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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (21 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Esta entrevista comenzó con una plancha. Revelaba de forma extraordinariamente expresiva que nada era nunca espontáneo en aquel hombre de setenta años. Sabiendo que sería fotografiado en compañía de sus anfitriones, había imaginado de antemano una galantería dirigida a Edwina Mountbatten. Contrariamente a sus previsiones, fue a él y no a Edwina, a quien el virrey invitó por cortesía a posar en el centro. ¡Desdichado Jinnah! Todo en él estaba programado como en un ordenador. No pudo abstenerse de colocar su cumplido. «¡Ah —se extasió—, he aquí una rosa entre dos espinas!»

Nada más entrar en el despacho, informó al virrey que había venido a exponerle su postura y lo que estaba dispuesto a aceptar. Como había hecho con Gandhi, el almirante le interrumpió:

—Señor Jinnah, en estos momentos no estoy preparado aún para discutir condiciones. Conozcámonos primero.

Movilizando todo su encanto, Mountbatten se dispuso a la tarea de conquistar al líder musulmán. Pero Jinnah parecía encerrado en un caparazón de hielo: la sola idea de mostrar su vida y su carácter ante un desconocido le pareció intolerable a este hombre que no se confiaba nunca ni siquiera a sus deudos.

Pacientemente, obstinadamente, Mountbatten luchó por vencer la reserva de su interlocutor. Durante momentos que le parecieron horas, no obtuvo más que una sucesión de gruñidos y monosílabos. Jinnah no sonrió hasta el momento de despedirse. «Que frío es este hombre, Dios mío —suspiró el almirante, agotado tras esta prueba—. He necesitado toda la duración de esta primera entrevista para deshelarlo».

Retrato de Mohammed Ali Jinnah,
el padre del Pakistán

El personaje que la Historia saludaría un día como el padre del Pakistán había oído por primera vez pronunciar el nombre de este Estado en el transcurso de una ceremoniosa cena dada en el hotel «Waldorf» de Londres en la primavera de 1933. Su anfitrión era aquella noche Rahmat Ali, el eterno estudiante que redactara en su casita de campo de Cambridge un manifiesto exigiendo la creación de un Estado musulmán independiente para los musulmanes de la India. Rahmat Ali no había vacilado en infringir la ley coránica ofreciendo a Jinnah el mejor
chablis
del hotel. Esperaba convencerle para que se pusiera al frente de una campaña política por la conquista de ese país que él había denominado «Pakistán». Obtuvo una glacial negativa. «Su Pakistán —le respondió Jinnah— es un sueño imposible».

El que fuera elegido por el infortunado estudiante para ser el profeta de la emancipación de los musulmanes indios había comenzado su carrera política predicando la unidad entre los hindúes y los musulmanes. Su familia procedía de la península de Kathiawar, de donde también era oriundo Gandhi. De hecho, si el abuelo de Jinnah no se hubiera convertido al Islam por alguna oscura razón, los dos adversarios políticos habrían nacido en el seno de la misma casta. También Jinnah había estado en Londres para cenar en el
Inss of Courl
y recibir la toga de abogado. Pero, contrariamente a Gandhi, regresó de Inglaterra metamorfoseado en un
gentleman
británico.

Llevaba monóculo y trajes excelentemente cortados que se cambiaba dos o tres veces al día para conservarse impecable en la humedad del aire de Bombay. Le apasionaban las ostras y el caviar, el champaña, el coñac y el vino de Burdeos. De una honradez y una integridad por encima de toda sospecha, su filosofía se resumía en un escrupuloso respeto al Derecho y a las formas. Era, confiaba uno de sus íntimos, «el último de los Victorianos, un parlamentario al estilo de Gladstone y Disraeli».

Brillante abogado, se sintió atraído por la política. Durante diez años luchó por mantener unidos a los hindúes y los musulmanes del Congreso en un frente común contra los ingleses. Sus primeras decepciones surgieron cuando Gandhi tomó la dirección del partido. El elegante Jinnah no tenía la menor intención de vestirse con un pedazo de grosera tela y tocarse con un gorro blanco para ir a languidecer entre los piojos de las cárceles británicas. La desobediencia civil, declaró, sólo era buena para «los ignorantes y los analfabetos».

Rompió con el Congreso e ingresó en las filas de la Liga musulmana, el partido nacionalista de la causa musulmana. El momento decisivo de su carrera política se produjo tras las elecciones de 1937, cuando el Congreso rehusó compartir la tarta del poder con la Liga musulmana en las provincias en que existía una importante minoría musulmana. Hombre de orgullo inflexible, Jinnah consideró la actitud del Congreso como un insulto personal. Vio en ella la prueba de que los musulmanes no obtendrían jamás un trato de equidad en una India gobernada por un partido con predominio hindú. El antiguo apóstol de la unidad entre las dos comunidades se convirtió a partir de entonces en el indomable abogado del Pakistán, aquel proyecto que, cuatro años antes, había calificado de «sueño imposible».

Resultaba difícil imaginar líder más paradójico para conducir a las masas musulmanas de la India. No había nada de musulmán en Mohammed Ali Jinnah, aparte de su nombre y del hecho de que sus padres practicaban la religión de Mahoma. Bebía alcohol y no frecuentaba la mezquita los viernes. Alá y el Corán no ocupaban ningún lugar en su visión del mundo. Gandhi, su adversario político hindú, conocía más versículos del libro santo de Mahoma que él. Y había logrado congregar en torno a sí a la gran mayoría de los noventa millones de musulmanes indios sin ser capaz de articular más de unas cuantas frases en su lengua tradicional, el urdu.

Jinnah se sentía incómodo con las masas de la India. Odiaba la suciedad, el calor, las multitudes. Gandhi elegía los vagones de tercera clase para viajar en medio de los más humildes; él se desplazaba en primera solamente para evitarlos. Mientras que su rival hacía de la sencillez un culto, Jinnah adoraba la pompa. Gustaba de visitar las ciudades musulmanas indias en un cortejo real precedido de elefantes engualdrapados de oro y una banda que interpretaba el
God Save The King
, «única tonada —se complacía en hacer notar— que conocía el pueblo».

Su vida era un modelo de orden y de disciplina. Cuando se detenía en su jardín ante los tulipanes y petunias que crecían en filas rectilíneas, no era para contemplar la belleza de estas flores, sino para comprobar su perfecta alineación.

Los libros de Derecho y los periódicos constituían su única lectura. De hecho, los periódicos parecían apasionar a este enigmático personaje. Los recibía del mundo entero. Recortaba artículos, garrapateaba comentarios al margen, los pegaba cuidadosamente en álbumes que se acumulaban en las estanterías de su biblioteca.

Jinnah no sentía sino desprecio hacia sus rivales políticos hindúes. Calificaba a Nehru de «Peter Pan», de «personaje de literatura que habría hecho mejor en ser profesor en Oxford que político», de «altivo brahmán que disimulaba su natural taimado bajo el barniz de una educación occidental». Gandhi no era, a sus ojos, más que «un zorro astuto, una especie de evangelista hindú». El espectáculo del Mahatma tendido sobre una de las preciosas alfombras persas de su casa de Bombay con un saquito de barro sobre el vientre era una imagen de pesadilla que Jinnah no había olvidado, ni perdonado, jamás.

Jinnah tenía pocos amigos entre los musulmanes, y menos aún discípulos, sólo partidarios, asociados. Con excepción de su hermana, la familia no existía para él. Vivía solitario con su sueño de un Pakistán independiente. Medía casi dos metros, pero apenas pesaba setenta kilos. Su rostro era tan flaco y de piel tan estirada que sus mejillas parecían traslúcidas bajo los salientes pómulos. Cuidadosamente peinada hacia atrás, una abundante cabellera plateada realzaba más aún su estatura. Su aspecto era tan rigurosamente grave y severo que daba una ilusión de fuerza espartana.

Todos sus éxitos se debían al rasgo dominante de su personalidad, una voluntad inflexible. No le faltaban críticas y reproches. Pero nadie, amigo o enemigo, acusó jamás a Jinnah de carecer de voluntad.

Durante la primera quincena del mes de abril de 1947, el virrey y Jinnah sostuvieron seis cruciales entrevistas. Diez horas de conversaciones que decidieron la suerte de la India. Mountbatten las afrontó, armado del «más desmesurado orgullo en mi capacidad de convencer a las personas para que hagan lo que está bien, no tanto porque soy persuasivo, sino porque tengo el talento de presentar los hechos bajo su aspecto más favorable». Más tarde, relataría cómo intentó «todas las astucias, todos los recursos para quebrantar la determinación de Jinnah». No había nada que hacer. Ningún argumento, ninguna estratagema podían debilitar en él el sueño del Pakistán.

La posición de Jinnah descansaba en dos bazas esenciales. En primer lugar, se había erigido en dictador absoluto de la Liga musulmana. Por debajo de él existían quizá partidarios de un compromiso. Pero, mientras él viviese, no hablarían. En segundo lugar, y esto era de mayor importancia aún, el recuerdo de la sangre que su «jornada de acción directa» había hecho correr por las calles de Calcuta un año antes.

Desde el principio, Jinnah y Mountbatten se habían puesto de acuerdo al menos sobre un punto: la necesidad de actuar rápidamente. Para el líder musulmán, la India había rebasado ya la fase de las transacciones. Sólo era posible una solución, una rápida «operación quirúrgica».

Cuando Mountbatten expresó su temor de que la partición desencadenara la violencia, Jinnah le tranquilizó. Una vez practicada su «intervención quirúrgica», cesarían los disturbios y los dos países vivirían en feliz armonía. Todo sucedería, explicó, como en el proceso entre dos hermanos insatisfechos con la partición de la herencia paterna en que un día había actuado. Dos años después de la sentencia del tribunal, habían vuelto a ser amigos íntimos. Tal será, prometió al virrey, el caso de la India.

Los musulmanes de la India, insistía Jinnah constituían una nación «con una cultura y una civilización, una lengua y una literatura, un arte y una arquitectura, unas leyes y un código moral, unas costumbres y un calendario, una historia y unas tradiciones diferentes». La India, por el contrario, no había sido jamás una verdadera nación, afirmaba. Solamente lo parecía sobre un mapa.

«Los hindúes me impiden matar las vacas que yo quiero comer —decía—. Cada vez que un hindú me estrecha la mano, debe correr a purificarse. Lo único que los musulmanes comparten con los hindúes es su esclavitud bajo el yugo británico».

Sus discusiones con Jinnah no tardaron en parecer «un juego de escondite», recuerda Mountbatten. Como la liebre de
Alicia en el País de las Maravillas
, el líder musulmán se negaba a hacer la menor concesión; Mountbatten, el encarnizado defensor de la unidad, atacando a Jinnah por todos los lados hasta el punto de volver «al viejo
gentleman
completamente loco».

Para Jinnah, la división era el único camino natural. Hacía falta todavía que culminara en un Estado viable. Esto suponía, precisó, que dos grandes provincias de la India, en las que vivían importantes comunidades musulmanas, Bengala y Penjab, formaran parte integrante del Pakistán, pese a sus enormes poblaciones hindúes. La argumentación de Jinnah descansaba sobre un principio: los musulmanes de la India no debían ser obligados a vivir bajo la férula de la mayoría hindú. Era una actitud lógica. Pero, ¿cómo podía justificar su deseo de absorber en un Estado musulmán a las minorías hindúes de Penjab y de Bengala? Si la India debía ser dividida para sustraer la minoría musulmana a la ley de la mayoría hindú, con mayor razón el Penjab y Bengala debían ser cortados en dos por motivos inversos pero idénticos, declaró Mountbatten.

Jinnah protestó. Esta solución conduciría a darle un Estado económicamente inviable, «un Pakistán agujereado por los cuatro costados».

Muy bien, si Jinnah creía verdaderamente que este país corría el riesgo de «verse agujereado por los cuatro costados», que lo rechazara lisa y llanamente, propuso Mountbatten, que, de todas formas, no tenía el menor deseo de concederle ninguna clase de Pakistán.

—¡Ah! —replicó Jinnah—, Vuestra Excelencia no parece comprender muy bien el problema. Un hombre es penjabí y bengalí antes de ser hindú o musulmán. Comparte con los suyos una historia, una lengua, una cultura, una economía comunes. No debe usted separarlos, pues haría correr ríos de sangre.

—Señor Jinnah, soy por completo de la misma opinión.

—¿De veras?

—Naturalmente —asintió Mountbatten—, No sólo un hombre es bengalí y penjabí antes de ser hindú o musulmán, sino que es ante todo
indio
. Acaba de exponer usted admirablemente la tesis irrefutable de la unidad india.

—Pero no comprende usted del todo… —replicaba Jinnah, y volvía a empezar el juego del escondite.

Mountbatten se sentía estupefacto ante la rigidez de la postura de Jinnah. «Nunca hubiera creído —diría más tarde— que un hombre inteligente, bien educado, formado en los medios jurídicos de Londres, pudiera ser hasta tal punto prisionero de su razonamiento. Sin embargo, no dejaba de comprender las objeciones, pero una especie de velo caía sobre su pensamiento. Era el genio malo de todo el asunto. Se podía lograr convencer a los demás, no a Jinnah. Viviendo él, era imposible salvaguardar la unidad de la India».

Sus negociaciones llegaron al punto crítico el 10 de abril, menos de tres semanas después de la llegada de Louis Mountbatten a Nueva Delhi. Durante dos horas, suplicó, conjuró, imploró a Jinnah que preservara la unidad india. Con toda su elocuencia, trazó un cuadro de la grandeza que la India podría alcanzar con sus cuatrocientos millones de hombres de razas y creencias diferentes. Unidos todos bajo la dirección de un Gobierno central, podrían beneficiarse de las ventajas de una industrialización masiva, desempeñar un papel preponderante en los asuntos mundiales, representar la tendencia más progresista de Asia. ¿Era posible que Jinnah despreciara todas estas esperanzas y condenase a la península a no ser más que una potencia de tercer orden?

Jinnah permanecía inconmovible. Era, debía concluir con tristeza Louis Mountbatten, «un psicópata totalmente obnubilado por su Pakistán».

Meditando en la soledad de su despacho tras la salida de su visitante, el virrey comprendió lo vano de sus esfuerzos: ni su poder de persuasión ni su encanto personal causaron el menor efecto en el líder musulmán. Cualquier nueva discusión resultaría estéril. Sin embargo, había que resolver aquel dilema y rápidamente. Desde luego, Mountbatten deseaba ardientemente salvar la unidad india, pero no por ello podía correr el riesgo de ver a Inglaterra cogida en la trampa de una India sumergida en el caos y la violencia. En definitiva, él estaba encargado de defender, ante todo, los intereses de Gran Bretaña. La intransigencia de Jinnah sólo le dejaba una salida: mutilar el subcontinente indio para dar su Pakistán a los musulmanes. El problema consistía en que Nehru y los dirigentes del Congreso aceptaran tan radical perspectiva. Mountbatten decidió elaborar urgentemente un plan susceptible de lograr su acuerdo.

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