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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (67 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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En uno de ellos, Nathuram Godsé conoció al que se convertiría más tarde en su socio, Narayan Apté. Fundado en enero de 1944 por iniciativa de Savarkar, su periódico había pasado a ser el órgano de Prensa más virulento de la India central. Su publicación acababa, incluso, de ser provisionalmente suspendida por orden del Gobierno provincial de Bombay a causa de su apoyo al «Día Negro» de protesta contra la partición, organizado el 3 de julio de 1947 por Savarkar y el partido nacionalista
Hindu Mahasabha
.

La función de cada socio en este periódico reflejaba exactamente las diferencias de sus personalidades. Apté era el hombre de negocios, el administrador, el creador; Godsé, el pensador, el escritor, el orador. Tan rígido, tan inflexible en sus concepciones morales como Apté flexible, conciliador y siempre dispuesto a concluir un acuerdo susceptible de reportar unas cuantas rupias suplementarias. Godsé vivía como un asceta dentro de la tradición de los
sadhu
. A excepción de su irreprimible afición al café, se desinteresaba de la comida. Vivía junto a su taller de sastre en una especie de celda monacal amueblada con un solo
charpog
, un camastro de cuerdas entretejidas. Se levantaba todas las mañanas a las cinco y media al ruido del agua que brotaba bruscamente en su lavabo cuando el Ayuntamiento de Poona abría las válvulas de la distribución matinal.

Apté, por el contrario, encarnaba el tipo clásico de persona amante de la vida y los placeres. En cuanto reunía algunos ahorros, se iba a Bombay para hacerse un traje en la mejor sastrería. Adoraba la buena cocina, el whisky y, en general, todos los placeres de la existencia. Mientras que Godsé se había apartado de la religión hindú para abrazar los ideales políticos de su ídolo Savarkar, el epicúreo Apté se pasaba el tiempo en los templos, avisando a los dioses con un toque de campana, depositando ofrendas a los pies de numerosas divinidades. Sus ciencias preferidas eran la astrología y la lectura de las rayas de la mano.

Aunque no vacilaba en predicar la violencia para despertar al pueblo hindú, Godsé era incapaz de soportar la vista de la sangre. Un día que se desplazaba al volante del viejo «Ford» de Apté, los transeúntes le detuvieron para pedirle que llevara al hospital a un niño gravemente herido. «Ponedlo detrás —gimió—, pues corro el riesgo de desmayarme si veo toda esa sangre». Sin embargo, Godsé era un entusiasta de las novelas policíacas de Perry Mason y de las películas de violenta y aventuras. ¡Cuántas veladas había pasado en una butaca de una rupia del cine «Capitole» de Poona, deleitándose con las hazañas de Al Capone en
Scarface
y las de los soldados armados con sables de
La carga de la caballería ligera!

Si Apté no se perdía nunca una reunión mundana, Godsé rehuía el contacto con la gente, que le hacía sentirse incómodo. Tenía pocos amigos. «Quiero permanecer solitario en mi trabajo», explicaba. Pero, sobre todo, era su actitud hacia las mujeres lo que enfrentaba a los dos hombres. Ninguna tarea, por urgente que fuera, podía apartar a Apté de una posible conquista. De su matrimonio había nacido un niño deforme, lo que le convenció de que un «mal ojo» había arrojado un maleficio sobre su esposa. Habiendo cesado toda relación sexual con ella, encontraba generosas compensaciones en otros lugares. Durante muchos años profesor de Matemáticas en la escuela de una misión americana de Ahmednagar, en realidad se había dedicado a iniciar a sus jóvenes alumnos en las sutilezas eróticas del
Kama-sutra
. Su mirada cautivadora y su encanto le valían una sólida reputación de seductor.

Godsé, por su parte, odiaba a las mujeres. A excepción de su madre, no soportaba su presencia. Había renunciado a sus derechos de primogénito y abandonado el domicilio familiar para no tener que sufrir el menor contacto físico con sus cuñadas. Al ver un día a una enfermera en la sala del hospital de Poona adonde había sido trasladado sin conocimiento a consecuencia de una jaqueca fulminante, Godsé se envolvió en una sábana y huyó para no correr el riesgo de ser tocado por una mano femenina. Sin embargo, pese a esta repulsión —o quizás a causa de ella—, las palabras que continuamente salían de su pluma para describir los horrores del Penjab eran las de «violación» y «castración».

A los veintiocho años, Godsé había hecho el voto de brahmacharya y renunciado al acto carnal. Aparentemente, se había mantenido fiel a su voto. Se cree que, antes de tomar esta decisión, no había tenido más que una sola experiencia sexual en la que su iniciador había sido su mentor político, Vir Savarkar.

Duodécima estación del viacrucis de Gandhi:
«Cuchillos y lanzas al sol del invierno»

La pequeña ciudad de Panipat, a noventa kilómetros al noroeste de Nueva Delhi, sirvió en tres ocasiones de escenario a las grandes batallas que permitieron a los conquistadores mogoles controlar el camino que conducía hacia la capital de la India. Ahora, estaba cerca de ser el punto de origen de una nueva oleada de invasores, la de los miserables «desarraigados», que en trenes enteros continuaban volcándose sobre la India procedentes del Pakistán.

La estación no era más que un gran campo de refugiados. Una tarde de finales de noviembre, el jefe de estación hindú Devi Dutta vio de pronto a una banda de furiosos sikhs saltar de su tren todavía en marcha para abalanzarse blandiendo sus
kirpan
contra el primer musulmán que vieron. El jefe de estación voló en auxilio del desventurado, gritando a los atacantes la única frase que acudió a su mente de funcionario respetuoso con los reglamentos: «¡Nada de asesinatos en el andén de mi estación, por favor!» Los sikhs obedecieron. Arrastraron a su víctima detrás del edificio, donde le cortaron la cabeza. Luego, se lanzaron hacia los barrios musulmanes de la ciudad.

Hora y media después, un automóvil transportaba al único socorro que ese día podía impedir un pogrom general de los musulmanes de Panipat: el Mahatma Gandhi. Para el salvador de Calcuta, el mantenimiento en una ciudad india de sus habitantes musulmanes tenía valor de símbolo. Pues la única India que Gandhi aceptaba considerar era aquella en que hindúes, sikhs, musulmanes, cristianos y parsis vivieran en paz unos junto a otros.

Sin protección alguna se dirigió hacia la multitud de refugiados sikhs que ocupaban los accesos de la estación.

—Id a abrazar a los musulmanes de esta ciudad y pedidles vosotros mismos que se queden —les dijo—. Impedidles que se marchen al Pakistán.

Un gruñido de hostilidad acogió esta exhortación.

—¿Han violado a tu mujer? ¿Han cortado en pedazos a tu hijo? —gritaron varias voces.

—Sí —respondió Gandhi—, han violado a mi mujer, han matado a mi hijo porque vuestras mujeres son mis mujeres, vuestros hijos, mis hijos.

Mientras hablaba, una guirnalda de sables, de cuchillos, de lanzas había empezado a brillar al pálido sol de invierno.

—Esos instrumentos de violencia y de odio no podrán resolver ningún problema —suspiró.

La noticia de su presencia se extendió como un relámpago a través de la ciudad. Saliendo de sus barrios fortificados, los musulmanes corrieron hacia la plaza del mercado, donde las autoridades municipales se apresuraban a levantar un pequeño estrado e instalar altavoces para una improvisada reunión de oración. Hindúes y sikhs afluyeron a su vez. Como el
maidan
de Calcuta dos meses y medio antes, en ocasión de la fiesta del
Id-ud-Fitr
, la gran plaza de Panipat no tardó en quedar llena de una multitud pendiente de los labios de un anciano de quien esperaba un nuevo prodigio.

El milagro había empezado ya. Los refugiados de la estación llegaron también para mezclarse con los habitantes y oír a Gandhi. Con un nudo en la garganta, obligado constantemente a aclararse la voz, como si se hallara estrangulada por los sollozos, Gandhi se enfrentó a la multitud con la única arma que poseía, la palabra. Definió de nuevo su ideal político, «ese ideal que hace de todos nosotros, hindúes, sikhs, musulmanes, cristianos, los hijos y las hijas de nuestra madre común la India». A los rostros angustiados de los refugiados, les ofreció toda la compasión de su alma. Pero les suplicó que no dejaran que el espíritu de crueldad y de venganza invadiera sus corazones. Como siempre había predicado a las desventuradas masas de su país, les imploró que encontraran en su desgracia los gérmenes de una próxima victoria.

Una tímida corriente de simpatía pareció caldear a la concurrencia. Aquí y allá, un sikh tendió la mano a un musulmán. Varios musulmanes ofrecieron su chaleco o una manta a sikhs que tiritaban de frío bajo el viento invernal. Otros distribuyeron
chapati
y bombones a los hijos de los refugiados.

Dos horas después, Panipat llevaba en triunfo hacía su coche a la persona que había recibido con burlas. Pero la victoria de Panipat no tendría futuro. Aunque la intervención de Gandhi había salvado, sin duda, millares de vidas humanas, no extirpó el miedo que anidaba en los musulmanes de la ciudad. Antes de que transcurriera un mes, los veinte mil descendientes de una de las más antiguas comunidades musulmanas de la India decidieron finalmente abandonar su tierra natal y huir al Pakistán. «El Islam —observaría tristemente Gandhi el día de su marcha— ha perdido la cuarta batalla de Panipat».

Gandhi también la había perdido.

El
sadhu
de barba negra y vestido con un
dothi
color naranja con el que discutía Narayan Apté, el administrador del periódico
Hindu Rashtra
, no era un verdadero
sadhu
. Este atuendo servía de disfraz al traficante de armas Digambar Badgé para encubrir sus ilícitas actividades. Pues este falso
sadhu
era famoso en la región de Poona mucho más por la riqueza de sus antecedentes judiciales que por su piedad. En el curso de los diecisiete años transcurridos, había sido detenido 37 veces bajo diversas acusaciones: posesión ilegal de armas, asaltos a Bancos a mano armada, asesinatos. Pero la Policía no había podido reunir nunca las pruebas suficientes para condenarle. Tan sólo una vez, en 1930, cumplió un mes de cárcel por haber respondido al llamamiento de una campaña de desobediencia civil promovida por Gandhi y cortado árboles en un bosque comunal.

Bajo la tapadera de una pequeña librería, Badgé poseía en Poona un
shastra bhandar
, una «tienda de armas» clandestina. En el fondo de su establecimiento estaba almacenada toda una colección de bombas de fabricación casera, municiones, explosivos, puñales, picos y sables, «garras de tigre», en resumen, todos los instrumentos homicidas tan ampliamente utilizados por los degolladores del Penjab. Entre cliente y cliente, Badgé y su anciano padre «tejían» igualmente un extraño accesorio por el que eran célebres entre los asesinos a sueldo, inutilizadores de sindicatos y políticos sin escrúpulos: una cota de malla a prueba de balas como las que llevaban los caballeros de la Edad Media.

El administrador del
Hindu Rashtra
era uno de los mejores clientes del falso
sadhu
. Desde el mes de junio, Apté le había comprado armas diversas por valor de más de tres mil rupias. Pues continuamente estaba organizando complots. Uno de ellos había tenido por objeto asesinar a Jinnah por medio de granadas de mano con ocasión de una reunión de la Liga musulmana en Nueva Delhi. Más tarde, al saber que el fundador del Pakistán tenía que ir a Ginebra, Apté decidió ir a ejecutarle a Suiza. Mas, para su desesperación, Jinnah, enfermo, no salió del Pakistán. Muy recientemente, Apté había ido a Hyderabad para fomentar allí acciones guerrilleras y estudiar la posibilidad de matar al nizam.

—Estoy preparando un nuevo golpe —le cuchicheó al falso
sadhu
—, un golpe muy importante. Voy a necesitar granadas, cartuchos explosivos y, sobre todo, revólveres.

Badgé parecía reflexionar. No poseía en almacén ninguno de esos artículos, y se había tornado difícil obtener revólveres. Sin embargo, no era hombre que dejara pasar un negocio.

—Tenga un poco de paciencia —sugirió—, tendré la mercancía para finales de diciembre.

Decimotercera estación del viacrucis de Gandhi:
«Hemos crucificado a Cristo vivo»

Según su fiel secretario Pyarelal Nayar, el Mahatma Gandhi parecía en aquellos primeros días de diciembre de 1947 «el hombre más triste que se haya visto jamás». La tragedia del éxodo de los musulmanes de Panipat había terminado de desgarrar su corazón. Además, ahora que sus compañeros ocupaban los puestos de un poder tan largo tiempo esperado, Gandhi sentía que se había alzado una barrera psicológica entre él y aquellos a quienes había guiado en la lucha por la independencia. Se preguntaba si no se había tornado inútil, incluso embarazosa, su presencia en este país que tanto había contribuido él a liberar.

«Si la India no necesitaba ya de la no violencia —se interrogaba—, ¿puede necesitarme todavía a mí?» No experimentaría ninguna sorpresa, confió, si los dirigentes indios declarasen un día: «Ya estamos hartos de este viejo. ¿Por qué no nos deja tranquilos?»

Mientras llegaba ese día, no tenía ninguna intención de conceder el menor respiro a sus antiguos compañeros. Atacó la creciente corrupción de la Administración india y los extravagantes banquetes que ofrecían los ministros cuando millones de refugiados morían de hambre. Los acusó de estar «hipnotizados por las seducciones del progreso científico y los éxitos económicos de Occidente». Criticó el sueño de Nehru de querer promover el Estado socialista ideal al precio de una excesiva centralización del poder. El pueblo se parecería a «un rebaño de corderos dependiendo del pastor para que les encontrase los mejores pastos. Pero los cayados de los pastores —advertía Gandhi— se convirtieron siempre en barras de hierro, y los pastores en lobos».

Cuidado, seguía declarando, «los nuevos intelectuales de la India se disponen a industrializar la nación sin preocuparse de los intereses de mis queridos campesinos». La solución que preconizaba para hacer frente a este peligro inspiraría un día no lejano a Mao Tse-Tung. Que se envíen a las aldeas a estos tecnócratas, «que se les haga beber el agua de los charcos en que se bañan los aldeanos y se revuelca y se abreva su ganado, que se les obligue a ellos también a encovar bajo el ardiente sol sus cuerpos de habitantes de la ciudad. Entonces empezarán a comprender quizá las preocupaciones de los campesinos».

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