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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (45 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Ahora, en el patio de esta casa en ruinas situada en el corazón de la ciudad del odio, se disponía a tomar la palabra en la última reunión de oración organizada en una India ocupada por los ingleses. Durante todo el día recibió a delegaciones de hindúes y les explicó la naturaleza del contrato de no violencia que proponía a Calcuta, esperando que la incansable repetición de su mensaje lograra crear un nuevo espíritu de fraternidad. La presencia de, por lo menos, diez mil personas en esta primera reunión de oración en Calcuta, indicaba que había sido oído.

—A partir de mañana quedaremos libres del yugo de Gran Bretaña —declaró—. Pero a partir de esta medianoche, la India se encontrará dividida. Mañana será un día de fiesta, pero también un día de duelo.

Advirtió a sus fieles que la independencia iba a cargar pesadas responsabilidades sobre los hombros de todos.

—Si Calcuta logra recuperar la razón y salvaguardar la fraternidad, quizá pueda ser salvada la India entera. Pero si las llamas de un combate fratricida envuelven al país, ¿cómo sobreviviría nuestra recién adquirida libertad?

El hombre que había sido el artífice de esta libertad reveló a sus partidarios que, personalmente, él no participaría en las fiestas de la independencia de la India. Pidió a sus discípulos que pasaran, como él, esta jornada histórica «ayunando y orando por la salvación de la India, e hilando lo más posible, pues esta querida rueca de madera era lo mejor para salvar a su país del desastre».

A pesar de los
Pakistan Zindabad
que habían seguido al automóvil de Jinnah a través de las calles de Karachi, el nacimiento del Pakistán se produjo en medio de una sorprendente apatía. Extrañamente, la atmósfera más alegre se dio en la Bengala musulmana, territorio convertido en el Pakistán Oriental, que sería un día el campo de batalla de la guerra de Bangla-Desh. Khwaja Nazimuddin, el nuevo Primer Ministro de la provincia, salió de Calcuta para Dacca, la nueva capital, a bordo de un minúsculo vapor adornado con banderas de la Liga musulmana, que serpenteó durante horas a través de las aguas del delta del Ganges hinchadas por el monzón. Cada vez que la pequeña embarcación se detenía ante las chozas de una aldea, la población acudía en un concierto de aclamaciones y de
Pakistan Zindabad
. «Todo el mundo cantaba —recuerda el hijo de Nazimuddin—, y había felicidad en todos los ojos».

En Lahore, capital de un Penjab que la ignorancia del trazado exacto de la frontera hacía más febril, el inglés Bill Rich ponía término a su misión de comisario de Policía. Con la ayuda de los agentes que permanecían en su puesto, había intentado en vano dominar la violencia. Pero, en el infierno de aquel verano sin monzón, el miedo y el odio inundaban la ciudad de las Mil y Una Noches de los reyes mogoles. El inglés consiguió en un registro el resumen de los últimos incidentes que había presenciado, triste informe que legaba a la posteridad. Luego, llamó a su sucesor musulmán.

Bill Rich sacó el formulario del traspaso de poderes. El documento estaba dividido en dos. En la parte izquierda, escribió: «He transmitido mis poderes en el día de hoy, jueves 14 de agosto de 1947», y firmó. El inglés saludó al musulmán, estrechó las manos de varios colaboradores que se hallaban todavía presentes y, luego, se marchó tristemente.

Dominando su agotamiento, Jinnah se pasó la tarde recorriendo una a una las habitaciones de la inmensa mansión de Karachi que, a medianoche, iba a convertirse en su residencia oficial. Nada escapaba a su mirada. Examinando minuciosamente el inventario, descubrió que faltaba un juego de croquet. Furioso, llamó a su ayudante de campo y dio su primera orden como gobernador general del Pakistán: encontrar y volver a poner en su sitio los palos y las culas desaparecidos.

El hombre que concibió primero el «sueño imposible» del Pakistán pasó la jornada del 14 de agosto solo en su modesta casita de campo de Cambridge en Inglaterra. No habría nunca desfiles triunfales por las calles de Karachi en honor del eterno estudiante Rahmat Ali; ninguna multitud le manifestaría su gratitud. Su sueño pertenecía ya a otro hombre, a aquel que lo había rechazado cuando le propuso convertirse en paladín de la liberación de su pueblo. Rahmat Ali dedicó ese día de gloria, en que su ambicioso proyecto se había convertido en realidad, a redactar una octavilla condenando a Jinnah por haber aceptado la partición del Penjab. Pero jugaba una partida perdida de antemano. Todo un pueblo agradecido iba a gastarse muy pronto el equivalente a quinientos millones de francos para construir en Karachi un mausoleo en memoria de Mohammed Ali Jinnah. Con el tiempo, el visionario que había inventado el Pakistán, sólo tendría una anónima tumba en un cementerio de Newmarket (Inglaterra).

Se pusieron en camino a la puesta del sol. Brincando como una zancuda, un flautista escoltaba el automóvil a través de las atestadas calles de Nueva Delhi. Cada cien metros se detenía, se agachaba hasta el asfalto y hacía vibrar el polvo con el aire que escapaba de su instrumento, mientras, en el interior del coche, los dos pasajeros mantenían una indiferencia celeste. Eran dos
sannyasin
, esos hombres que, en el ocaso de su vida, dejan a sus familias, abandonan sus bienes y emprenden la marcha por los caminos en una indigencia total, en busca del absoluto. Con el pecho desnudo, la frente cubierta de cenizas y sus largos y enmarañados cabellos cayéndoles como estopa sobre los delgados hombros, eran los peregrinos de una India secular. Sus únicos bienes materiales eran un largo bastón de siete nudos, una cantimplora de agua y una piel de antílope
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. En cuanto aparecía ante su taxi la silueta de un sari, apartaban la mirada. Pertenecían a una de las sectas más antiguas de la India, y las reglas de su Orden eran tan estrictas que no sólo habían de renunciar a toda presencia femenina, sino que ni siquiera tenían derecho a mirar a una mujer. Cada mañana se cubrían de cenizas, en recuerdo de la naturaleza efímera del cuerpo humano. Vivían de limosnas, consumiendo, sin sentarse jamás, su única comida diaria: unos cuantos tragos de
panchagavia
, brebaje sagrado compuesto por los cinco benéficos dones de la vaca: la leche, el yogur, el
ghi
(mantequilla purificada), la orina y el estiércol.

Aquella tarde del 14 de agosto, uno de estos santos hombres llevaba una bandeja de plata maciza sobre la que se hallaba plegada una banda de seda blanca bordada en oro: el
pitamharam
, el vestido de Dios. El otro sostenía un cetro esculpido, una vasija de agua santa procedente del río Tanjore, un saquito de cenizas y otro de arroz hervido que habían sido bendecidos por Nataraja, el Señor de la danza, en su templo de Chindambaram, cerca de Madrás.

La pequeña procesión atravesó las calles de la capital hasta la puerta de una modesta villa, en el número 17 de York Road. Allí, los emisarios de una India saturada de superstición y de magia tenían una cita con el profeta de una India nueva, la India de la ciencia y del socialismo. Del mismo modo que los hombres santos de antaño eran llamados a consagrar en sus poderes a los antiguos reyes de la India, así también los
sannyasin
habían acudido aquella tarde para ofrecer la consagración por las antiguas insignias de la autoridad al hombre que iba a asumir la dirección de una nación india moderna.

Rociaron a Jawaharlal Nehru con agua bendita, ungieron su frente con cenizas sagradas, colocaron el cetro entre sus manos y le envolvieron en el vestido de Dios. Para quien no había cesado jamás de proclamar el horror que le inspiraba la sola palabra de «religión», estos ritos eran la desoladora manifestación de todo lo que reprochaba a su país. No obstante, Nehru se sometió a ellos con humildad, estimando quizá que, en las difíciles horas que le esperaban, no se debía rechazar ninguna ayuda, ni siquiera la de las fuerzas ocultas en las cuales no creía.

En las guarniciones, residencias, despachos oficiales, bases navales, Fuerte William de Calcuta, de donde partió la conquista de la India; en el Fuerte San Jorge de Madrás, en el palacio de Simla, en Cachemira, en Nagaland, en Sikkim y en las junglas de Assam, millares de banderas británicas fueron arriadas por última vez en sus astas. Ninguna ceremonia oficial acompañó la desaparición, en el cielo indio, del pabellón que, durante tres siglos y medio, simbolizó el reinado de Gran Bretaña sobre aquella parte del mundo. Mountbatten había exigido que fuera así. El propio Nehru, deseoso de «no herir las susceptibilidades inglesas», había prohibido toda manifestación.

Al amanecer del día siguiente, la Unión Jack era sustituida en todas partes por la divisa amarilla, blanca y verde de la India independiente.

En las alturas del desfiladero de Khyber, el capitán Kenneth Dance, segundo oficial de los
Khyber Rifles
, único inglés todavía de guarnición en aquellos lugares, escuchaba los siete golpes de gong que resonaban en el silencio del atardecer. Conforme a una vieja tradición del Ejército de la India, este gong había sonado cada hora del día durante decenios, en atención a los cipayos indígenas que no podían comprarse un reloj y de los —más numerosos aún— que no habían sabido leer la hora. Al oír el último golpe de gong. Dance trepó al puesto de guardia, en lo alto del fuerte de Landi Kotal. Un corneta se hallaba presto para tocar retreta. Por debajo de los hombres, al pie de las murallas, el sinuoso sendero se deslizaba hacia la garganta, en dirección a Jamrud y al desfiladero por el que, desde hacía más de treinta siglos, habían caído los invasores sobre las llanuras de la India. En numerosos recodos, escudos esculpidos en la roca conmemoraban las batallas sostenidas por el ejército a que pertenecía Dance, recordando los sacrificios de sus compatriotas por la defensa de este histórico paso.

El corneta se puso firme y levantó su instrumento. Con el corazón oprimido, Dance arrió la bandera mientras sonaban las metálicas notas. La desató y la dobló cuidadosamente, decidido a llevársela «a lugar seguro en Inglaterra, de donde había venido». Luego regaló a su regimiento una gran campana de cobre que compró en una tienda de efectos navales de Bombay, para remplazar al gong del puesto de guardia. Había hecho grabar en él un breve mensaje: «Al
Khyber Rifles Regiment»
, de parte del capitán Kenneth Dance, 14 de agosto de 1947».

Aquella misma tarde, casi en el otro extremo de la India, una bandera británica era arriada de su mástil por primera vez en noventa años. La residencia del gobernador de Lucknow era el santuario de la India imperial, el relicario de los más gloriosos recuerdos del Imperio, la ciudadela cuya tenacidad había encarnado el poderío de Inglaterra ante la adversidad. Nadie había reconstruido sus ruinas, religiosamente preservadas desde el día de 1857 en que los 1.000 supervivientes de su guarnición habían aclamado a la columna de socorro que rompía el cerco de 87 días al que los habían sometido los sublevados indios.

Nuevo gobernador indio de la provincia, una mujer asistía al acto de arriar la bandera. Célebre poetisa, Sarojini Naidu era uno de los primeros discípulos de Gandhi. Había participado en sus
hartal
y prendido fuego a los montones de ropas
made in England
; se hallaba presente en la playa en que, en un gesto de desafío, el Mahatma había agitado hacia el cielo su puño lleno de sal. Sobre ella se habían abatido los golpes de los
lathi
ingleses, y hubo de pasar casi dos años en las cárceles británicas. Toda su vida se había ordenado en función de este instante: ver desaparecer la bandera inglesa del cielo indio.

Y, sin embargo, esta india, endurecida por tantas luchas, sintió que las lágrimas le corrían por las mejillas. Los soldados del destacamento de honor doblaron con cuidado la bandera. Mountbatten había ordenado que fuese enviada al rey Jorge VI como último recuerdo de aquel Imperio de la India que él no había podido visitar. Luego, el propio comandante tomó un hacha: en el mástil sagrado de Lucknow, jamás podría ondear el emblema de otra nación.

Apenas acababa Jawaharlal Nehru de quitarse de la frente las santas cenizas de los
sannyasin
y sentarse a la mesa para cenar, cuando sonó el timbre del teléfono en el despacho de su villa de Nueva Delhi. La comunicación eran tan mala, que su hija Indira lo oyó gritar para hacerse oír. La joven vio a su padre regresar con el rostro alterado. Incapaz de hablar, apoyó la cabeza en las manos y permaneció en silencio durante largo rato. Por fin, con los ojos brillantes de lágrimas, explicó que la llamada venía de Lahore. El agua de los barrios hindúes y sikhs de la vieja ciudad había sido cortada. Las gentes, sedientas, enloquecían en el tórrido calor del verano; las mujeres y los niños que se aventuraban fuera de sus
mahalla
para mendigar un cubo de agua, eran al punto asesinados por la población musulmana. Los incendios asolaban ya numerosos barrios.

Nehru se lamentó con voz apenas audible:

—¿Cómo voy a poder hablar esta noche a la nación? ¿Cómo voy a poder pretender que mi corazón se regocije por la independencia de la India, cuando sé que Lahore, nuestra bella Lahore, se encuentra en llamas?

La visión que obsesionaba a Jawaharlal Nehru se desplegaba en todo su horror ante los ojos de un joven oficial inglés de un batallón de gurkhas. Al cruzar con su jeep el puente que conducía a Lahore, el capitán Robert Atkins contó media docena de enormes surtidores de llamas que brotaban sobre la ciudad. Una imagen atravesó su mente, la del cielo abrasado de Londres la trágica noche del gran bombardeo de agosto de 1940.

Detrás de Atkins venían los doscientos hombres de su compañía, vanguardia de una columna de jeeps y camiones. Este batallón avanzaba hacia Lahore desde el amanecer. Pertenecía a los 55.000 hombres de la fuerza especial creada por Mountbatten para restablecer el orden en el Penjab. El capitán Atkins atravesó Lahore sin encontrar un alma. Lo acompañaba un silencio de muerte, punteado sólo por el lejano crepitar de los incendios.

Escrutando la amenazadora noche, Atkins pensó en la última velada que había pasado el año anterior con su padre, coronel del Ejército de la India. Habían discutido de política mientras jugaban al billar en el club de Madrás: «La India será muy pronto independiente; es inevitable —había predicho el coronel—, Pero ese día habrá un horrible baño de sangre».

Ningún pirómano había encendido la hoguera que ardía en el corazón de Nueva Delhi, en el jardín de la residencia del presidente del Parlamento indio, doctor Rajendra Prasad. Era el Fuego sacrificial, el que había consagrado, según los ritos védicos, el sacerdote brahmán que salmodiaba
mantras
ante las llamas. La Tierra, Madre universal; el Agua, fuente de la vida, y el Fuego, esencia de la energía y de la destrucción, componían el
trimurti
, la Trinidad del hinduismo. El fuego era un elemento indispensable de las fiestas rituales hindúes, el gran purificador, el vehículo divino que devolvía al hombre a sus orígenes, las cenizas de que había salido. «¡Oh, fuego —cantaba el sacerdote brahmán—, tú eres la mirada de los dioses y de los sabios! ¡Tú tienes el poder de penetrar en las más recónditas profundidades del corazón humano, para descubrir allí la verdad!»

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