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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (50 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Para muchos indios, la palabra mágica de Independencia significaba el nacimiento de un mundo nuevo. Ranjit Lal, el campesino de Chatharpur, aseguró a sus hijos que nunca les faltarían los alimentos. En nombre de la flamante libertad, algunos creyeron que a partir de entonces todo era gratuito y permitido. Así, un mendigo penetró en la tribuna reservada a los diplomáticos. Al pedirle un policía la invitación, respondió asombrado:

—¿Mi invitación? ¿Por qué iba a necesitar invitación? Tengo mi independencia. Eso basta.

Idénticas escenas de júbilo se desarrollaban en todo el país. En Calcuta, una multitud llegada de los barrios de chabolas se precipitó en el palacio de los antiguos gobernadores británicos, mientras Sir Frederick Burrows y su esposa estaban todavía desayunando en él. Indios que nunca habían dormido más que sobre las cuerdas de un
charpoy
, cuando no sobre el mismo suelo, celebraron la independencia saltando como niños sobre la cama en que durmieron generaciones de gobernadores británicos. Otros expresaron su alegría apuñalando con la punta de su paraguas los retratos de los antiguos dueños de la India.

En Bombay, la muchedumbre se precipitó en el templo de la elegancia imperial, el hotel «Taj Mahal». En Madrás, los indios de negra piel propia de las gentes del Sur desfilaron durante todo el día a lo largo del muelle para contemplar con orgullo la bandera que ondeaba sobre el fuerte San Jorge, primera fortaleza de la
East India Trading Company
británica. En Surat, docenas de empavesados veleros participaron en una regata de la Independencia en la bahía en que el capitán del galeón
Hector
había inaugurado la epopeya india.

Esta jornada aportó una libertad más tangible aún a una cierta categoría de ciudadanos. Una amnistía general abrió las puertas de las cárceles a millares de presos políticos. Se conmutaron penas de muerte. Hasta los animales resultaron beneficiados, ya que ese día permanecieron cerrados todos los mataderos. La India mística, la India de los faquires y, de las leyendas, participó en la fiesta. Se cuenta que en Tirukalinkunram, en el Sur, las dos águilas blancas que diariamente, al llegar a mediodía desde Benarés, se lanzan en picado desde las alturas para comer en las manos del sacerdote del templo, celebraron el acontecimiento batiendo alegremente las alas. En la jungla de Madura, cerca de Madrás, los
sadhu
se entregaron a espectaculares demostraciones. Suspendidos de garfios hincados en la espalda, dedicaron su sacrificio a la independencia de la India… y recogieron al mismo tiempo una abundante cosecha de limosnas.

La jornada se caracterizó por una buena voluntad general hacia los ingleses y por la dignidad con que estos últimos participaron en las ceremonias. En Shillong, el coronel británico que mandaba los tiradores de los
Assam Rifles
se escabulló discretamente para dejar a su adjunto indio el honor de presidir el desfile de la Independencia. Peter Bullock, director de la inmensa plantación de té de Chuba, cerca de la frontera birmana, dio vacaciones a sus 1.500 obreros y les ofreció una gran fiesta, cuando la mayoría de ellos no conocían el motivo.

Hubo excepciones. En Simla, la señora Maud Penn Montague se negó a abandonar la casa en la que tantas cenas y bailes había dado. Nacida, como su padre, en la península, consideraba la India como su única patria. A excepción de cinco años de colegio en Inglaterra, había pasado allí toda su vida. A un amigo que le sugería que había llegado el momento de marcharse, le replicó: «Mi querido amigo, ¿qué iba a hacer yo en Inglaterra? Ni siquiera sé hacer hervir el agua para el té». Así, mientras la antigua capital de verano del Imperio se abandonaba a la alegría, ella permaneció llorando en su casa, incapaz de ver subir otra bandera al mástil en que había ondeado su querida Union Jack.

Para el Pakistán, el 15 de agosto resultaba un día particularmente favorable. Era el último viernes del mes del Ramadán. Las fiestas glorificaban casi tanto al padre del Pakistán como el nacimiento del propio Estado. La fotografía y el nombre de Jinnah aparecían por todas partes, en las ventanas, en los bazares, en las tiendas, en lo alto de los gigantescos arcos de triunfo erigidos sobre las avenidas. Un anuncio insertado en el
Pakistan Times
declaraba incluso que «por medio de la voz de sus guardianes, los camellos y los tigres del Zoo de Lahore se asociaban a la alegría general para enviar sus votos al Quaid-i-Azam y proclamar
Pakistan Zindabad»
. En Dacca, capital del Pakistán oriental, donde «el gran dirigente» no había puesto jamás los pies, su retrato adornaba todos los escaparates.

Jinnah, por su parte, celebró esta jornada de apoteosis apoderándose de todos los resortes de mando del Estado. Durante los pocos meses que le quedaban de vida, el que tan ardientemente había proclamado su voluntad de respetar las reglas constitucionales, gobernaría como un dictador. El miembro más próximo de su familia no estaba, sin embargo, a su lado, para compartir su triunfo. A ochocientos kilómetros de Karachi, en el balcón de un piso de Colaba, uno de los barrios más elegantes de Bombay, una joven había adornado su balcón con dos banderas, una india y la otra pakistani. Su yuxtaposición simbolizaba el dilema que la independencia representaba para tantos musulmanes. Dina, hija única de Mohammed Ali Jinnah, aún no había podido elegir entre su tierra natal y la nación islámica creada por su padre.

Conscientes del drama que se perfilaba tras la euforia de este día, numerosos indios fueron incapaces de compartir la alegría de sus compatriotas. En Luchnow, Anis Kidwai recordaría siempre el incongruente espectáculo de la multitud que cantaba su alegría agitando banderas al lado de personas que sollozaban porque acababan de enterarse de la muerte de ascendientes suyos degollados en el Penjab.

El abogado sikh Khuswant Singh, oriundo de Lahore, permaneció indiferente frente al desenfreno de las delirantes multitudes de Nueva Delhi. «No tenía ninguna razón para alegrarme —recuerda con amargura—. Para mí, como para millones de personas, la independencia entrañaba una tragedia. El Penjab había sido mutilado, y yo lo había perdido todo».

En el Penjab, ese día glorioso era un día de horror. En Amritsar, mientras las nuevas autoridades procedían a un rápido izar de banderas en la antigua fortaleza mogol, los sikhs devastaban un barrio musulmán. Asesinaron sin piedad a los hombres, arrancaron los vestidos a las mujeres, las violaron y las arrastraron por toda la ciudad hasta el Templo de Oro antes de degollarlas. En el Estado de Patiala, antaño gobernado por Bhupinder Singh el
Magnífico
, bandas de sikhs merodeaban por el campo al acecho de refugiados musulmanes que huían hacia el Pakistán. El príncipe Balindra Singh, hermano del maharajá, encontró a uno de estos grupos armados de enormes
kirpan
, sus sables tradicionales. Les suplicó que volvieran a sus trabajos.

—Es el tiempo de la siega —dijo—. Deberíais volver a vuestras casas y cortar las mieses.

—Primero tenemos otras mieses que cortar —replicó el cabecilla, haciendo voltear su
kirpan
.

El edificio de ladrillos de la estación de Amritsar se había convertido en un verdadero campo de refugiados. Los millares de hindúes que huían del Penjab occidental habían invadido las salas de espera, las taquillas, las oficinas, los andenes, acechando la llegada de cada tren en espera de encontrar a los miembros de sus familias.

A última hora de la tarde del 15 de agosto, el jefe de estación Chani Singh se abrió paso por entre esta sobreexcitada multitud, apoyándose en la autoridad que le confería su gorra azul y la bandera roja que enarbolaba en la mano. Chani Singh sabía de antemano la escena que se produciría a la llegada del expreso número 10. Ocurría lo mismo con todos los trenes. Hombres y mujeres se arrojaban sobre las ventanillas y las portezuelas de los vagones de tercera clase en angustiada búsqueda de un niño perdido en la huida, gritando nombres, abrazándose en medio de crisis de desesperación. Las gentes corrían de vagón en vagón, llamando a sus padres o buscando a alguien de su pueblo que pudiera darles noticias. Había niños que lloraban abandonados en medio de paquetes y fardos, y otros, nacidos durante el éxodo, que continuarían en esta confusión mamando del seno de su madre bañada en lágrimas.

Chani Singh logró llegar al extremo del andén y bajó su bandera en cuanto apareció la locomotora. Un detalle le llamó la atención. Cuatro soldados armados montaban guardia alrededor del maquinista. Cuando se apagó el silbido del vapor y el chirriar de los frenos, el jefe de estación comprendió que algo insólito pasaba en el expreso número 10. Un petrificado silencio había descendido sobre el andén. Chani Singh inspeccionó la hilera de los ocho vagones. Todas las ventanillas de los compartimientos estaban bajadas. Pero no se veía ningún viajero. Ni una sola portezuela estaba abierta. Nadie descendía de los vagones. En la estación de Amritsar, acababa de entrar un tren de fantasmas. El jefe de estación abrió una portezuela y subió al interior, para descubrir allí un amontonamiento de cuerpos degollados, despanzurrados, con los cráneos reventados. Piernas, brazos, troncos cubrían los pasillos. De un montón de cadáveres salió un ahogado gemido. Chani Singh exclamó al instante: «Estáis en Amritsar, aquí todos somos hindúes y sikhs. Está la Policía, no tengáis miedo». Varios heridos rebulleron entonces débilmente. La pesadilla quedaría grabada para siempre en la memoria del jefe de estación. Una mujer recogió la cabeza de su marido en medio de un charco de sangre y, gritando, la estrechó entre sus brazos. Unos niños se aferraron a sus madres asesinadas; hombres, locos de dolor, retiraron de un montón de cadáveres los cuerpos mutilados de sus hijos. Aturdido, el jefe de estación corría de un vagón a otro. En todos los compartimientos el espectáculo era el mismo. En el último le vencieron las náuseas y empezó a vomitar. Asfixiado por el hedor que despedían los cadáveres, cerró los ojos, preguntándose «cómo habían podido permitir los dioses semejante horror».

Cuando levantó la cabeza, descubrió en el costado del último coche, pintada con grandes letras blancas, la firma de los asesinos. Leyó: «Este tren es nuestro regalo de Independencia a Nehru».

En Calcuta, con sus oraciones y su rueca, Gandhi había conseguido aplacar a los barrios de chabolas, donde se esperaba un estallido de violencia superior en magnitud y en horror a los peores acontecimientos del Penjab. Se realizaba el milagro que había dejado presagiar la procesión nocturna de la víspera hacia Hydari Mansion. A través de toda la ciudad, que un año antes se hallaba cubierta por las víctimas de la jornada de acción directa de Jinnah, musulmanes e hindúes desfilaban juntos. Era, observó Pyarelal Nayar, secretario del Mahatma, «como si, después de los negros nubarrones de un año de locura, luciera de nuevo el sol de la razón y de la buena voluntad». Este inimaginable cambio se había acelerado al amanecer con la llegada a Hydari Mansion de un nuevo desfile, compuesto éste de muchachas musulmanas e hindúes. Habían caminado durante toda la noche para obtener el
darsan
de Gandhi. Su visita era la primera de un torrente de peregrinos que convergieron durante todo el día hacia su destartalada casa. Cada media hora, el Mahatma se veía obligado a interrumpir la meditación y su trabajo en la rueca para mostrarse a la multitud. Considerando este día como un día de duelo, no había preparado ningún mensaje de felicitación al pueblo que él había conducido a la libertad.

A un grupo de responsables políticos que acudieron en busca de su bendición, declaró: «Desconfiad del poder, pues el poder corrompe. No caigáis en sus trampas. No olvidéis que vuestra misión es servir a los pobres de las aldeas de la India».

Esa tarde, treinta mil personas —tres veces más que la víspera— acudieron en un concierto de caracolas para asistir a la oración pública de Gandhi. Éste les habló desde un estrado de madera apresuradamente levantado en un solar próximo, y les dio las gracias por la victoria de Calcuta. Deseó que su ejemplo inspirase a sus compatriotas del Penjab.

—Cuando se ha bebido la copa envenenada del odio, el néctar de la amistad debería parecer más dulce aún —declaró.

Con el rostro demacrado por la fatiga de un ayuno de veinticuatro horas, algo desacostumbrado en él, Sayyid Suhrawardy se dirigió luego a los presentes. El que era el jefe indiscutido de los musulmanes de Calcuta pidió a las entremezcladas multitudes que sellaran su reconciliación gritando con él:
Jai Hind\
, «¡Viva la India!».

Después de lo cual, los dos hombres recorrieron la ciudad en el viejo «Chevrolet» de Gandhi. Esta vez, no fueron acogidos con piedras e insultos. En todas las esquinas, las muchedumbres entusiastas rociaban el coche con agua de rosas proclamando su gratitud: «Gandhiji, tú eres nuestro salvador».

La ceremonia celebrada en un solar de Poona, a ciento ochenta kilómetros al sudeste de Bombay, era semejante a millares de otras que tenían lugar este 15 de agosto de 1947 en el nuevo dominio de la India. Era el acto de izar las banderas. Un detalle diferenciaba, sin embargo, el ritual observado en Poona. La bandera que ascendía lentamente por el improvisado mástil plantado en medio de un grupo de quinientos hombres, no era la bandera de la India independiente. Era un triángulo anaranjado en el que destacaba el símbolo que había aterrorizado a Europa durante diez años: la esvástica. Esta cruz gamada figuraba en el estandarte de Poona por la misma razón que había aparecido en las banderas del Tercer Reich de Hitler. Era un símbolo solar y cósmico introducido en la India por los conquistadores arios llegados del Noroeste más de tres mil años antes. Los hombres reunidos en Poona pertenecían al R.S.S.S., el movimiento hindú parafascista, algunos de cuyos miembros habían recibido orden de asesinar a Jinnah en Karachi cuarenta y ocho horas antes. Hindúes fanáticos, tenían por lo menos un punto común con el profeta de la no violencia: también ellos se sentían abrumados por la división de la India. Pero ahí cesaba la coincidencia. Odiaban a Gandhi y su acción. El héroe nacional de la India era, a sus ojos, enemigo declarado del hinduismo.

Su movimiento se fundaba en un viejo sueño histórico, el de reconstruir un gran imperio hindú que fuera desde las fuentes del Indo hasta el cabo Comorin. Consideraban la doctrina de no violencia como una filosofía de cobardes, apta para corromper la fuerza de carácter de los pueblos hindúes. No había lugar alguno en su ideario para la fraternidad y la tolerancia hacia la minoría musulmana de la India. En su calidad de hindúes, se consideraban los únicos sucesores de los conquistadores arios y, por consiguiente, los propietarios legítimos del país. Según ellos, los musulmanes no eran más que los descendientes de una tribu de usurpadores, la de los mogoles. Pero había sobre todo un pecado que nunca podrían perdonar al viejo liberador de la India. Esta acusación constituía por sí misma una cruel ironía. Consideraban a Gandhi —único político indio que, sin embargo, se había opuesto a ella hasta el fin— el responsable de la partición de la India.

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