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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (71 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Pero fue en la indiferente y hostil capital de Nueva Delhi donde se produjo el cambio más asombroso. Desde cada barrio, bazar o
mahalla
, grandes muchedumbres se lanzaron hacia Birla House. Los almacenes y las tiendas cerraron sus puertas en señal de respeto hacia la lucha del Mahatma. Hindúes, sikhs y musulmanes formaron «brigadas de la Paz» y atravesaron la ciudad cogidos de la mano repartiendo a los transeúntes peticiones que suplicaban a Gandhi que pusiera fin a su ayuno. Numerosos camiones cruzaban las avenidas llenas de jóvenes que exclamaban: «La vida de Gandhiji es más preciosa que la nuestra». Se cerraron las escuelas y las Universidades, y centenares de estudiantes y de profesores desfilaron cantando: «Queremos morir antes que nuestro Mahatma». Conmovedor testimonio de amor, doscientas viudas y huérfanos de las matanzas del Penjab acudieron en procesión a Birla House para anunciar que iban a renunciar a su miserable ración alimenticia de refugiados y asociarse al ayuno de Gandhi.

Este extraordinario torrente de emoción que sacudía a todo un pueblo no afectó apenas a la persona que lo había inspirado. Gandhi se mantenía desconfiado. Esta vez, su ayuno había tardado mucho en conmover a sus compatriotas. Además, estaba decidido a no ceder, a ir más lejos de lo que podía, a fin de provocar el cambio decisivo que deseaba ver instalarse en el corazón de los indios.

—No tengo prisa —anunció a la ansiosa concurrencia llegada para participar en la reunión de oración.

Aun amplificada por el altavoz, su voz no era más que un murmullo apenas audible.

—No quiero que las cosas se hagan a medias.

Jadeando después de cada palabra para recuperar el aliento, amenazó:

—Dejaré de tener el menor interés por esta vida si la paz no vuelve en torno a nosotros, en toda la India, en todo el Pakistán. Ése es el sentido de mi sacrificio.

Nehru se acercó a la cabecera de su cama al frente de una delegación de dirigentes políticos y religiosos para asegurarle que la atmósfera de Nueva Delhi se había transformado radicalmente. Casi malicioso, Gandhi les dijo:

—No os inquietéis. No renunciaré. Hagáis lo que hagáis, es preciso que sea sincero. No quiero nada que no sea sólido.

En el mismo instante, llegó un telegrama de Karachi. Se preguntaba en él si los musulmanes que habían sido expulsados de sus casas podían regresar ahora y volver a instalarse en Nueva Delhi.

—He aquí una buena prueba —murmuró en seguida Gandhi.

Apoderándose del telegrama, Pyarelal Nayar, su fiel secretario, se lanzó a un recorrido por los campos de la capital para explicar a los refugiados hindúes y sikhs que la vida de Gandhi dependía de ellos. Antes de que cayera la noche, más de mil voluntarios habían firmado una declaración por la que se comprometían a acoger a los musulmanes que regresaran para ocupar sus domicilios, aun cuando este regreso les privara de albergue a ellos. Una delegación de refugiados se dirigió a Birla House para convencer al Mahatma de que algo había cambiado realmente.

—Vuestra huelga de hambre ha conmovido profundamente el corazón de los hombres en todo el mundo —declaró su portavoz—. Os prometemos trabajar con el fin de hacer de la India una patria única para los musulmanes, para los sikhs, los hindúes y las demás comunidades. ¡Os suplicamos que pongáis fin a vuestro ayuno y salvéis a la India de la miseria!

Sushila Nayar vigilaba con angustia los titubeos de la aguja. Podía parecer paradójico, pero, en este quinto día de ayuno, la joven médico quería desesperadamente que la báscula acusara una sensible pérdida de peso. Su esperanza se vio defraudada. La deficiencia renal de Gandhi se había agravado. Le amenazaba ahora un ataque fulminante de uremia.

Los tres especialistas llamados a la cabecera de Gandhi no pudieron sino confirmar el pronóstico de Sushila Nayar. Los índices de acetona y ácido acético habían aumentado. Su aliento demostraba por sí solo la fuerte concentración de ambas sustancias. Su tensión arterial había descendido por debajo de 8. Su pulso era rápido, imperceptible; los latidos de su corazón, irregulares.

Los cuatro médicos no habían necesitado sus instrumentos para establecer un diagnóstico. A la primera ojeada, todos habían comprendido que el estado de su paciente era desesperado. Gandhi no podía sobrevivir más de dos o tres días. Su muerte, podía, incluso, sobrevenir dentro de las próximas veinticuatro horas. En la mañana del sábado 17 de enero, su boletín médico lanzaba un S.O.S. al país:

«Es nuestro deber informar a la nación que debe adoptar sin demora todas las medidas necesarias y cumplir las condiciones exigidas para poner fin al ayuno del Mahatma Gandhi».

La mujer sintió oprimírsele el corazón cuando el expreso de Bombay se detuvo entre una nube de vapor junto al andén de la estación de Poona. «Soy la única —pensó, mirando a la muchedumbre de viajeros—, la única, que sabe por qué va mi marido a Nueva Delhi».

En la maleta de Gopal Godsé se encontraba el revólver de calibre 7,63 comprado el día anterior por doscientas rupias a un camarada que trabajaba en un depósito militar de Poona. Había comprobado su buen funcionamiento disparando varias balas en un bosquecillo próximo a su casa. Su esposa era la única persona a quien había revelado el objeto de su viaje. Ella compartía apasionadamente sus convicciones políticas y le había bendecido con todo su orgullo y gratitud. Ahora, levantaba hacia él su hijita de cuatro meses, Asilata, «Hoja de Espada», para un beso de despedida. «Estábamos en la flor de nuestra juventud —diría casi treinta años más tarde al evocar la marcha de su marido en la estación de Poona—, soñábamos en amor y revolución».

Cuando Gopal llegó ante la portezuela de su vagón, la mujer se apretó contra él.

—Ocurra lo que te ocurra, no te preocupes —le dijo—. Siempre encontraré un medio para educar a nuestra hija.

Le dio un paquete de
chapati
que había preparado para el trayecto. Luego retrocedió, y Gopal subió al tren. Éste se puso en marcha casi en seguida. Agitando la gordezuela mano de su hija, la mujer miró la silueta de su marido hasta que se perdió de vista, dirigiéndole en silencio «todos los deseos de éxito» de su corazón de esposa y de militante.

A pesar de su desesperado estado, que acababa de suscitar el S.O.S. de los médicos, Gandhi conservaba toda su lucidez. Entraba en la tercera y última fase de una huelga de hambre. Los dos primeros días se caracterizan siempre por intensos dolores de estómago y retortijones de hambre. Luego, al tiempo que desaparece la necesidad de alimento, sobrevienen dos o tres días de mareos y náuseas. Hacia el quinto día, el espíritu se sobrepone de pronto al cuerpo.

Una extraña serenidad había invadido al Mahatma. Aparte de un persistente dolor en las articulaciones, que Manu le friccionaba con
ghi
, no sufría. Mientras Sushila Nayar y sus tres colegas calculaban el número de horas de vida que le quedaban, él hacía apaciblemente en el reverso de sobres viejos sus páginas de escritura en la lengua bengalí cantada por el poeta que había sido el primero en llamarle «Mahatma», Rabindranath Tagore.

Cuando hubo terminado, le hizo a Pyarelal Nayar seña de que se acercara. No le habían abandonado su infalible sentido de la oportunidad. Si, como le habían anunciado sus partidarios, su ayuno estaba a punto de alcanzar su objetivo, había llegado el momento de asegurarse de que este cambio en el corazón de la India no era una simple llamarada de compasión destinada a salvarle la vida. Dictó a Pyarelal una carta en la que enumeraba las siete condiciones indispensables para poner fin a su ayuno. Deberían firmarla los dirigentes de todas las organizaciones políticas de Nueva Delhi, incluidos sus adversarios extremistas del
Hindu Mahasabha
. Estas condiciones constituían un admirable catálogo de reivindicaciones que afectaban a casi todos los aspectos de la vida de la ciudad. Iban desde la restitución a los musulmanes de las 117 mezquitas convertidas en albergues o en templos por los refugiados hindúes y sikhs, hasta el levantamiento del boicot impuesto a los comerciantes musulmanes en los bazares de la Vieja Delhi y la seguridad de los viajeros musulmanes en los trenes indios.

Pyarelal Nayar corrió a presentar las exigencias de Gandhi al Comité de Paz que se había constituido para salvarle la vida. Una atmósfera de excitación y fiebre como no se había conocido desde el día de la Independencia envolvía esta tarde a la capital. Desde Connaught Circus hasta la última callejuela de sus bazares, la ciudad ardía en fervor popular. Por todas partes se formaban comitivas. Se había paralizado la vida comercial. Las oficinas, los almacenes, los talleres, las fábricas, los cafés, habían sido cerrados. Cerca de cien mil personas de todas las castas y de todas las religiones se congregaron en un gigantesco mitin sobre la explanada de la Gran Mezquita para gritar a sus dirigentes que aceptaran las condiciones de la carta de Gandhi. Los mercaderes de frutas hindúes de Sabzimandi, uno de los barrios más agitados de la capital, corrieron a comunicar a Gandhi que habían puesto fin al boicot a sus colegas musulmanes.

En Birla House, el Mahatma se debilitaba de hora en hora. A los momentos de lucidez sucedían largas fases de postración, interrumpidas por instantes de delirio. Alguien propuso añadir unas cucharadas de zumo de naranja a su próximo vaso de agua. Al oír tal sugerencia, emergió súbitamente de su coma, abrió los ojos y anunció que semejante sacrilegio le obligaría a ayunar durante veintiún días. Sushila Nayar le suplicó entonces que le autorizase a aplicarle ventosas en los riñones, con la esperanza de que la revulsión provocada por las pequeñas campanas de vidrio lograra activar su funcionamiento. Se negó.

—Pero,
Bapuji
—protestó—, las ventosas forman parte de la medicina natural que aceptáis.

—Hoy —murmuró débilmente—, sólo Dios forma parte de mi medicina natural.

Jawaharlal Nehru abandonó su despacho de Primer Ministro para ir a velarle junto a la cabecera del lecho. La agonía del anciano era un espectáculo insoportable para quien había sido su más ferviente discípulo durante los largos años de cruzada común. Tuvo que desviar la mirada para ocultar sus lágrimas.

Llegaron también Louis Mountbatten y su esposa. El ex virrey quedó asombrado al descubrir que, en medio de su dura prueba, Gandhi conservaba «su aire malicioso» y que, incluso, era capaz de muestras de humor.

—Ah —bromeó el Mahatma al saludar a sus visitantes—, así que tengo que hacer una huelga de hambre para que la montaña venga al ratón.

Conmovida, Edwina sintió un nudo en la garganta.

—No te entristezcas —le consoló su marido, a quien el valor de Gandhi había impresionado vivamente—, está a punto de ganar su combate.

Ningún fenómeno está más profundamente arraigado en la conciencia india, ninguna necesidad es más unánimemente sentida que la de un
darsan
, tan preciso le es el contacto con la imagen de lo absoluto, la que da el sabio o el símbolo de la divinidad. El
darsan
—la «vista»— es a la vez un encuentro, una bendición, la transmisión de una influencia espiritual benéfica a través de una indefinible corriente. Este encuentro puede ser el de un personaje excepcional, o de una manifestación de la naturaleza, o de un lugar privilegiado. Un indio puede experimentar la alegría del
darsan
cuando, después de haber recorrido centenares de kilómetros, ve aparecer el Ganges ante sus ojos. O bien, cuando se sumerge en sus aguas sagradas. O, también, cuando participa en una cremación, en una ceremonia religiosa, en una fiesta, incluso en un mitin político. Pero es sobre todo la vista de un sabio, de un santo, de un maestro, lo que procura a las multitudes indias la satisfacción mística del
darsan
.

En la tarde del sábado 17 de enero, la ancestral y permanente búsqueda india se manifestó ante dos hombres separados por más de mil kilómetros y el infranqueable abismo de sus concepciones, dos hombres cuyos nombres no tardaría en reunir la inexorable corriente de la Historia.

La voz que se dirigía esa tarde a los innumerables fieles llegados para participar en la oración sobre el césped de Birla House no era más que un susurro. Gandhi solamente pudo pronunciar unas cuantas palabras separadas por largas y jadeantes pausas.

—Nadie puede salvar mi vida o poner fin a ella —declaró—. Esta facultad corresponde solamente a Dios.

Después de la oración, los fieles formaron una larga fila para el
darsan
. La angustia se reflejaba en los rostros de estos hombres y mujeres, la mayoría de los cuales se hallaban cubiertos de lágrimas. Todos sabían que Gandhi había llegado esta vez a las fronteras de la muerte. Y, mientras cruzaban lentamente el césped de Birla House bajo la mortecina luz del ocaso, muchos se preguntaban si no iban a contemplar por última vez a la gran alma de la India. El patético
darsan
duró más de una hora, el tiempo que tardó la silenciosa columna en desfilar ante el Mahatma, dormido en su mantón blanco, derramando con respeto pétalos de flores.

El
darsan
de Nathuram Godsé y Narayan Apté, los dos fanáticos que habían decidido matar a Gandhi, se desarrolló en el otro extremo de la India, en la desconchada casa de Bombay donde vivía el mesías del hinduismo extremista en cuyo nombre iban a cometer el crimen.

Los dos brahmanes saludaron respetuosamente a «Vir» Savarkar tocándole los pies y, luego, le presentaron un último informe de la situación. Todo estaba dispuesto. Karkaré y Madanlal Pahwa habían llegado a Nueva Delhi con las granadas, los artefactos explosivos de efecto retardado y la rudimentaria pistola que había proporcionado Badgé. Gopal Godsé estaba a punto de reunirse con ellos con un segundo revólver. Badgé iba a partir también. En cuanto a ellos, se les reunirían dentro de unas horas a bordo del «DC-3» de «Air India». Savarkar podía estar orgulloso de sus discípulos: su inteligencia y su valor iban a hacer desaparecer por fin a quien había aceptado la vivisección y la violación de la India. Sin embargo, nada en su actitud fría y reservada delató lo que de embriagador tenía para él esta perspectiva. No se traslució en su rostro la menor emoción. Acompañándoles hasta la verja de su casa, se limitó a posar sus manos en los hombros de Godsé y Apté.

—Conseguidlo —dijo—, y volved.

Una riada humana de tres kilómetros de longitud marchaba hacia Birla House para implorar a Gandhi que pusiera fin a su ayuno, multitud de pancartas y banderolas rugiendo un mismo grito salido de cien mil pechos: «Salvemos a Gandhi».

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