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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (52 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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La cólera que abrasaba los rostros de los dos jefes de Gobierno después de este examen convenció a Mountbatten de la perfecta imparcialidad observada por el autor de la partición de la India. Ambos hombres parecían tan locos de furor uno como el otro. No bien se hubieron sentado, estallaron en una tempestad de protestas. Se había desvanecido la euforia de la Independencia.

Al cortar el mapa de la India, Sir Cyril Radcliffe había respetado rigurosamente las instrucciones recibidas. Salvo pocas e insignificantes excepciones, había trazado la frontera asignando a los indios las zonas de mayoría hindú y a los paquistaníes las de mayoría musulmana. Sobre el papel, el resultado aún podía parecer aceptable. En la realidad, era un desastre.

En Bengala, la línea divisoria amenazaba condenar a cada una de las dos partes a la ruina económica. Mientras que el 85 por ciento del yute mundial crecía en la zona asignada al Pakistán, no había una sola fábrica de transformación en su territorio. La India se encontraba, en cambio, con más de un centenar de fábricas y con el único puerto de exportación, Calcuta, pero sin yute.

En el Penjab, la frontera de Radcliffe concedía la ciudad de Lahore al Pakistán, y la de Amritsar, con su Templo de Oro, a la India, cortando en dos las tierras y las poblaciones de una de las comunidades más militantes y más unidas de la India, los sikhs. Empujados por la desesperación, éstos habrían de convertirse en los principales actores de la tragedia del Penjab.

Una grave controversia debía sobrevenir a propósito del pequeño núcleo de población de Gurdaspur, acurrucado al pie del Himalaya, en el extremo norte del Penjab. A fin de permitir que su frontera siguiese en este punto el límite natural de un río, Radcliffe situó la pequeña ciudad, poblada en su mayoría por musulmanes, y las pocas aldeas que la rodeaban, del lado de la Unión India de Nehru, negándose a crear un enclave paquistaní en territorio indis. Noventa millones de musulmanes no le perdonarían jamás esta decisión. Pues, si, por el contrario, Radcliffe hubiera asignado Gurdaspur al Pakistán, el Estado de Mohammed Ali Jinnah no habría ganado solamente unas cuantas casas de barro y paja. A Gurdaspur habría venido fatalmente a añadirse un día u otro el valle encantado cuyo nombre había inspirado las últimas palabras del emperador mogol, Jehangie, en su lecho de muerte: «Cachemira, oh, Cachemira». Sin el paso que permitiría Gurdaspur al pie del Himalaya, la India no habría poseído, en efecto, ninguna vía de acceso terrestre hacia Cachemira, y su maharaja hindú, todavía indeciso, no habría tenido más opción que ligar el destino de su Estado al Pakistán. Inconscientemente, el bisturí del jurista británico ofrecería, así, a la India la ocasión de absorber un día Cachemira.

El hombre a quien se había confiado la vivisección de la India porque lo ignoraba todo acerca de sus problemas, escrutaba desde lo alto del cielo los paisajes que acababa de dividir. Rodeado de severas medidas de seguridad, Sir Cyril Radcliffe regresaba a Inglaterra. La última tarea del joven funcionario que le acompañaba había sido registrar minuciosamente su avión en previsión de que hubiera sido colocada una bomba. Sumido en sus pensamientos, el jurista británico contemplaba a través de la ventanilla la infinita extensión de los campos de trigo y de caña de azúcar del Penjab. Sabía mejor que nadie la consternación y la desgracia que sus trazos de lápiz provocarían. Desgraciadamente, no existía ningún trazado ideal que hubiera podido evitar este cúmulo de angustia y de sufrimientos. Las razones que conducían inexorablemente al Penjab y Bengala a la tragedia existían mucho antes de que Sir Cyril Radcliffe hubiera sido arrancado de su despacho londinense. Sabía con certeza que su trabajo desembocaría en la destrucción y la violencia. Y, con la misma certeza, sabía que se le haría responsable a él de esta tragedia.

Cuando le confiaron esta misión, tanto Nehru como Jinnah habían prometido aceptar sus decisiones y hacerlas aplicar. Pero los dos hombres se habían apresurado a condenarlas. Pocos días después, disgustado, Radcliffe contestaría a su actitud con la única respuesta que estaba en su mano: rechazaría las dos mil libras esterlinas que representaban el salario propuesto para la más compleja partición geográfica de los tiempos modernos.

Imperceptible a la mirada de Radcliffe, comenzaba la más grande migración de la historia de la Humanidad. Las primeras filas de refugiados del Penjab se apresuraban por los senderos, a lo largo de los canales, a través de los campos, hacia el ardiente asfalto de la
Grand Trunk Road
. Pocas horas después, la publicación del informe de Sir Cyril Radcliffe añadiría una nueva dimensión a los horrores que amenazaban a esta provincia. Aldeas cuyos habitantes musulmanes habían saludado con entusiasmo el nacimiento del Pakistán se encontrarían en la India. En otros lugares, sikhs que creyeron celebrar en sus
gurudwara
la unión de su poblado a la India, deberían la vida sólo a una desenfrenada huida al otro lado de la frontera, más allá de los campos que siempre habían cultivado.

No tardaron en aparecer algunos de los absurdos a los que la urgencia había condenado al jurista británico. Canales de riego tenían sus compuertas de alimentación en un país y su red de distribución en el otro. La frontera atravesaba a veces el centro de una aldea. Ocurría, incluso que cortase en dos una casa, dejando la puerta de entrada en el lado indio, y la ventana de la fachada posterior abierta sobre el Pakistán.

Todas las cárceles del Penjab quedaron en el Pakistán, así como su único manicomio. En una súbita crisis de lucidez, los internados hindúes y sikhs del establecimiento suplicaron desesperadamente a sus enfermeros que los trasladaran a la India para escapar de los musulmanes, que no dejarían de asesinarles. Los médicos mostraron menos clarividencia que ellos. Rechazaron su súplica.

XIII

«NUESTROS PUEBLOS HAN CAÍDO EN LA LOCURA»

S
ería un verdadero cataclismo. Durante seis semanas, el norte de la India iba a caer súbitamente en un baño de sangre de dimensiones asombrosas. Como en las horas más sombrías de la Humanidad, se apoderaría de millones de hombres una locura homicida. Ni un solo pueblo, ni una sola aldea, se salvaría del contagio. En esta breve y monstruosa matanza perecerían tantos indios como franceses durante la Segunda Guerra Mundial.

En todas partes, los más numerosos y los más fuertes atacaron a las minorías más débiles. En las ricas mansiones de la avenida Aurangzeb de la capital, los zocos de joyas de Chandni Chowk en la Vieja Delhi y los
mahalla
de Amritsar; en los elegantes arrabales de Lahore, los bazares de Rawalpindi, tras las murallas de Peshawar; en las tiendas, los puestos ambulantes, las casas de barro y paja y las callejuelas de las aldeas en los hornos de ladrillos, en los talleres de las fábricas textiles y en los campos, en las estaciones, los hospitales, los asilos, en las oficinas y los cafés, por todas partes, las comunidades que hasta entonces habían vivido juntas se arrojaron unas contra otras en un desbordamiento de odio. No era una verdadera guerra, ni una guerra civil, ni una guerrilla. Era una convulsión. La brutal y súbita explosión de un mundo. Un crimen provocaba otro. El horror llamaba al horror, la muerte engendraba la muerte. Muy pronto, como el armazón de un inmueble que se derrumba bajo el efecto de una última bomba, los muros de toda una porción de la sociedad india se desplomaron unos sobre otros.

Este desastre no era fortuito. En el momento de su nacimiento, la India y Pakistán eran dos hermanos siameses unidos uno a otro por un tumor maligno, el Penjab. El bisturí de Sir Cyril Radcliffe había sajado por el centro del tumor y separado a los gemelos, pero no pudo eliminar las células cancerosas. Su corte había dejado cinco millones de sikhs y de hindúes en la mitad paquistaní del Penjab, y cinco millones de musulmanes en la mitad india. Intoxicadas por las promesas de Jinnah y de los dirigentes de la Liga musulmana, las masas musulmanas habían acabado convenciéndose de que del Pakistán —«País de los Puros»—, usureros hindúes, comerciantes e implacables terratenientes sikhs habrían desaparecido. Pero continuaban allí. Ocupaban sus granjas y sus tiendas, exigían el pago de los intereses y de sus alquileres. ¿Cómo no iban a pensar los musulmanes: «Si el Pakistán es nuestro, entonces las tiendas, las granjas, las casas, las fábricas de los hindúes y de los sikhs son también nuestras»? En el mismo momento, en la parte india los sikhs se disponían a expulsar a todos los musulmanes que vivían en la zona a fin de instalar en su lugar a sus hermanos fugitivos del territorio paquistaní. Era, pues, inevitable que todos —hindúes, sikhs y musulmanes— se enfrentasen con igual furia exterminadora.

La India siempre había sido la tierra de la desmesura. El horror de las carnicerías del Penjab, la amplitud de los sufrimientos y las desgracias que engendraron no faltaron a esta tradición. Los pueblos industrializados se habían matado entre sí a golpe de explosiones atómicas, de V-l, de bombas de fósforo, de lanzallamas y de gases asfixiantes. Los pueblos del Penjab se mataron con jabalinas de bambú, cuchillos, sables, porras, martillos, adoquines y garfios con forma de dientes de tigre. Aterrados por el frenesí que habían desencadenado inconscientemente, sus dirigentes intentaron desesperadamente hacerles volver a la razón. En vano: la India había enloquecido.

El capitán R. E. Atkins, del 2° Batallón de gurkhas, sintió cortársele el aliento. Tenía ahora ante sus ojos el espectáculo de que tanto había oído hablar sin darle crédito. Por las cunetas de Lahore, corría un río de sangre. La bella «París de Oriente» no era más que un conjunto de ruinas y desolación. Calles enteras eran presa de las llamas. De noche, la agitación de los saqueadores recordaba al capitán inglés la de las termitas royendo la madera. Desde que se instaló en su puesto de mando en el hotel «Braganza», no había cesado de verse asediado por comerciantes hindúes que le ofrecían una fortuna —veinte, treinta, cincuenta mil rupias, sus hijas, y las joyas de sus mujeres— si les permitía huir en su jeep del infierno en que se había convertido Lahore.

Justamente al otro lado de la frontera, en Amritsar, los barrios musulmanes no eran más que montones de escombros de los que surgían grandes volutas de acre humo. Bandadas de buitres parecían velar sobre este decorado de apocalipsis del que ascendía el sofocante olor de cuerpos en descomposición. Por todas partes, escenas análogas desfiguraban el Penjab. En Lyallpur, los obreros musulmanes de una fábrica de productos textiles exterminaron a sus compañeros de trabajo sikhs. El siniestro descubrimiento del capitán Atkins adquiría aquí una dimensión completamente distinta: esta vez, era un canal de riego el que transportaba la sangre de centenares de víctimas sikhs e hindúes.

En Simla, Fay Campbell-Johnson, la esposa del agregado de Prensa de lord Mountbatten, se estremeció de horror ante lo que descubrió desde la veranda del hotel «Cecil», en el que generaciones de administradores imperiales habían sorbido un whisky las noches de verano. Volteando sus
kirpan
, sikhs montados en bicicleta cargaban por el Mall en persecución de musulmanes, como jinetes acosando a un jabalí. Cuando alcanzaban una víctima, la decapitaban de un sablazo. Otro inglés vio la cabeza de uno de estos desventurados rodar por la acera y detenerse a sus pies, con el fez todavía puesto. Pedaleando furiosamente, el asesino se lanzaba ya sobre una nueva víctima. Blandía su sable chorreante de sangre y aullaba: «¡Voy a matar más! ¡Voy a matar más!»

Por regla general, el verdugo era un desconocido, pero, a veces, era un amigo. Todos los días desde hacía quince años, Niranjan Singh, un sikh dueño de un café del bazar de la ciudad de Montgomery, recibía la visita de su vecino, curtidor musulmán. Una mañana de agosto, no bien había preparado la taza de té negro de Assam, cuando vio frente a sí un rostro contorsionado por el odio. Señalándole con el dedo, su vecino gritó: «¡Matadle, matadle!» Al instante, un grupo de musulmanes surgió de la calleja. De un sablazo, uno de ellos seccionó la pierna del sikh, mientras que los demás daban muerte a su padre, de noventa años, y a su hijo único. Antes de perder el conocimiento, el dueño del café, presenció, impotente, el secuestro de su hija de dieciocho años por el hombre al que había servido té durante quince años.

Por todas partes se abatía el mismo terror sobre las comunidades minoritarias. En Ukarna, una pequeña ciudad textil de mayoría musulmana, Madanlal Pahwa, un hindú de veinte años, antiguo marinero de la Armada india, se refugió en casa de una de sus tías. Desde las ventanas, presenció las delirantes manifestaciones de la población musulmana que danzaba, cantaba y agitaba las banderas del Pakistán entonando a coro:
«Hanskelya Pakistan, Larkelinge Hindustan!»
«¡Hemos ganado el Pakistán riendo, ganaremos la India combatiendo!» Madanlal Pahwa odiaba a los musulmanes. Vestido con su uniforme caqui adornado con el galón negro de la organización extremista hindú R.S.S.S., nunca perdió ocasión de aterrorizarlos. Ahora, le tocaba a él inquietarse: «Todos tenemos miedo —pensó—, parecemos corderos que van al sacrificio».

Gracias a su experiencia militar y a su sentido de la organización, los sikhs eran los asesinos más eficaces. Agrupados en
jattha
—bandas de cincuenta a cien hombres—, armados hasta los dientes, caían sobre las aldeas musulmanes como nubes de langosta, no dejando tras de sí más que sangre y ruinas.

El granjero musulmán Ahmed Zarullah habitaba cerca de Ferozepore en una de estas pequeñas aldeas indefensas que los
jattha
sikhs atacaban con preferencia. «Una noche, llegaron lanzando aterradores gritos de guerra —recuerda—. Sabíamos que íbamos a ser exterminados como ratas. Nos escondimos bajo los
charpoy
y detrás de los montones de estiércol aplastado. Los sikhs derribaron a hachazos la puerta de mi casa. Fui herido por una bala en el brazo izquierdo. Cuando intentaba levantarme, vi caer a mi mujer, herida también. Sangraba del muslo y de la espalda. Mi hijo de tres años fue alcanzado en el vientre. No lanzó un solo grito. Murió en el acto. Cogí en brazos a mi mujer y, abandonando a nuestro hijo muerto, huí por una ventana con nuestro otro hijo. Vi a sikhs matar a musulmanes que huían de sus casas incendiadas. Otros corrían arrastrando mujeres y chiquillos. Se oían aullidos, gemidos, lamentos desgarradores. Unos sikhs se abalanzaron sobre mí y me arrebataron el cuerpo de mi mujer. Se llevaron a nuestro hijo. Luego, me asestaron una puñalada y me dejaron por muerto en el polvo. Todo había terminado para mí. La vida ya no tenía importancia: los seres que yo amaba habían desaparecido. Ni siquiera tenía fuerzas para llorar. Mis ojos estaban secos como un uad del Sind antes del monzón. Perdí el conocimiento».

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