, los depositaron en el fuego antes de arrojarse, a su vez, a las llamas. Era un espectáculo insorportable».

El muchacho saltó de la terraza y aprovechó la confusión y las sombras del crepúsculo para trepar a un árbol. Permaneció escondido en él durante las seis horas siguientes.

«Llegaba hasta mí el olor a carne quemada —recuerda—. Sabía que mi padre y mi madre no saldrían jamás de la casa: estaban muertos. Mi madre se había lanzado al fuego. Vi a unos musulmanes forzar a dos chiquillas. No lloraban: debían de estar desmayadas. Ya avanzada la noche, cuando hubo vuelto la calma, bajé del árbol y me deslicé en el interior de la casa. Todo el mundo había muerto. Excepto las dos chiquillas y yo, habían perecido todos los sikhs e hindúes».

Guldap Singh vagó durante toda la noche por el escenario de la matanza, incapaz incluso de llorar. Al amanecer, intentó identificar a los carbonizados restos de sus padres. No pudo lograrlo. Encontró en el suelo un cuchillo cubierto de sangre y lo utilizó para cortarse los cabellos, a fin de hacerse pasar por musulmán. Luego, huyó.

Durante estos días de apocalipsis, el horror fue obra de todos y se midió por una igualdad casi bíblica, ojo por ojo, violación por violación, asesinato por asesinato. Lo único que diferenciaba al joven sikh de Mohammed Yacub era la religión. Mohammed tenía también catorce años y, como Guldap Singh, le encantaba jugar a canicas. Se hallaba entregado a su juego favorito ante la casa de barro y paja en que vivía con sus padres y sus seis hermanos en una aldea situada cerca de Amritsar, en la India, cuando hizo irrupción un
jattha
sikh. Logró huir y esconderse en un campo de caña de azúcar. «Los sikhs cortaron los senos a varias mujeres —cuenta—. Aldeanos enloquecidos degollaron entonces a sus esposas e hijas para que no cayeran en sus manos. Vi a unos sikhs traspasar con sus lanzas a dos de mis hermanos más jóvenes. Loco de dolor, mi padre echó a correr sin rumbo fijo. Los sikhs no conseguían atraparle. Acabaron lanzando tras él a los perros de la aldea. Mordido en las pantorrillas, mi padre tuvo que disminuir la velocidad, y los sikhs pudieron apoderarse de él. Lo ataron. Luego, le tiraron al suelo y le cortaron en pedazos a golpes de sable. La cabeza, las manos, los brazos, las piernas fueron separados de su tronco. Entonces los sikhs abandonaron a los perros los restos de mi padre».

Sólo cincuenta de los quinientos musulmanes de la aldea escaparon a la matanza, salvados por la intervención de una patrulla de la Fuerza de Intervención del Penjab. Único superviviente de su familia, Mohammed fue «llevado por soldados gurkhas del Ejército indio hacia una tierra desconocida, pero en la que se hallaría seguro, pues pertenecía, afirmaban sus dirigentes, a los musulmanes».

El recuerdo de estas espantosas convulsiones dejaría cicatrices indelebles en el corazón de millones de personas. Pocas serían las familias del Penjab que no perdieran a un ser querido en esta insensata carnicería. Durante años la desdichada provincia no iba a ser más que un dolorido rompecabezas de memorias traumatizadas, pobladas todas ellas de atrocidades a cuál más desgarradora, historias terribles de un pueblo súbitamente desarraigado, arrancado a la tierra con la que había estado unido desde hacía generaciones, arrojado al terror por los caminos del éxodo.

Una pasión particular ligaba al campesino sikh Sant Singh con los campos de que fue expulsado. En cierto sentido, los había pagado con su sangre, vertida por Inglaterra en la playa de Gallípoli durante la Primera Guerra Mundial. Había necesitado dieciséis años para desbrozar y sembrar las cincuenta hectáreas de la parcela número 105/15 que, como a millares de otros ex combatientes sikhs, le fue adjudicada al sudoeste de Lahore, en una zona revalorizada por la construcción de una red de canales de riego. Había instalado a su esposa bajo la tienda en que él había vivido más de diez años, criado a sus hijos sobre su tierra, construido las cinco habitaciones de su casa de ladrillos secos que constituía a la vez su orgullo y el testimonio de su éxito. Dos días antes de la Independencia, uno de sus obreros musulmanes le llevó una octavilla que circulaba secretamente por el sector. «Los sikhs y los hindúes no pertenecen a esta tierra. Deben ser expulsados de ella», decía. El ataque se produjo tres días más tarde. Sant Singh y los doscientos sikhs de su aldea decidieron huir. Junto a otros cinco aldeanos mandados por un venerable ex sargento de noventa años, se encargó de escoltar a las mujeres del pueblo. Antes de emprender la marcha, fue a orar al
gurudwara
, el templo que había ayudado a construir. «Llegué aquí con las manos vacías.
Guru
Nanak, sólo pido tu protección».

La protección del
guru
pareció cesar junto a una aldea llamada Birwalla, donde el camión de Sant Singh se quedó sin gasolina. «Estaba oscuro —cuenta—. Habíamos marchado a lo largo de la vía férrea, y no por la carretera, con el fin de que no nos descubrieran los musulmanes. Se nos advirtió que habían levantado una barricada enorme y que mataban a todos los sikhs e hindúes que encontraban. Les oíamos gritar y dar voces en la noche, porque el pueblo se hallaba a sólo unos cientos de metros. De pronto, vimos a un anciano que se deslizó sin ruido en la oscuridad. Estábamos seguros de que iba a avisar a sus paisanos y que pronto nos atacarían. Oímos voces que se iban acercando. Estábamos aterrorizados. El viejo sargento nos dio entonces una orden: debíamos matar a nuestras mujeres. No podíamos dejarlas correr el riesgo de ser secuestradas y violadas. Las hicimos bajar del camión y sentarse en el suelo, alineadas en tres filas. Les vendamos los ojos. Una criatura de dos meses mamaba en el pecho de su madre. Les ordenamos que recitaran sin parar la oración sikh "Dios es Verdad”. Mi esposa estaba en el centro de la primera fila. Estaban también nuestras dos hijas, así como mi nuera y nuestras dos nietas. Intenté no mirar. Yo tenía una escopeta de caza de dos cañones, y los otros tenían fusiles "303”, dos revólveres y una metralleta "Sten”. Entoné un versículo del quinto libro del libro santo del
guru
Nanak. Decía: "Todo es voluntad de Dios, y, si ha llegado tu hora, debes morir." Luego, saqué un pañuelo blanco y advertí a mis compañeros que lo bajaría tres veces. A la tercera, dispararíamos todos. Bajé el pañuelo una vez y grité:
“Ek!
(¡Uno!)” Volví a bajarlo y grité:
"Do!
(¡Dos!)" No cesaba de repetir interiormente: "Dios mío, no me abandones." Iba a bajar por tercera vez mi pañuelo cuando divisé unos faros en la noche. Comprendí que Dios había escuchado mi oración y pedí a mis compañeros que soltaran sus armas, pues íbamos a recibir ayuda. "¿Y si el coche está lleno de musulmanes?”, se inquietó el viejo sargento. Era, en efecto, un camión del Ejército paquistaní con soldados musulmanes, pero el oficial era un buen hombre. Nos dijo que iba a escoltarnos. Le besamos los pies y le seguimos».

Eran casi cien mil. Hacía cinco largas horas que esperaban, abarrotando la plaza de Narikeldanga de Calcuta, desbordando los tejados y las verandas, suspendidos de los balcones, colgados como racimos de frutas de las ramas de los árboles. A tres mil kilómetros de las llanuras del Penjab, donde las dos comunidades se mataban entre sí, esta muchedumbre de hindúes y musulmanes mezclados acechaba la llegada del hombrecillo que, con el magnetismo de su sola presencia, había logrado contener la violencia de la ciudad reputada como la más brutal del mundo.

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