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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (55 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Para cientos de miles de penjabíes, el primer reflejo de supervivencia en el cataclismo que sacudía su provincia fue precipitarse hacia las construcciones de ladrillo y pizarra pintados que, en todas las poblaciones de cierta importancia, ofrecían un tranquilizador símbolo de orden y de organización: las estaciones de ferrocarril. Los nombres de los trenes que, durante generaciones, habían desfilado ante sus andenes de hormigón formaban parte de la leyenda india e ilustraban una de las más prestigiosas realizaciones de Inglaterra en la India. El
Frontier Mail
, el
Calcuta-Peshawar Express, el Bombay-Madras
, habían como el
Orient-Express
, el
Transiberiano
y el
Union Pacific
americano, unificado un continente, desgranando a lo largo de sus vías los beneficios de la tecnología y del progreso.

En este fin de verano de 1947 esos trenes representaban, para las aterrorizadas multitudes, la esperanza más sólida de huir de la pesadilla. Para decenas de millares de personas, se convirtieron en ataúdes rodantes. Durante aquellos terribles días, la aparición de una locomotora desencadenaba en todas las estaciones del Penjab el mismo frenesí. Como la proa de un navío hendiendo las aguas, las máquinas se abrían paso en medio de las multitudes, despedazando a los desventurados que caían en las vías. Todos habían permanecido días enteros esperando, a menudo sin agua ni alimentos, bajo el sol implacable de un verano que el monzón se negaba a poner fin. Entre un concierto de gritos y llantos, la multitud se lanzaba hacia las portezuelas y ventanillas de los vagones. Racimos humanos se aferraban a las paredes, a las barandillas, a los pasamanos, a los estribos, a los parachoques. Cuando no quedaba nada más a que agarrarse, las gentes se subían a los curvados techos de los coches, edificando sobre el ardiente metal alucinantes pirámides de cuerpos, de fardos, de paquetes, que la bóveda del primer túnel amenazaba transformar en una horrible papilla.

El maestro hindú Nihal Bhranbi, su mujer y sus seis hijos lograron subir a un vagón, pero su viaje hacia la esperanza terminó allí. Tras haber esperado durante seis horas a que su tren saliera de la estación de la pequeña ciudad paquistaní en que daba clases desde hacía veinte años, el hindú y su familia oyeron por fin un pitido. Pero esta señal anunciaba solamente la salida de la locomotora. Mientras ésta desaparecía por el otro extremo de las vías, se abatió sobre la estación una horda de musulmanes que enarbolaban palos, lanzas y hachas. Gritando
Allah Akbar!
(«¡Dios es grande»), se abalanzaron sobre el tren, matando al paso a todos los hindúes que esperaban en el andén. Irrumpiendo en los vagones, los asesinos arrojaron a los viajeros al andén, donde sus cómplices los degollaban. Algunos hindúes intentaron huir, pero otros musulmanes los persiguieron y no tardaron en atraparlos, lanzando luego a muertos y moribundos al fondo de un pozo situado ante la estación. La esposa del maestro oyó al jefe de los asesinos animarles al grito de: «Cuantos más hindúes matéis, más seguros estaréis de ir al Paraíso».

La mujer, su marido y sus seis hijos se apretujaban unos contra otros en su compartimiento, cuando unos musulmanes derribaron la puerta y dispararon sobre el montón. «Mi marido fue alcanzado, así como nuestro único hijo varón —recuerda la señora Bhranbi—. Mi hijo comenzó a gemir: “Agua, agua.” Yo no tenía una sola gota que darle. Pedí auxilio. Los gemidos de mi hijo fueron espaciándose, y cerró los ojos. Mi marido no decía nada. Un hilillo de sangre le corría de la cabeza. De pronto, su pierna experimentó una especie de convulsión y, luego, se le pusieron rígidos los miembros. Me abalancé sobre los dos cuerpos, tratando de reanimarlos por medio de sacudidas. Pero no se movían. Mis hijas se agarraban a mi sari. Los musulmanes nos asieron fuertemente y nos empujaron al andén. Se llevaron a mis tres hijas mayores. Los vi golpear en la cabeza a la de más edad. Ella tendió hacia mí sus manos y gritó: «¡Mamá, mamá!» Pero yo no podía hacer nada.

»Poco más tarde, unos musulmanes vinieron a buscar a mi marido y mi hijo, sin duda para precipitar sus cuerpos en el fondo de un pozo. Todo había terminado para ellos. Entonces enloquecí. Me puse a gritar. Tenía la impresión de que nada importaba ya, ni siquiera las dos hijas que me quedaban. Estaba como muerta».

Sólo un centenar de los dos mil viajeros de este tren sobrevivirán a la tragedia y llegarían al otro extremo del Penjab.

El padre de Madanlal Pahwa, el hindú que no quiso huir antes de la fecha juzgada propicia por su astrólogo, descubrió en uno de estos trenes malditos que la astrología no era una ciencia exacta. A veinte kilómetros de la frontera india una banda de musulmanes saltó al estribo de su vagón, se precipitó en el compartimiento vecino ocupado por mujeres y les arrancó anillos y pulseras, cortándoles a hachazos los dedos, muñecas o tobillos cuando las joyas no salían con suficiente rapidez. Algunos obligaron luego a las más jóvenes a pasar por las ventanillas y saltaron tras ellas. Otros musulmanes irrumpieron en el compartimiento del padre de Madanlal Pahwa. De un golpe asestado con el sable, uno de ellos decapitó a la mujer que estaba sentada frente a él. Durante un instante, la cabeza, unida todavía al tronco por algunos músculos, colgó sobre su pecho como la de una muñeca rota, mientras que, sobre sus rodillas, su hijo de pocos meses le sonreía emitiendo inarticulados sonidos. El viajero se sintió luego herido por varias puñaladas. Cayó al suelo y, casi en seguida, quedó cubierto por los cuerpos de sus compañeros en desgracia. Antes de perder el conocimiento, tuvo una curiosa sensación: un saqueador le arrebataba los zapatos.

Cuando la primera ráfaga de balas alcanzó su tren en la estación de Gujrat, el comerciante en cereales sikh Prem Singh se dijo: «Los musulmanes van a hacernos pagar tres siglos de esclavitud. Nos van a exterminar». En un compartimiento contiguo, el hortelano Dhani Ram echó al suelo a su esposa y sus cuatro hijos al oír los primeros disparos y, luego, se tendió sobre ellos. Casi inmediatamente, les cayeron encima varios heridos. Sintiendo correr sangre, el hindú tuvo un reflejo que iba a salvar a su familia: se embadurnó con ella la cara, así como la de su mujer y de sus hijos, con el fin de que se les diera a todos por muertos.

Mientras se aceleraba el ritmo del éxodo en las dos direcciones, estos trenes en desgracia se convirtieron a ambos lados de la frontera en blanco preferido de los asesinos. Fueron atacados en las estaciones, detenidos por emboscadas en campo abierto. Vías férreas fueron levantadas para hacerlos descarrilar ante las bandas de asaltantes prestos a lanzarse sobre el botín. Hubo convoyes que fueron inmovilizados por cómplices que accionaban el timbre de alarma. Otros detenidos por maquinistas que habían sido pagados o amenazados de muerte. En la India, hindúes y sikhs registraron trenes enteros de refugiados y asesinaron a todos los varones circuncisos. En el Pakistán, los musulmanes degollaron a todos los hombres que no lo estaban.

La meticulosa organización que constituía el orgullo de los Ferrocarriles indios fue barrida por completo. No había horarios. Pocos maquinistas hindúes aceptaban conducir un tren hacia el Pakistán, y a la inversa. A veces, durante cuatro o cinco días seguidos, todos los trenes que llegaban a Lahore o Amritsar no llevaban más que un cargamento de cadáveres y de moribundos.

Ashwini Dubey, el comandante indio que se sintió lleno de alegría el día de la Independencia al ver ondear la bandera de su país sobre el pabellón en que había sido humillado por sus superiores británicos, descubrió en Lahore el precio de esta libertad cuando entró en la estación un tren lleno de muertos y heridos. De cada portezuela corrían hilillos de sangre «como el agua desbordante del radiador de un automóvil un día de mucho calor».

Por todas partes, en este Penjab que se hubiera creído maldito, los sikhs mostraron un verdadero frenesí de exterminio, mancillando con ríos de sangre la imagen de un gran pueblo. Después de haber atacado un tren en Amritsar, enviaron falsos grupos de socorro para recorrer los vagones y rematar a los supervivientes. Margaret Bourke- White, la fotógrafo americana de la revista
Life
, entabló conocimiento con algunos de estos sikhs, «venerables con sus largas barbas y sus turbantes azules de la secta Akali, sentados en cuclillas a lo largo del andén. Con un sable curvo sobre los muslos, esperaban tranquilamente al tren siguiente».

Pequeños destacamentos armados fueron apostados en algunos convoyes, pero, por regla general, los soldados evitaban disparar sobre los asaltantes que pertenecían a su comunidad. La presencia de varios oficiales británicos al frente de estas escoltas realizó a veces verdaderos milagros.

Intrigado por la insólita pérdida de velocidad de su tren a un centenar de kilómetros de la frontera del Pakistán, el ferroviario musulmán Ahmed Zahur se deslizó hasta la locomotora. Sorprendió a dos sikhs que entregaban un fajo de rupias al maquinista hindú para que detuviese el tren en la estación de Amritsar. Aterrorizado, el ferroviario corrió a revelar lo que se tramaba al teniente británico que mandaba la escolta. Saltando por los techos de un vagón a otro como en una película del Oeste, el joven oficial corrió hasta la locomotora. Empuñando un revólver, dio orden de acelerar. En lugar de obedecer, el maquinista quiso accionar los frenos. El inglés lo tumbó de un culatazo, lo ató como una salchicha y se puso a los mandos de la locomotora. Pocos minutos después, en medio de un estridente pitido y con un inglés negro de hollín por maquinista, el tren de Zahur y de tres mil viajeros musulmanes atravesó a toda velocidad la estación de Amritsar en las barbas mismas de los sikhs que se disponían a asesinarlos. Llegados sanos y salvos al Pakistán, los agradecidos musulmanes pusieron en el cuello de su bienhechor británico una guirnalda. No estaba hecha de jazmines y claveles, sino de billetes de Banco.

La pesadilla estaba en todas partes. Tras el estallido de un petardo como señal, el tren que llevaba de Simla a Nueva Delhi a los centenares de criados del séquito del antiguo virrey fue detenido. Grupos de sikhs se lanzaron al asalto de los vagones. Los criados hindúes se unieron a ellos para abalanzarse sobre sus compañeros musulmanes, con los que habían servido al Imperio. En su compartimiento, Sarah Ismay y su prometido, el capitán de Aviación, Wenty Beaumont, uno de los ayudantes de campo de Lord Mountbatten, empuñaron cada uno un revólver. Con ellos, oculto tras un montón de maletas, se encontraba su ayuda de cámara musulmán, Abdul Hamid. Dos hindúes aparecieron en la puerta y les pidieron cortésmente autorización para llevárselo.

—Un paso más, y morís —respondieron a coro los dos jóvenes ingleses, apuntando sus «Smith & Wesson» contra los intrusos.

Ese día, Abdul Hamid fue el único musulmán que llegó vivo a Nueva Delhi.

La odisea de estos «trenes de la muerte» constituiría el capítulo más negro de la leyenda maldita del Penjab. El americano Richard Fisher, representante de los tractores «Caterpillar», quedaría obsesionado para toda su vida por la escena que presenció desde la ventanilla de su compartimiento, cogido en una emboscada entre Quetta y Lahore. Unos musulmanes arremetieron contra el convoy y arrojaron a la vía a todos los viajeros sikhs, donde sus cómplices los apaleaban hasta matarlos con bastones, cuya extremidad tenía forma de media luna. Trece sikhs perecieron así a la vista del horrorizado americano. Terminada su fechoría, los musulmanes blandieron con orgullo sus instrumentos de muerte. Fisher pudo identificarlos entonces. Eran palos de hockey.

No habían concluido las sorpresas para el americano. Una sorprendente visión le esperaba a su llegada a la estación de Lahore. Más allá de los cadáveres que cubrían el andén, su mirada fue atraída por un cartel. Recuerdo de los días felices en que la provincia de los cinco ríos era un modelo de orden y de prosperidad, indicaba: «En la oficina del jefe de estación se halla a disposición de los señores viajeros un libro de reclamaciones que puede utilizar toda persona que desee presentar una reclamación relativa a los servicios prestados por la Compañía de Ferrocarriles».

Esta vez eran casi un millón. Día tras día, durante estas dos semanas trágicas en que el Penjab se hundía en la locura, las dimensiones de las muchedumbres que asistían al lugar de oración de Gandhi habían aumentado, transformando en un oasis de amor y de fraternidad a la metrópoli que se había mostrado salvaje en más de una ocasión. Las masas urbanas más pobres del Globo habían oído el mensaje del profeta de la reconciliación y recuperado sus ancestrales tradiciones de tolerancia.

El «milagro de Calcuta» se prolongaba. La ciudad, escribía el
New York Times
, «es la maravilla de la India».

Con su habitual humildad, Gandhi rechazó la paternidad de este prodigio. «No somos más que juguetes en las manos de Dios —explicó en su periódico
Harijan—. Él
nos hace danzar al son de su música». No obstante, una carta de Nueva Delhi vino a rendir el honor que le era debido a este humilde César. «En el Penjab, tenemos una fuerza especial de cincuenta y cinco mil soldados y violentos disturbios a los que hacer frente —escribía Louis Mountbatten a su “pobre gorrioncillo”—. En Bengala, nuestra fuerza de intervención se compone de un solo hombre y, no hay disturbios». En su doble calidad de jefe militar y de administrador, el último virrey de la India reivindicaba «el derecho a rendir homenaje al único soldado de su Ejército».

Iban juntos en un automóvil descubierto. Treinta años de lucha común contra la dominación británica habrían debido dar a los nuevos Primeros Ministros de los dos Estados —el Pakistán y la India— el privilegio de desfilar triunfalmente entre las muchedumbres exultantes de sus compatriotas. Todo lo contrario ocurría en el mundo de horror y de miseria por el que avanzaban Jawaharlal Nehru y Liaquat Ali Khan, un mundo de rostros silencioso que expresaban el miedo y la angustia, y no la gratitud por los beneficios que les había traído la libertad. Los dos hombres recorrían por segunda vez el Penjab en desesperada búsqueda de una solución susceptible de devolver un poco de orden a esta tierra de calamidades.

Habían perdido por completo el control de la situación. Sus fuerzas de Policía se habían desintegrado, la autoridad de sus administraciones se había disuelto en la tormenta, y ni siquiera podían contar con la lealtad de sus ejércitos. El Penjab era el país del miedo y de la anarquía.

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