Read Esta noche, la libertad Online
Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins
Cuando Manu empezó a quejarse del vientre, Gandhi le prescribió el tratamiento que su medicina natural le dictaba en semejantes casos: cataplasmas de arcilla, una dieta estricta y lavativas. Treinta y seis horas más tarde, su estado se había agravado de tal modo que su vida estaba ahora en peligro. Como en Noakhali, esta vida pertenecía al Mahatma. La muchacha se había abandonado a él, dispuesta a aceptar todo lo que decidiese.
El viejo profeta de las hierbas milagrosas había cuidado demasiados enfermos para no conocer los peligros del mal que postraba a su sobrina-nieta. Le dominaba la aflicción. Su tratamiento había fracaso: la enfermedad de Manu era, sin ninguna duda, una manifestación de la imperfección espiritual de ambos. Se desmoronó y reconoció su derrota: «No tenía el valor de dejar morir así a una muchacha que se había confiado a mí», confesaría más tarde. «Con la mayor repugnancia», el que había negado a su mujer agonizante una inyección salvadora permitió al cuerpo de su sobrina-nieta sufrir la agresión del bisturí de un cirujano. Manu fue transportada urgentemente al hospital para ser sometida a una apendicectomía.
Cuando se hundía en la inconsciencia bajo el efecto de la anestesia, Gandhi le posó la mano en la frente. «Confíate a Rama —murmuró—, y todo irá bien».
Pocas horas después, asustado por la atormentada expresión del Mahatma, un médico le alejó suavemente de la cabecera de Manu. «Debe usted descansar —le suplicó—. El pueblo le necesita más que nunca».
Gandhi levantó hacia él una mirada desesperada. «Ni el pueblo ni los que están en el poder necesitan de mí —suspiró tristemente—. Mi único deseo es morir en el empeño, pronunciando el nombre de Dios con mi último aliento».
ELEFANTES, «ROLLS» Y MAHARAJÁS
T
ocado con un turbante, el criado avanzaba con paso respetuoso hacia la imponente silueta dormida. Rozando con sus pies descalzos el alfombrado de pieles de tigres, de panteras y de antílopes que tapizaban la inmensa habitación, llevaba una bandeja de plata cincelada procedente de un servicio encargado a Londres en 1921 para la visita a la India de Su Alteza Real el príncipe de Gales. Una tetera de plata sobredorada exhalaba los sutiles efluvios de las hojas puestas en infusión en ella, una mezcla enviada cada quince días por el famoso establecimiento «Fortnum and Mason» de Londres juntamente con un surtido de pastas. En la penumbra de la habitación, sobre las paredes y en las vitrinas, brillaban los ojos de las fieras disecadas y la colección de trofeos de plata que daban testimonio del virtuosismo del dueño de aquel lugar en las partidas de caza y en los deportes de los
gentlemen
, el polo y el cricket.
El criado depositó la bandeja a la cabecera de la cama y se inclinó para anunciar suavemente:
—Bed tea, Master
.
El durmiente se estiró con gestos de felino y se levantó. Surgido de la sombra, un segundo criado se apresuró a cubrirle los hombros con una bata de brocado. Comenzaba un nuevo día para Su Alteza el príncipe Yadavindra Singh, octavo maharajá del Estado indio de Patiala.
Yadavindra Singh presidía una de las asociaciones más singulares del mundo, una pequeña hermandad como no había conocido, ni conocería nunca, la Humanidad. Aquella mañana de mayo, menos de dos años después del cataclismo de Hiroshima y del final de una guerra que había estremecido al mundo, los 565 maharajás, rajás y nababs que componían esta asamblea reinaban todavía como soberanos hereditarios y absolutos sobre un tercio del territorio de la India y un cuarto de su población: de hecho, había dos Indias bajo la dominación inglesa, la India de las provincias, administrada desde la capital, Nueva Delhi, y la India de los 565 Estados principescos
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.
La anacrónica situación de los príncipes indios tenía sus orígenes en la conquista accidental del país por Gran Bretaña. Los soberanos que habían recibido a los ingleses con los brazos abiertos, o los que se mostraron leales adversarios en el campo de batalla, fueron autorizados a conservar su trono con la condición de que reconocieran a Inglaterra como potencia soberana. Este principio debía ser ratificado mediante tratados separados entre cada monarca y la Corona británica. Los príncipes aceptaron la soberanía del rey-emperador, representado por el virrey, abandonándole el control de sus asuntos exteriores y de su defensa. Como contrapartida, recibieron la garantía de su autonomía interior.
Príncipes como el nizam de Hyderabad y el maharajá de Cachemira reinaban sobre Estados tan vastos y poblados como las grandes naciones de Europa. Otros, como algunos de la península de Kathiawar, a orillas del mar de Omán, vivían en antiguas caballerizas y gobernaban territorios apenas más extensos que el Bosque de Boulogne. Más de cuatrocientos Estados tenían una superficie inferior a treinta kilómetros cuadrados. La hermandad de príncipes contaba en su seno con algunos de los hombres más ricos del mundo, así como con monarcas de ingresos tan modestos como los de un mercader del bazar de Bombay. Un cálculo permitiría, no obstante, establecer que cada uno poseía una media de once títulos, 5,8 mujeres, 12,6 hijos, 9,2 elefantes, 2,8 vagones de ferrocarril privado, 3,4 «Rolls-Royce» y un palmarés de 22,9 tigres abatidos.
Gran número de príncipes ofrecían a sus súbditos condiciones de vida infinitamente mejores que las de los indios administrados por los ingleses. Otros, poco numerosos, no eran sino déspotas más ocupados en saquear las arcas de su reino que en promover el progreso de su pueblo.
Cualesquiera que fuesen sus cualidades o sus defectos, el futuro de los 565 príncipes indios planteaba un grave problema en la primavera de 1947. Ninguna solución a la ecuación india podía prosperar si no resolvía al mismo tiempo su situación particular.
Para Gandhi, Nehru y el Congreso, la respuesta era evidente. Había que poner fin al reinado de estos señores feudales e integrar sus Estados en la India independiente. Esta perspectiva no tenía ninguna posibilidad de obtener la aprobación de Yadavindra Singh ni la de sus pares. Su Estado de Patiala, en el corazón del Penjab, era uno de los más ricos y poseía un ejército de 15.000 hombres, equipado con tanques «Centurion» y baterías de artillería.
Una preocupada expresión se dibujaba en el rostro del canciller de la Cámara de los Príncipes mientras bebía el té. Aquella mañana de mayo, sabía lo que el virrey de las Indias aún ignoraba: a diez mil kilómetros de su palacio, un hombre iba a pronunciar un desesperado alegato para que su suerte y la de todos los príncipes no fuese aquella a la que Nehru y los socialistas del Congreso querían condenarlos.
Ese hombre no era un maharajá, sino un inglés. Había salido de Nueva Delhi y llegado a Londres sin que el virrey lo supiera. Hijo de un misionero protestante, Sir Conrad Corfield representaba una de las grandes fuerzas al mismo tiempo que una de las grandes debilidades de la Administración británica en la India. Casi toda su carrera había transcurrido en la Oficina de Asuntos Principescos, y la India de los príncipes habíase convertido en su propia India. Lo que él consideraba bueno para sus príncipes le parecía bueno para la India. Odiaba a sus enemigos, en particular a Nehru y al Congreso, con tanta constancia como ellos mismos.
En este mes de mayo de 1947, Corfield era el secretario político del virrey, es decir, su representante ante los príncipes en el ejercicio de la soberanía británica.
Desbordado desde su llegada por la inmensidad de la tarea consistente en encontrar una solución al conflicto que enfrentaba a hindúes y musulmanes, Lord Mountbatten aún no había tenido tiempo de abordar el problema de los príncipes. Esto no había modificado en nada el estado de ánimo de Corfield. Sabiendo que el nuevo virrey necesitaría granjearse las simpatías de Nehru y del Congreso, iba a Londres con el fin de intentar obtener para sus príncipes un trato mejor que el que el virrey se sentiría, sin duda, inducido a ofrecerles.
Iba a realizar su gestión ante el secretario de Estado para la India, en el Gabinete conocido desde los tiempos de la emperatriz Victoria con el nombre de «La jaula dorada». Esta estancia octogonal presentaba una característica insólita: en el eje del despacho, situado en el centro, se abrían dos puertas absolutamente idénticas por su tamaño, forma y ornamentación. Dos príncipes de igual rango podían, así, presentarse al mismo tiempo ante el representante del rey-emperador, sin sufrir el ultraje de una infracción de las reglas de precedencia. Ninguno sentía lesionado su prestigio.
Corfield expuso con vehemencia sus argumentos al ministro, el conde de Listowel. Al aceptar la soberanía de la Corona, los príncipes habían abandonado una parte de sus poderes a la Gran Bretaña, y sólo a ella, declaró. El día en que esta soberanía cesara, esos poderes debían serles personalmente restituidos. Quedarían entonces en libertad de negociar nuevos tratados con la India o el Pakistán; o, si lo deseaban y era realizable, hacerse independientes. Cualquier otro procedimiento constituiría una violación de los tratados que unían a la Gran Bretaña y los Estados de los príncipes.
Desde un punto de vista estrictamente jurídico, la interpretación de Corfield era correcta. Pero sus consecuencias prácticas eran previsiblemente terribles. Si se materializaban todas las implicaciones que suponía su apasionado informe, la India independiente corría el riesgo de una balcanización cuya amplitud ni siquiera el propio Nehru había imaginado con ocasión de su estallido de cólera en Simla.
Los maharajás y nababs de la India formaban una aristocracia tan fuera de lo común que a Rudyard Kipling le parecía que «estos hombres habían sido creados por la Providencia para suministrar al mundo decorados pintorescos, historias de tigres y espectáculos grandiosos». Poderosos o humildes, ricos o pobres, pertenecían a una raza excepcional cuyos miembros habían alimentado las fabulosas leyendas de una India condenada ahora a desaparecer. Los relatos de sus vicios y virtudes, de sus extravagancias y prodigalidades, de sus caprichos y excentricidades, habían enriquecido el folklore de los hombres y maravillado a un mundo sediento de exotismo y de fascinación. Los maharajás atravesaban la vida sobre la alfombra volante de un cuento oriental. La época de su gloria terminaba, pero era de temer que, después de ellos, el mundo se aburriese.
Estos mitos no afectaban, en realidad, más que a un número ínfimo, aquellos a quienes la riqueza, la ociosidad y una imaginación particularmente fértil permitían entregarse a las locuras más delirantes. Estos extravagantes aristócratas compartían ardientes pasiones: la caza, los deportes, los automóviles, sus palacios, sus harenes y, por encima de todo, el culto a las joyas.
Este culto era en ellos de naturaleza semirreligiosa. Atribuían a las piedras preciosas una esencia mística provista de inmensos poderes. Así, los diamantes contenían, creían ellos,
maras
, es decir, fuerzas femeninas susceptibles de aumentar la potencia sexual. La elección y el tamaño de las piedras eran definidos por los astrólogos en función de su horóscopo y de su carácter.
El maharajá de Baroda profesaba una veneración fetichista al oro y a las piedras preciosas. Tan sólo una familia tenía el privilegio de tejer con hilo de oro sus túnicas de ceremonia. Las uñas de estos tejedores estaban cortadas en forma de púas de peine, a fin de lograr la perfección del tejido. Su colección de diamantes comprendía el famoso «Estrella del Sur», el séptimo diamante del mundo por su tamaño, y el «Eugenia», que había sido regalado por Napoleón III a su esposa después de haber pertenecido a Potemkin, el favorito de Catalina
la Grande
de Rusia. Pero las piezas más admirables de su tesoro eran un conjunto de tapices enteramente hechos de perlas adornadas con motivos de rubíes y esmeraldas.
El maharajá de Bharatpur poseía una colección de tapices más asombrosa aún. Eran de marfil. Cada uno de ellos era fruto de varios años de trabajo de toda una familia. Su fabricación exigía una extraordinaria minuciosidad, debiéndose pelar primeramente los colmillos de elefante a fin de que proporcionasen la materia prima.
El topacio más grande del mundo brillaba como un ojo ciclópeo en el turbante del simpático maharajá sikh de Kapurthala. Los tesoros del maharajá de Jaipur estaban enterrados cerca de su Ciudad Rosa en una colina del Rajastán, custodiada, de generación en generación, por una tribu de feroces rajputs. Los herederos de esta noble dinastía solamente estaban autorizados a visitarlos una vez en toda su vida para elegir las piedras destinadas a iluminar su reinado con especial fulgor. Entre estas maravillas se hallaba un collar compuesto de tres hileras de rubíes, cada uno de ellos del tamaño de un corazón de paloma, realzadas por tres esmeraldas, la más pesada de las cuales tenía veinticuatro quilates.
El más preciado ejemplar de la colección del maharajá de Patiala era un collar de perlas asegurado por el «Lloyd» de Londres en quinientos millones de antiguos francos. Su pieza más curiosa era un peto constelado de mil y un diamantes de reflejos azul pálido. Hasta principios de siglo, sus antepasados acostumbraban mostrarse todos los años al pueblo vestidos solamente con este peto y con su real virilidad en erección. Mediante esta demostración fálica, asociaban su persona a la fuerza creadora del dios Siva, mientras que los destellos de los diamantes tranquilizaban a sus súbditos alejando de ellos las potencias maléficas.
Un maharajá de Mysore supo por un viajero chino que los afrodisíacos más eficaces se elaboraban con diamantes triturados. Este desventurado descubrimiento había de originar el rápido empobrecimiento de su tesoro, ya que centenares de piedras preciosas fueron reducidas a polvo. Las bailarinas que debían beneficiarse de sus efectos mágicos desfilaban por los jardines a lomos de elefantes con colmillos incrustados de rubíes y las orejas centelleantes de gigantescos pendientes de diamantes salvados de los filtros de amor.
El elefante sobre el que se desplazaba el maharajá de Baroda estaba más ricamente engalanado todavía. Los inquietantes colmillos de este monstruo centenario habían despedazado a más de veinte rivales en otros tantos combates. Todos sus jaeces eran de oro macizo: el palanquín real, la gualdrapa, los pesados brazaletes en las cuatro patas y las cadenas que colgaban de las orejas. Cada una de ellas valía unos treinta millones de antiguos francos y representaba una victoria del animal.