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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (42 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Se decidió trasladar al cementerio de la iglesia de Cawnpore la siniestra fosa en que los rebeldes indios de la gran sublevación de 1857 habían arrojado los mutilados restos de 950 hombres, mujeres y niños. La inscripción que inflamaba esta matanza fue discretamente ocultada, a fin de no herir el amor propio indio.

Muchas despedidas antes de partir fueron acompañadas de escenas típicamente británicas. Al no querer que los valerosos poneys —cuyo galope les había hecho ganar tantos partidos de polo— terminaran sus días entre las varas de una
tonga
, numerosos oficiales prefirieron matarlos de un pistoletazo. En la imposibilidad de encontrar una digna hospitalidad para la trailla de caza a caballo de la Escuela de Estado Mayor de Quetta, el coronel George Noel Smith hizo matar a sus cien perros. La tarea de dar muerte a «nuestros queridos y viejos compañeros, con los que habíamos celebrado tantas competiciones deportivas fue —recuerda el coronel— una de las más dolorosas» de su carrera. En un consejo del virrey se planteó incluso el futuro del «Club Canino» en una India dividida.

Mountbatten dio órdenes formales para que permanecieran todos los recuerdos oficiales del Imperio. Los impresionantes retratos de Clive, de Hastings y de Wellesley, así como las vigorosas estatuas de su bisabuela Victoria. Todos los trofeos, la plata, las banderas, los uniformes, las chucherías; todos los testigos del reinado y de las pompas de la Inglaterra imperial, debían ser legados a la India y al Pakistán, que harían de ellos el uso que quisiesen.

Gran Bretaña deseaba —declaró Lord Ismay— que «los dos nuevos Estados puedan recordar con orgullo nuestros tres siglos de asociación con la India. Tal vez no quieran esos recuerdos, pero eso les corresponderá a ellos decirlo».

Las órdenes del virrey no impidieron que desaparecieran algunos tesoros de la dominación británica. Desesperados por tener que abandonar sus regimientos, hubo oficiales que llevaron hacia sus brumosas guarniciones insulares los trofeos deportivos ganados en el polvo del Decán o del Penjab. En Bombay, dos inspectores de Aduanas fueron llamados al despacho de su jefe, Victor Matthews, quien se disponía a regresar a Inglaterra.

—Puede que estemos liquidando el imperio —gruñó este último—, pero no vamos a abandonar ese tesoro a los indios.

Señalaba un gran baúl metálico colocado detrás de su mesa y cuya única llave poseía él. John Ward Orr, uno de sus dos subordinados, abrió ceremoniosamente el baúl, esperando ver aparecer alguna fabulosa escultura hindú o un Buda cubierto de joyas. Para su estupefacción, comprobó que estaba lleno de libros cuidadosamente apilados. Este «tesoro» constituía un homenaje supremo a las virtudes del espíritu burocrático. Era la colección completa de las obras pornográficas que las Aduanas británicas habían confiscado desde hacía cincuenta años, juzgándolas demasiado escabrosas para el país cuyos templos estaban, sin embargo, adornados con las esculturas más eróticas jamás labradas por la mano del hombre. John Ward Orr hojeó una de las obras, un álbum titulado
Las treinta posturas del amor
. Comprobó que las prosaicas posturas que en él se representaban, no tenían más relación con los exquisitos refinamientos eróticos de los dioses hindúes representados en los templos de Khajuraho, que la que podía tener una mujerona de café-concierto comparada con la gracia de una primera bailarina de la Ópera.

Mattews tendió solemnemente la llave del baúl a William Witcher, el más antiguo de sus adjuntos. Ahora podía marcharse tranquilo de la India, anunció: el mayor «tesoro» de las Aduanas permanecería en manos inglesas
[28]
.

Como siempre, estaba solo. Encerrado en su silencio, Mohammed Ali Jinnah se dirigía hacia una lápida sepulcral del cementerio musulmán de Bombay. Había acudido para hacer algo que harían también en los próximos días millones de musulmanes. Antes de partir para su tierra prometida del Pakistán, Jinnah depositó un último ramo de flores sobre la tumba que dejaba para siempre tras de sí. Jinnah era un hombre notable, aunque, probablemente, nada en su vida había sido más notable o, en todo caso, más insólito, que el profundo y apasionado amor que había profesado a su mujer. Su amor y su matrimonio habían desafiado casi todas las reglas de la sociedad india de su época. En realidad, Ruttie Jinnah no hubiera debido ser enterrada en este cementerio islámico. La esposa del mesías musulmán de la India no había nacido en la religión de Mahoma: era una parsi, miembro de la secta que descendía de los zoroastrianos adoradores del fuego de la Persia antigua y que depositaban los cuerpos de sus muertos en lo alto de torres para que fuesen devorados por los buitres.

A los cuarenta y un años, durante uñas vacaciones en Darjeeling, y cuando parecía destinado al celibato, Jinnah se había enamorado locamente de Ruttie, la hija de uno de sus amigos. Tenía veinticuatro años menos que su pretendiente y quedó literalmente fascinada por él
[29]
. Enloquecido de cólera, el padre de la muchacha obtuvo una sentencia de un tribunal que prohibía a su ex amigo volver a ver a la muchacha; pero el día en que cumplió los dieciocho años, llevando en brazos su perrito por todo equipaje, la enamorada Ruttie huyó del hogar de su millonario padre y se casó con Jinnah.

Su matrimonio duró diez años. Muy bella, la seducción de Ruttie Jinnah llegó a ser legendaria en Bombay, ciudad ya famosa por el esplendor de sus mujeres. Gustaba de envolver su silueta en saris diáfanos, o exhibirse en vestidos que se amoldaban a su cuerpo y que escandalizaban a la buena sociedad. Era a la vez una mundana y una ardiente nacionalista india.

Pero la diferencia de edad y de carácter tenía que provocar inevitables crisis. Con frecuencia, la exuberancia de la joven puso a su marido en situaciones embarazosas y comprometió su carrera política. Pese a su pasión, el austero Jinnah encontró cada vez más difícil entenderse con su inconstante y ávida esposa. Su sueño se derrumbó una tarde de 1928, cuando la mujer que amaba, pero a la que no había logrado comprender, lo abandonó. Un año más tarde, en febrero de 1929, ella moría víctima de una dosis excesiva de morfina, que utilizaba para calmar los dolores del mal incurable que padecía. Jinnah, herido ya por la humillación pública de su marcha, quedó abrumado de pesar. Al arrojar el primer puñado de tierra en la tumba sobre la que ahora depositaba sus flores, lloró como un niño. Fue la última manifestación pública de la emotividad de Jinnah. A partir de ese día, consagró su vida al despertar de los musulmanes indios.

El monóculo era el único accesorio de
gentleman
británico que había conservado Jinnah. Había renunciado a sus ricos trajes y a sus elegantes zapatos de cuero negro y blanco. Mohammed Ali Jinnah volaba hacia Karachi, su capital, vestido como raras veces lo había estado desde que, cincuenta años antes, saliera de este puerto para ir a estudiar Derecho en Londres. Llevaba una larga y estrecha guerrera sherwani, abrochada hasta la barbilla, y
churidar
, pantalones ajustados hasta los tobillos.

Su joven ayudante de campo, el teniente de navío Sayyid Ahsan —hasta entonces ayudante de campo favorito del virrey, que le había asignado personalmente, por sus excepcionales cualidades, para velar por el nuevo gobernador general del Pakistán—, acompañó a Jinnah hasta la escalerilla del plateado «DC 3» prestado por Mountbatten. Antes de penetrar en el avión, el dirigente musulmán se volvió para abrazar con la mirada la capital en que había librado su combate por un Estado islámico. «Supongo —dijo— que es la última vez que contemplo Nueva Delhi».

Su casa del número 10 de Aurangzeb Road había sido vendida. Durante años había organizado en ella la lucha, sentado sobre un gigantesco mapa de la India en plata, en el que estaban trazadas las fronteras de su «sueño imposible». Por una ironía del destino, su nuevo propietario era un rico industrial hindú llamado Seth Dalmia. Dentro de unas horas, allí donde había ondeado el estandarte verdiblanco de la Liga musulmana, haría flamear «la bandera sagrada de la vaca», emblema de otra Liga: la de la Prohibición del Sacrificio de Vacas, cuyo cuartel general sería, en lo sucesivo, la ex residencia de Jinnah.

Agotado por el esfuerzo que le había exigido subir los pocos peldaños que conducían a su avión, Jinnah se desplomó en su asiento, jadeando. Permaneció impasible, con la mirada inmóvil, mientras el piloto ponía en marcha los motores y conducía el aparato hacia la pista. En el instante en que el «DC 3» despegó, el joven Sayyid Ahsan le oyó murmurar, como para sí mismo: «Se ha vuelto una página».

Todo el tiempo que duró el vuelo lo dedicó a saciar su pasión por la lectura de periódicos. Los cogía uno a uno del montón situado a su izquierda, los leía, los volvía a doblar cuidadosamente y los depositaba en el asiento, a su derecha. Ningún rastro de emoción se traslució en su rostro al leer los entusiásticos reportajes consagrados a su triunfo. No pronunció una sola palabra en todo el viaje, no delató el menor sentimiento, no dejó escapar la más mínima indicación sobre lo que podía sentir en el momento en que su sueño se convertía en realidad. Cuando el avión llegó a las proximidades de Karachi, su ayudante de campo, Sayyid Ahsan, descubrió súbitamente, bajo las alas del aparato, «el inmenso desierto por el que avanzaba un blanco mar de gentes». El reflejo del sol realzaba la blancura de los vestidos. Fátima, la hermana de Jinnah, le cogió la mano con excitación.

—¡Jinn, Jinn, mira! —exclamó.

Jinnah volvió la cabeza hacia la ventanilla. Su rostro se mantuvo imperturbable.

—Sí —murmuró entre dientes—, hay mucha gente.

El dirigente musulmán estaba tan extenuado por el viaje que al detenerse el «DC 3» ni siquiera tenía fuerzas para levantarse de su asiento. Sayyid Ahsan le ofreció su ayuda, pero Jinnah le rechazó. El Quaid i-Azam no haría su entrada en su capital apoyado en el brazo de otro hombre. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se incorporó para descender la pasarela y abrirse camino hacia su automóvil a través de la jubilosa multitud.

El mar humano que habían visto desde el avión se desplegaba a todo lo largo del recorrido hasta el centro de la ciudad. De millares de corazones brotaban vivas ininterrumpidos,
Pakistan Zindabad¡
y
Jinnah Zindabad¡

Sin embargo, atravesaron un barrio en el que la multitud se mantenía silenciosa. «Un barrio hindú —observó Jinnah—. Después de todo, no tienen muchos motivos para alegrarse». Con la misma impasibilidad de que había dado pruebas durante todo el trayecto desde Nueva Delhi, Jinnah pasó ante la casa de dos pisos de greda amarilla en que naciera el día de Navidad de 1876.

Sólo al subir lentamente la escalinata del antiguo palacio de los gobernadores británicos, se relajó su impenetrable máscara. Aquel alargado edificio iba a ser su residencia oficial. Deteniéndose en lo alto de la escalera para recuperar el aliento, se volvió hacia su joven ayudante de campo. Por unos instantes, algo parecido a una sonrisa iluminó su rostro.

—¿Sabe usted? —le confió—. No creía que pudiera llegar a ver el Pakistán.

Antes de que pasaran 36 horas iba a tener fin la epopeya de Gran Bretaña en la India. De las entrañas de la India inglesa iban a nacer dos países que serían, respectivamente, la segunda y la quinta naciones del Globo. La aventura terminaba mucho antes de lo que nadie había previsto, incluido el propio virrey cuando, cinco meses antes, su avión despegó de las brumas del aeródromo de Northolt para poner rumbo hacia Oriente.

Sin embargo, una preocupación obsesionaba a Mountbatten. Él quería que la desaparición del Imperio se efectuara en una apoteosis de gloria, una explosión de simpatía y de amistad que prefigurasen los excepcionales lazos que debían persistir entre Inglaterra y las antiguas joyas de su Imperio.

Pero esta atmósfera podía degradarse en cualquier momento. Bastaba con hacer público el resultado del trabajo de Sir Ciryl Radcliffe. Consciente de que las dos partes iban a impugnar con violencia el arbitraje del jurista inglés, Mountbatten había ordenado que sus conclusiones permanecieran secretas hasta el 16 de agosto. Sabía que su decisión representaba un grave riesgo. La India y el Pakistán nacerían sin que los dirigentes de ninguno de los Estados conociesen los componentes fundamentales de su país, el número de sus ciudadanos y los límites de su territorio. Millares de personas, en centenares de pueblos del Penjab y de Bengala, estaban condenados a pasar la jornada del 15 de agosto en el miedo y la incertidumbre. ¿Cómo celebrar una independencia que se ignoraba si iba a ser fuente de felicidad o de tragedia?

Mas, para centenares de millones de personas, aquél sería un día de euforia. «Dejemos a los indios saborear su día de la Independencia —se decía el virrey—; ya tendrán tiempo de sobra para descubrir el reverso de la medalla».

He decidido
—telegrafió a Londres—
actuar de manera que los dirigentes indios no puedan conocer el trazado de las fronteras antes del 15 de agosto. Todos nuestros esfuerzos y nuestras esperanzas de establecer buenas relaciones entre Inglaterra, la India y el Pakistán el día de la Independencia, correrían el riesgo de verse frustrados si actuásemos de otro modo
.

El informe de Sir Ciryl Radcliffe llegó al palacio del virrey la mañana del 13 de agosto. Mountbatten mandó guardar los dos sobres amarillos destinados a Jinnah y a Nehru en el cofrecito de cuero verde de sus despachos oficiales. Durante las 72 horas siguientes, mientras la India danzaba y cantaba, las nuevas fronteras trazadas por el jurista inglés permanecían en el cofrecito como los malos espíritus encerrados en la caja de Pandora, esperando sólo una vuelta de llave para entregar su cruel contenido a un continente desbordado por el júbilo.

En los cuarteles, acantonamientos, fuertes y puestos de campaña, soldados hindúes, sikhs y musulmanes del gran Ejército que la partición mutilaba al mismo tiempo que la península, se dirigían a tributar un último homenaje. En Nueva Delhi, los hombres de los escuadrones sikhs y dogra del
Probyn’s Horse
—uno de los más antiguos y más célebres regimientos de caballería— ofrecieron un gigantesco banquete a sus camaradas del escuadrón musulmán que se separaban de ellos. Todos saborearon juntos, en el terreno destinado a los desfiles, un festín compuesto de montañas de humeante arroz, de pollo al
curry
, de kebab de carnero y de dulces tradicionales hechos de arroz, de caramelo, de canela y de almendras. Cuando se hubo consumido todo, los sikhs, los hindúes y los musulmanes se dieron la mano para danzar una última
bhangra
, alocada tarándola, apoteosis de la velada más conmovedora de la historia del regimiento.

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