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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (40 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Aprovechando su instrucción militar y su experiencia con explosivos, los sikhs debían volar los trenes especiales que transportaban de la India al Pakistán el personal y la parte de la herencia material destinados al nuevo Estado. Tara Singh había instalado ya un puesto de transmisiones y un operador para comunicar la salida y el itinerario de otros convoyes a las bandas armadas encargadas de atacarlos y destruirlos.

La responsabilidad de la segunda operación había sido confiada a la R.S.S.S., cuyos miembros hindúes, contrariamente a los sikhs, podían hacerse pasar fácilmente por musulmanes. La organización se proponía infiltrar en la ciudad de Karachi a los militantes más violentos. Se ignoraba su número, pero cada uno de ellos había recibido una granada «Mills» británica. Como estos hombres no se conocían entre sí, la realización de detenciones aisladas no podría comprometer el conjunto de la operación.

El 14 de agosto, estos asesinos debían situarse a lo largo del itinerario que habría de seguir el cortejo que conduciría a Mohammed Ali Jinnah desde la Asamblea Nacional hasta su residencia oficial, a través de las calles en fiesta. Así como un joven fanático servio había sumido a Europa en los horrores de la Primera Guerra Mundial, bastaba uno solo de estos terroristas para asesinar al Pakistán en la persona de su fundador, a la sazón en la cúspide de su gloria, arrojando una granada contra su automóvil descubierto. El R.S.S.S. esperaba que el furor provocado por este asesinato se extendiera por todo el subcontinente indio, desencadenando una salvaje guerra civil de la que los hindúes —más numerosos— saldrían fatalmente vencedores.

Al oír estas palabras, Jinnah se puso blanco como el papel. Liaquat Ali Khan urgió a Mountbatten que mandara detener inmediatamente a todos los dirigentes sikhs. El virrey vacilaba. También esto corría el riesgo de desencadenar la guerra civil deseada por el R.S.S.S.

Volviéndose hacia el inspector de Policía, preguntó:

—Supongamos que ordeno al gobernador del Penjab que proceda a practicar esas detenciones, ¿qué ocurriría?

Ante esta perspectiva, Savage pensó prosaicamente: «¡Bueno, yo me cagaría en los pantalones!» Sabía que los jefes sikhs vivían en el refugio de su Templo de Oro de Amritsar, cuyos sótanos estaban repletos de armas. Ningún policía sikh o hindú aceptaría ir a desalojarlos de allí, y era inconcebible la intervención de policías musulmanes.

—Lamento tener que decirlo, pero no quedan suficientes elementos leales en la Policía del Penjab para realizar una acción de esa naturaleza —respondió—. Me repugna insistir, pero no veo ningún modo de cumplir tal orden.

Tras profunda reflexión, Mountbatten anunció que iba a pedir su opinión a Sir Evan Jenkins, gobernador del Penjab, y a los dos responsables encargados de gobernar, después de la independencia, las partes pakistaní e india de la provincia.

Al oír esta decisión, Liaquat Ali Khan saltó literalmente de su sillón.

—¡Entonces, lo que usted quiere es que asesinen al señor Jinnah! —exclamó indignado.

—Si es así como ve usted las cosas —replicó secamente el virrey—, sepa que yo subiré al mismo coche que él y que, si él ha de morir, yo moriré también. Pero, aunque esto fuese posible, no tengo intención de hacer encarcelar a los jefes de seis millones de sikhs sin la conformidad de estos tres gobernadores.

Aquella misma noche el inspector Savage regresó a
Lahore
, portador de una carta para el gobernador Jenkins que tuvo buen cuidado de ocultar en su calzón. Cuando leyó el mensaje, la persona que conocía el Penjab mejor que nadie se encogió de hombros en señal de impotencia.

—No podemos hacer nada para impedirles actuar —suspiró, tristemente, Sir Evan Jenkins.

Cinco días después, durante la noche del 11 al 12 de agosto, los comandos sikhs de Tara Singh ejecutaron la primera parte del plan preparado por la R.S.S.S. Dos cargas de gelignita colocadas en la vía férrea hicieron saltar el tren especial del Pakistán, a nueve kilómetros de la estación de Giddarbaha, en el distrito de Ferozepore, en el Penjab.

El jurista británico que hasta entonces no había puesto jamás los pies en la India, acababa de comenzar su labor de vivisección. Encerrado en la villa de persianas verdes que el virrey había puesto a su disposición en los terrenos de palacio, asfixiándose bajo el oprimente calor de Nueva Delhi, Sir Cyril Radcliffe trazaba sobre su mapa de Estado Mayor del
Royal Engineers
las fronteras que separarían a ochenta y ocho millones de indios.

El plazo que le habían impuesto todas las partes le condenaba a cumplir su misión en la soledad de esta casa. Privado de todo contacto con las grandes entidades vivas que se disponía a diseccionar, sólo podía prever las consecuencias de sus golpes de bisturí sobre aquellas tierras hormigueantes de vida, remitiéndose a datos abstractos, mapas, estadísticas e informes.

Todos los días cortaba un sistema de irrigación implantado en el suelo del Penjab como venas en la piel de un hombre, sin poder calibrar sobre el terreno las repercusiones de su trazado. Sabía que en el Penjab el agua era la vida, y que quien controlaba el agua controlaba la vida. Sin embargo, era incapaz de seguir el curso de su lápiz sobre la red de canalizaciones, de presas, de pantanos. Mutilaba arrozales y campos de té sin haberlos visto jamás. No había podido visitar ni una sola de las centenares de aldeas a través de las cuales iba a pasar su frontera, sin hacerse una idea de los dramas que originaría para pobres campesinos súbitamente privados de sus campos, de sus pozos, de sus caminos. Nunca tendría la posibilidad de ver las cosas sobre el terreno y atenuar ninguna de las tragedias humanas que provocarían sus decisiones. Habría comunidades que quedarían amputadas de sus culturas; fábricas, de sus fuentes de aprovisionamiento; centrales eléctricas, de sus líneas de distribución. Todo ello, a causa de la demencial necesidad en que se encontraba de cortar diariamente decenas de kilómetros de un país cuya economía, agricultura y, sobre todo, población, le eran casi por completo desconocidas.

El mismo material de que disponía era con frecuencia lastimoso. Carecía de mapas a gran escala, y las informaciones suministradas sobre los otros resultaban a veces erróneas. Así advirtió que los cinco ríos del Penjab tenían una curiosa tendencia a discurrir en ocasiones a varios kilómetros del cauce que les habían asignado los servicios hidrográficos oficiales. Las estadísticas demográficas que debían constituir su referencia básica eran inexactas y perpetuamente falsificadas por las partes interesadas, para apoyar sus antagónicas pretensiones.

De las dos provincias, Bengala fue la que menos complicaciones le planteó. Radcliffe sólo vaciló sobre la suerte de Calcuta. La reclamación de la ciudad por parte de Jinnah le parecía justificada: permitiría una salida natural del yute hacia las fábricas de transformación y el puerto de exportación. Pero la gran mayoría hindú de su población representaba en su opinión un factor más importante que las consideraciones económicas. Una vez establecido este principio, el resto era relativamente sencillo. Sin embargo, su frontera era «sólo un trazo de lápiz sobre un mapa», con todo lo que ello suponía de arbitrario. En la inextricable maraña de marismas y llanuras semiinundadas de Bengala, no existía ninguna barrera geológica que pudiera servir de línea de demarcación natural.

Por el contrario, el reparto del Penjab era empresa sumamente delicada. Las poblaciones musulmanas e hindúes que habitaban Lahore en proporción casi igual, reivindicaban la ciudad con la misma pasión. Para los sikhs, Amritsar y su Templo de Oro sólo podían pertenecer a la India; pero su ciudad estaba rodeada de zonas pobladas por musulmanes. En realidad, toda la provincia era un mosaico de comunidades dispares, imbricadas entre sí. Si intentaba delimitar una frontera que respetase la integridad de estas comunidades, Radcliffe corría el riesgo de crear una miríada de minúsculos enclaves, el acceso a los cuales resultaría incierto; por el contrario, si se esforzaba en inspirarse en imperativos geográficos e imponer una frontera más práctica, habría de cortar por lo sano.

El jurista inglés recordaría siempre el tórrido calor de estas semanas de verano, una humedad cruel, sofocante, aniquiladora. Tres habitaciones de su residencia estaban atestadas de mapas, de documentos, de informes mecanografiados en centenares de impalpables hojas de papel de arroz. Cuando trabajaba, en mangas de camisa, las hojas se le pegaban a los húmedos brazos, dejándole pequeños y extraños estigmas sobre la piel: la huella de unas cuantas palabras que significaban quizá las esperanzas o las desesperadas súplicas de centenares de miles de seres humanos. Suspendido del techo, un ventilador agitaba el caldeado aire. A veces, impulsadas por alguna misteriosa descarga eléctrica, las aspas enloquecían y llenaban la villa de violentas ráfagas de aire caliente. Las hojas se arremolinaban entonces en torbellinos por la habitación, tempestad simbólica que presagiaba el triste destino que esperaba a las infortunadas aldeas del Penjab.

Radcliffe comprendió que seguiría un baño de sangre a la promulgación de su plan de reparto. Sabía que un viento de demencia comenzaba a soplar sobre ciertas aldeas, las mismas que él se disponía a dividir. Tras siglos de apacible vida en común, hindúes y musulmanes se lanzaban unos contra otros en un frenesí de muerte y destrucción.

Aparte de estas informaciones, no tenía prácticamente ningún contacto con el exterior. En cuanto se aventuraba en una recepción o una cena, se veía inmediatamente rodeado por una multitud de personas que le asaltaban con sus peticiones. Su única distracción era un corto paseo. Todas las tardes, caminaba a lo largo del terraplén en el que, en 1857, los ingleses habían reunido sus fuerzas para aplastar las sublevaciones de Delhi.

Hacia medianoche, deshecho de fatiga, salía a dar una vuelta bajo los eucaliptos de su jardín. El joven funcionario que le servía de ayudante le acompañaba de vez en cuando. Prisionero de sus angustias, Radcliffe solía recorrer en silencio el jardín. A veces, los dos hombres conversaban. Pero el sentido de las conveniencias impedía que Radcliffe comunicara a nadie sus preocupaciones, y su joven ayudante era demasiado discreto para formular la menor pregunta. Entonces, estos dos antiguos alumnos de Oxford hablaban de Oxford en la cálida noche india.

Lentamente, en pequeños trazos, tomando primero las decisiones más fáciles, Radcliffe dibujó su frontera. Un pensamiento le obsesionaba sin cesar: «Realizo este terrible trabajo lo más rápidamente y lo mejor que puedo —se decía—, pero todo esto no servirá para nada. Haga lo que haga, cuando haya terminado se matarán unos a otros».

En el Penjab había empezado ya la tragedia. Habían dejado de ser seguras las carreteras y las vías férreas de la provincia mejor administrada de la India. Hordas de sikhs merodeaban por los campos, lanzándose sobre las aglomeraciones y los barrios musulmanes. Era tan violenta la ola de asesinatos y saqueos que se abatió sobre Lahore, que un inspector de Policía británico tuvo «la impresión de que la ciudad entera estaba a punto de suicidarse». La Oficina Central de Correos estaba inundada de millares de tarjetas postales dirigidas a hindúes y sikhs. Mostraban cadáveres de hombres mutilados, de mujeres violadas y degolladas. Al dorso, la misiva anunciaba: «Ésta es la suerte de nuestros hermanos y nuestras hermanas cuando caen en manos de los musulmanes. ¡Huid antes de que esos salvajes os hagan lo mismo a vosotros!» Esta guerra psicológica era obra de la Liga musulmana, que trataba de sembrar el pánico entre los hindúes y los sikhs.

En los barrios residenciales —cuyos habitantes se sentían antaño tan orgullosos de su tolerancia— apareció en las paredes de las casas de los musulmanes la media luna verde del Islam, con la esperanza de que este signo les protegería de los saqueadores correligionarios. En la puerta de su hogar de Lawrence Road, un hombre de negocios, perteneciente a la pequeña comunidad de los parsis, que evitaba el frenesí religioso, inscribió un mensaje que constituía una especie de epitafio al desvanecido sueño de Lahore. «Los musulmanes, los sikhs y los hindúes son todos hermanos —decía—. Pero, oh, hermanos míos, esta casa pertenece a un parsi».

Al multiplicarse las defecciones entre los policías indígenas, la responsabilidad de contener esta ola de violencia recayó en un pequeño puñado de inspectores británicos. «No había tiempo de conmoverse —cuenta Patrick Farmer, que en quince años de servicio en el Penjab no había hecho más que un solo disparo—. Aprendía uno a utilizar primero la metralleta, y a preguntar después».

Otro inspector, Bill Rich, recuerda, sus patrullas nocturnas en jeep a través de los desiertos bazares de la ciudad vieja iluminados por los incendios, mientras llegaba desde los tejados el penetrante aviso de los vigías musulmanes, gritando de calleja en calleja: «¡Cuidado, cuidado, cuidado…!»

Dedicados en cuerpo y alma a la India; orgullosos de servir en la Policía, y convencidos, pese a todo, de su aptitud para mantener el orden en el Penjab, estos hombres sufrían doloridamente el drama que inflamaba su provincia. Acusaban a los instigadores, a los sikhs, a la Liga musulmana. Mas, por encima de todo, culpaban al «arrogante almirante» que residía en su palacio de Nueva Delhi y a «su odiosa prisa por poner fin al reinado de la Gran Bretaña en la India».

La propia Naturaleza parecía aliarse contra ellos. Días tras día escrutaban el cielo en busca de las nubes de un monzón que se negaba a llegar. Sólo sus torrenciales trombas hubieran podido apagar los incendios, y sus tornados de aire fresco, disipar el horno que enloquecía a aquellos hombres. El monzón había sido siempre el arma más eficaz para sofocar un disturbio, pero era un arma sobre la que los policías no tenían ningún control.

La situación todavía era peor en Amritsar. Se mataba en las callejuelas de los bazares con la misma naturalidad con que se escupía en ellas. Los hindúes habían ideado una táctica particularmente cruel. Vestidos de musulmanes, se acercaban a verdaderos musulmanes y les arrojaban a los ojos ácido nítrico o sulfúrico. Los incendiarios lanzaban antorchas a las casas y tiendas.

Finalmente, fueron llamadas tropas británicas como refuerzos, y se decretó un toque de queda de cuarenta y ocho horas. Pero estas medidas no aliviaron en absoluto la situación. Como último recurso, Rule Dean, el jefe de la Policía, utilizó una estratagema que no mencionaba ningún manual de mantenimiento del orden. Una día, después de una explosión de violencia particularmente salvaje, envió a la banda de música de la Policía a la plaza mayor. Allí, en el corazón de una ciudad a punto de naufragar en el fuego y la sangre, desgañitándose para cubrir el crepitar de los incendios, los músicos de la Policía interpretaron fragmentos de
Gilbert y Sullivan
, una opereta popular cuyas melodías constituían la última esperanza de hacer volver a la razón a una ciudad en plena locura.

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