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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (49 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Los porteadores bajaron hasta el río los restos del primer candidato del día al celeste viaje y lo sumergieron por última vez en el Ganges. Uno de ellos abrió luego la boca del difunto para que penetraran en ella unas cuantas gotas de agua. Después, colocaron el cadáver sobre una pira. Los intocables de servicio lo cubrieron de madera y vertieron encima un jarro de
ghi
, manteca purificada.

Con el rostro y el cráneo afeitados, purificado el cuerpo por las abluciones rituales, el hijo mayor del difunto dio cinco vueltas en torno a la pira en un último adiós. Un servidor del vecino templo consagrado a Ganesh, el dios de cabeza de elefante, le entregó una antorcha encendida con el fuego perpetuo del santuario. La colocó sobre las gavillas, y un haz de llamas brotó de la pirámide de madera. Los hombres de la familia se sentaron en círculo alrededor de la hoguera, que proyectaba un surtidor de chispas hacia el cielo estival. Un seco chasquido surgió súbitamente de entre el crepitar de las llamas. Los fieles se sobrecogieron más profundamente murmurando una acción de gracias. El cráneo del difunto acababa de estallar, abriendo así a la energía cósmica los canales por los que había circulado la energía vital. En este 15 de agosto de 1947, cuando la India se emancipaba de la esclavitud imperial, Benarés, como todas las mañanas, ofrecía a sus muertos la liberación suprema.

Hacia las dos de la madrugada —una hora antes del momento en que habitualmente se levantaba Gandhi—, apareció en la ventana de Hydari Mansion la incierta luz de una vela. El día en que su pueblo celebraba su liberación hubiera debido ser una apoteosis para el viejo profeta, la coronación de una cruzada que había forzado la admiración del mundo y cambiado el curso de la Historia. No lo era. La victoria por la que tantos sacrificios había aceptado tenía gusto a ceniza.

Al igual que siete meses antes, durante su peregrinación de Año Nuevo a través de las pantanosas regiones del distrito de Noakhali, el dulce apóstol de la no violencia, se veía asaltado de dudas. «No veo claro —había escrito la víspera—, ¿He conducido al país por un camino equivocado?» Como solía hacer en los momentos de incertidumbre y de sufrimiento, Gandhi, al despertar, se había vuelto hacia el libro que desde hacía tanto tiempo se había convertido en su guía, el canto celeste del Bhagavad Gita. ¿Cuántas veces no le habían consolado ya sus versículos?

También hoy, sentado en cuclillas y con el torso desnudo sobre la estera, Gandhi inauguraba la independencia de la India leyendo el
Gita
. Rodeado de sus discípulos, recitaba el primero de los dieciocho diálogos del libro santo, la desesperada invocación lanzada a Krishna por el guerrero Arjuna. «En el campo de la realización del Dharma, sobre el campo sagrado de Kuru, mis hombres y los hijos de Pandu se han desplegado ardientes en deseos de combatir. ¿Qué deben hacer, oh, Sanjara?»

Esta pregunta era extrañamente aplicable a aquella hora patética de la historia india.

Le había despertado un ruido tan viejo como la vida: el frote regular de la piedra contra la piedra. En un patio de la aldea de Chatharpur, cerca de Nueva Delhi, un campesino tendido sobre las entrelazadas cuerdas de un
charpoy
abrió los ojos. A la ambarina luz de una lámpara de aceite, vio a su esposa inclinada sobre un almirez. Con el rostro semioculto por los pliegues del velo que envolvía su cuerpo, trituraba el grano del día para la familia.

Como todas las mañanas, la primera preocupación del campesino Ranjit Lal, de cincuenta y dos años, fue purificarse enjugándose la boca para pronunciar el
mantra
que le había enseñado su padre: «¡Que el esplendor del sol, que es el esplendor de Dios, venga en nuestra ayuda!» «¡Oh, Vishnú —murmuró—, Siva, Sol, Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus, Rahu, Ketu, haced que el día nos sea propicio!» Luego, se levantó y salió del patio para unirse a los demás campesinos que, a la luz del alba, se dirigían al campo que servía de letrina pública a los tres mil habitantes de Chatharpur, uno de los 557.987 pueblos de la India.

La dominación extranjera que finalizaba en aquel amanecer de agosto apenas inquietaba a estos hombres. En toda su vida, Ranjit Lal no había dirigido jamás una sola palabra a un representante de la raza que había gobernado su país. Como todos los demás aldeanos sólo veía un inglés una vez al año, cuando el recaudador regional de impuestos llegaba a Chatharpur para cerciorarse de que la aldea cumplía correctamente con el pago de sus tributos. La única frase que sabía pronunciar en la lengua de los dueños de la India era la que él y sus compañeros empleaban para designar lo que ahora se disponían a realizar:
the cali of nature
, «la llamada de la naturaleza». Aunque denominado con una expresión extranjera, este acto era objeto de veintitrés draconianas reglas hindúes. Ranjit Lal tenía en la mano una jarra de cobre llena de agua. El
dhoti
que vestía no debía ser nuevo ni estar recién lavado. El campo hacia el que se dirigía había sido elegido en razón de su alejamiento de todo río, pozo, encrucijada, charca, baniano u otro árbol sagrado, así como del templo de la aldea. Al llegar al campo, el campesino se colgó de la oreja izquierda su triple cuerdecilla de brahmán, cubrióse la cabeza con los faldones de su
dhoti
, se quitó las sandalias y se puso en cuclillas lo más bajo posible. Cualquier otra posición era incorrecta. Ahora debía observar un silencio absoluto y no mirar ni al Sol, ni a la Luna, ni a las estrellas, ni al fuego, ni a un baniano, ni a otro brahmán, ni al templo de la aldea.

Cuando hubo terminado, Ranjit Lal se incorporó, evitando volver los ojos tras de sí, y se lavó los pies y las manos con el agua de la jarra.

Luego, cuidando de protegerse con la mano izquierda sus partes íntimas, se dirigió a la alberca de la aldea. Para sus abluciones, utilizó un puñado de tierra cuya naturaleza estaba rigurosamente determinada. No debía, bajo ningún pretexto, provenir de un pastizal, de un cementerio, del recinto de un templo, de un hormiguero, del pie de un árbol, de una madriguera o de un camino. No debía ser salada ni estéril, y no debía servir a los alfareros. Diluyendo la tierra con agua, el campesino limpió, siempre con la mano izquierda, la parte manchada de su cuerpo
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. Después de lo cual, se lavó las manos cinco veces seguidas empezando por la izquierda, cinco veces también empezando por la izquierda, cinco veces también empezando por la derecha, luego se enjuagó tres veces la boca, poniendo buen cuidado en escupir hacia la izquierda el agua usada. Hecho esto, se hallaba preparado para cumplir la vigésima tercera prescripción que acompañaba a la evacuación cotidiana de sus intestinos. Purificó el interior de su cuerpo bebiendo en el hueco de la mano, junto a la muñeca, tres tragos de agua en la que había invocado la presencia del Ganges.

Completado este rito, Ranjit Lal reemprendió el camino de su casa atravesando la ingrata tierra de los campos a los que a duras penas arrancaba el sustento para su mujer y sus siete hijos. A la luz del amanecer, podía distinguir tres banianos cuyos ramajes se desplegaban como sombrillas sobre una pequeña explanada. Era el lugar de cremación de la aldea. Un alminar de piedra se elevaba en la bruma del horizonte. A su izquierda, aparecían dos graciosas cúpulas, ruinas de una metrópoli construida en el siglo XIII por el sultán Aladino, fundador de una de las siete ciudades de la antigua Delhi.

A menos de treinta kilómetros en dirección Norte, en las amplias avenidas de Nueva Delhi, Ranjit Lal y sus conciudadanos tenían esa mañana una cita con la Historia. La mayoría de ellos no habían realizado nunca ese corto viaje. En cincuenta y dos años, Ranjit Lal solamente lo había hecho una vez, para comprar en la calle de los plateros del bazar de la Vieja Delhi la pulsera de boda de su hija mayor. Pero hoy, para los aldeanos de Chatharpur, como para todos los de los alrededores, las distancias no existían. Brazos múltiples de un río inmenso, afluían hacia el corazón de su capital en fiestas para celebrar en ella la liberación de una colonización que la mayoría de ellos ni siquiera había conocido.

«Bendita seas, maravillosa aurora de libertad que inunda de oro y púrpura una antigua capital», cantaba el poeta a las multitudes que anegaban la ciudad. Había caravanas de
tongas
con sus cascabeles tintineando alegremente. Había bueyes, con las pezuñas y los jaeces pintados de amarillo, blanco y verde, que tiraban de largos carros abarrotados de familias desbordantes de júbilo. Había camiones rebosantes de racimos humanos, con los techos y los costados decorados con ingenuas y abigarradas pinturas de serpientes, de águilas, de halcones y de vacas sagradas sobre un fondo de montañas nevadas. Las gentes llegaban a lomos de burro, a caballo, en bicicleta, a pie, campesinos tocados con turbantes de todos los colores, mujeres ataviadas con tornasolados saris y todo un abigarramiento de alhajas que brillaban en sus brazos, en sus tobillos, sus dedos y sus narices.

En esta fraternal e inmensa muchedumbre no existían ya rango, ni casta, ni religión. Brahmanes, intocables, hindúes, sikhs, musulmanes, parsis, anglo-indios, todos reían, cantaban, lloraban.

Ranjit Lal había alquilado por cuatro
anna
una
tonga
en que se apiñaban su mujer y sus siete hijos. A su alrededor, oía a volubles campesinos explicar por qué iban todos a Nueva Delhi. «Los ingleses se van —gritaba—. Nehru va a izar nuestra bandera. ¡Somos libres!»

Un toque de trompetas de plata anunció el comienzo de las ceremonias de la Independia con la entronización del primer gobernador general constitucional de la joven nación india. El hombre que iba a prestar juramento era un inglés, el que acababa de asumir las más altas funciones de un imperio destinado por sus fundadores a durar mil años. Con el mismo grave semblante que mostró en Karachi, el bisnieto de la reina Victoria avanzó por la sala del trono, donde iba a recibir un honor único en la historia mundial de la descolonización. Para Lord Mountbatten, acababa de comenzar «el día más señalado de su vida», el día en que el pueblo indio, al que, no obstante, acababa de devolver su soberanía, le invitaba a quedarse como su jefe supremo. A su lado, ataviada con un ajustado vestido de lamé plateado y sujetos con una diadema los cabellos castaños, caminaba Edwina, su esposa. Decidido a que «esta jornada se desarrolle en una última explosión de pompa», Mountbatten se había ocupado personalmente de los más mínimos detalles de las ceremonias de la Independencia, imprimiéndoles su refinamiento y su afición a la fastuosidad. Una escolta de recargados uniformes conducían a la real pareja hacia los dorados tronos de que habían tomado posesión cinco meses antes.

A su izquierda y derecha, en pie sobre un estrado de mármol, se hallaban los nuevos dueños de la India, Nehru vestido con
jodhpur
de algodón y chaleco de lino crudo; Vallabhbhai Patel, semejante a un emperador romano con su
dhoti
blanco; los demás, tocados con el gorro blanco del partido del Congreso. Al situarse junto a los ministros, Mountbatten pensó humorísticamente que todos tenían en común, por lo menos, una experiencia: la de haber sido huéspedes de las cárceles británicas. Ante este noble areópago de antiguos pupilos de la Administración penitenciaria de Su Majestad, levantó, pues, su mano derecha para jurar solemnemente ser humilde y fiel servidor de la India independiente. Los ministros, cuya lista había olvidado confeccionar Nehru el día anterior, prestaron a su vez juramento ante el inglés que había dado la independencia a su país.

En el exterior, las veintiuna salvas que celebraban el acontecimiento comenzaron a retumbar a través de la capital desbordante de júbilo
[38]
. Al pie de la monumental escalinata de la sala del trono, cubierta con una alfombra roja, esperaba la carroza negra y otro fabricada en los talleres londinenses de la «Barker & Co». para la visita real a la India de Jorge V y la reina María. Ante el tiro de seis caballos bayos se había desplegado toda la guardia montada del gobernador general, con centelleantes botas negras, guerreras blancas de verano ceñidas con tahalíes bordados en oro y turbantes de seda azul. El cortejo, resplandeciente de colores, se puso en movimiento, los oficiales con el sable desenvainado, los jinetes con las lanzas enhiestas y ondeando al viento los estandartes, mientras destellaban al sol los clarines. Cuatro escuadrones reunidos en un mágico espejo de luces iniciaban la marcha para el último espectáculo de un viejo álbum de glorias y el primer desfile de la India independiente. Lord Mountbatten, de pie en el landó, saludaba a la doble fila de guardias a caballo que rendían honores hasta las verjas del palacio.

Afuera, esperaba la India. Una India como ningún inglés había podido contemplar en tres siglos de colonización. Su verdadera dimensión había sido siempre la desmesura de sus multitudes, pero jamás un océano semejante había inundado Nueva Delhi. El cortejo no tardó en ser desbordado y los caballos de la guardia obligados a piafar. El protocolo, calcado en las tradiciones de otra India, fue barrido, engullido por la India nueva, masa triunfante que sumergía el oro y la púrpura en el torbellino de millares de morenas cabezas.

«Las cadenas caen a mi alrededor», pensó el periodista sikh que la noche anterior había saludado la Independencia abrazando a una estudiante musulmana de Medicina. Recordó que un día, en su infancia, un escolar inglés le había expulsado de una acera. «Nadie podrá ya hacerme eso», pensó. A su alrededor no veía ya pobres ni ricos, intocables o señores, abogados o empleados de Banco, ni
coolies
ni rateros. Había solamente gentes felices que se abrazaban y se interpelaban al grito de
Azad, Sahibl
, «¡Somos libres, señor!». «Era como si todo el mundo hubiese recuperado de repente su casa», recuerda otro testigo. Al ver la bandera de su país ondear por primera vez sobre el pabellón de oficiales de Nueva Delhi, el mayor indio Ashwini Dubey pensaba: «En este pabellón en que hemos sido objeto de abusos y malos tratos no habrá ya más que camaradas indios por encima de nosotros».

Ante la misma bandera, Sulochama Pahdi, una estudiante de dieciséis años, compartía con millones de jóvenes «la impresión de hacerse adulta al mismo tiempo que su país». Recordó un verso de William Wordsworth, aprendido en los bancos de la escuela británica: «Qué bello es estar vivo en este amanecer —murmuró—, y ser joven es el paraíso».

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