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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (68 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Si los dirigentes indios actuaban ya sin tener en cuenta al viejo profeta, tampoco él les consultaba. Un día de diciembre, llamó al industrial de Bombay que le había dado albergue a la salida de su última prisión inglesa para confiarle una misión que no debía revelar a nadie, ni siquiera a Nehru o a Patel. Estaba destinada a preparar la realización del sueño que acariciaba desde hacía semanas.

—Vaya a Karachi —le pidió—, y organice mi visita al Pakistán.

El industrial no dio crédito a sus oídos.

—Esa idea es una locura —declaró—. Puede usted estar seguro de que nos asesinarán si pone en práctica su proyecto.

—Nadie puede acortar mi vida un solo minuto —respondió Gandhi—. Pertenece a Dios.

Gandhi sentía, no obstante, que, antes de emprender esta nueva cruzada, debía intentar una vez más restablecer el orden en su propio país. «¿Qué rostro podría ofrecer yo a los paquistaníes si aquí el incendio continuase abrasándolo todo?», se lamentaba.

Ningún incendio le torturaba tanto como el que rugía en Nueva Delhi. Los musulmanes de la capital insistían en afirmar que la única garantía de su seguridad era la presencia de Gandhi entre ellos. La Policía, cuyas filas estaban llenas de refugiados hindúes y sikhs, se mostraba violentamente hostil a los musulmanes. Otros supervivientes del éxodo del Penjab se apoderaban todos los días de sus mezquitas y de sus casas.

El hecho de que la paz de la capital de la India independiente dependiera, en definitiva, de la fuerza de las armas y no de la «fuerza del alma» de sus habitantes, desesperaba a Gandhi. Se hundía en silencios meditativos cada vez más frecuentes, silencios que precedían siempre en él a una decisión importante. A medida que el año tocaba a su fin, su melancolía pareció agravarse.

«A lo largo de los tiempos, el mundo ha lapidado siempre a los profetas antes de erigir templos en su memoria —declaró una tarde a un grupo de visitantes ingleses—. Hoy, adoramos a Cristo, pero hemos crucificado a Cristo vivo». Por su parte, su conducta se inspiraría en la antigua máxima de Confucio: «Conocer el bien y no hacerlo es cobardía».

Las manchitas aparecidas en la radiografía pulmonar de Mohammed Ali Jinnah se extendían inexorablemente. Durante unas semanas, la voluntad sobrehumana del fundador del Pakistán pareció contener el progreso de la tuberculosis que le roía. Logrado su sueño, esta energía había perdido súbitamente su vigor, y el mal se desarrollaba de nuevo. Jinnah salió de Karachi el domingo, 26 de octubre, para realizar una breve visita a Lahore. «Al marcharse, parecía tener sesenta años —cuenta el coronel inglés E. S. Birnie—, A su vuelta, cinco semanas después, aparentaba ochenta». Postrado por una tos y una fiebre extenuantes, durante su estancia en Lahore prácticamente no había abandonado el lecho.

A medida que sentía escapársele sus fuerzas, una extraña melancolía parecía apoderarse del dirigente musulmán. Se hizo más solitario y distante que nunca, manteniendo celosamente en su puño las riendas del poder, como si, al final de su vida, no pudiera soportar la idea de confiar a otros el futuro de su obra por fin realizada. Mientras yacía tendido en su lecho, montones de legajos y expedientes se apilaban en su puerta a la espera de sus decisiones. Se tornó hipersensible a las críticas. Parecía, anotó Birnie en su Diario, «un niño que hubiera recibido la Luna y no quisiera prestársela a nadie, ni siquiera por un instante».

Una obsesión parecía asediar, sobre todo, a Jinnah. Tenía la convicción de que sus viejos adversarios hindúes del Congreso estaban decididos a impedir que el Pakistán remontara el vuelo y a provocar su hundimiento después de su muerte. Por todas partes, en Cachemira, en el Penjab, en Junagadh, descubría los signos de una vasta política india tendente a destruir lo que la partición había permitido crear. El golpe fatal sobrevino a mediados de diciembre. La India anunció que se negaba a transferir al Pakistán la suma de 550 millones de rupias (800 millones de francos) que debía conforme a las condiciones del reparto financiero acordado antes de la independencia en tanto no quedara arreglada la cuestión de Cachemira. La India afirmaba querer evitar con ello que este dinero sirviera para comprar armas destinadas a matar soldados indios en Cachemira.

Esta actitud colocaba a Jinnah en una situación crítica. El Pakistán estaba prácticamente en bancarrota, y sus arcas casi vacías. Fue preciso reducir los sueldos de los funcionarios. Una última humillación esperaba al creador del Pakistán. Un cheque de su Gobierno extendido a nombre de la BOAC por el flete de aviones necesarios para el transporte de refugiados fue devuelto sin pagar… por falta de suficiente provisión de fondos.

¡Cuántas cosas habían cambiado desde sus cruciales entrevistas de la primavera de 1947 en este mismo palacio de Nueva Delhi! Entonces, Louis Mountbatten y Mohandas Gandhi parecían tener entre sus manos el destino de cuatrocientos millones de hombres. Ahora, la Historia se hacía sin ellos. El Comité de urgencia, con el que el antiguo virrey ofreció a la India un fugaz retorno al poder británico, había sido disuelto. Él mismo volvió a convertirse en un jefe de Estado constitucional cuya autoridad dependía, sobre todo, de sus calurosas relaciones con los dirigentes indios.

Acurrucado en su sillón, con los pies descalzos recogidos como de costumbre bajo los faldones de su
dhoti
y aire triste y fatigado, el viejo profeta mostraba en su rostro la huella de todos los sufrimientos de su país. Rechazados sus ideales por la mayoría de sus partidarios, impugnado su mensaje por tantos de sus compatriotas, hacía pensar en un despojo que la marea de los acontecimientos hubiera arrojado a la playa.

Sin embargo, pese a la amargura que la partición de la India hubiera podido causarle, no había cesado de crecer la simpatía personal que Gandhi profesaba al almirante inglés. Tenía la sensación de que sólo Mountbatten había comprendido realmente el sentido de su acción después de la Independencia. Cuando, pocas semanas antes, Louis y Edwina emprendieron vuelo hacia Londres para asistir a la boda de la princesa Isabel con su sobrino el príncipe Felipe, Gandhi les había manifestado su afecto con un gesto conmovedor. Cuidadosamente embalado en su «York MW 102», al lado de las esculturas de marfil, las miniaturas mogolas, la plata y las joyas, obsequio de los antiguos maharajás y nababs de la India, se encontraba el presente del liberador de la India a la joven que había de ceñir un día la corona de la emperatriz Victoria: una mantelería tejida con hilo de algodón hilado por el propio Gandhi.

El Mahatma tenía una confianza ciega en la integridad política de Mountbatten. Estaba convencido de que, mientras éste continuara siendo gobernador general, el Gobierno indio no podría realizar impunemente ningún acto contrario al honor y al interés del país.

Gandhi tenía razón. Durante las cuatro últimas semanas, Lord Mountbatten había ejercido toda su influencia y utilizado su inmenso prestigio para defender causas que el Mahatma juzgaba vitales para el futuro de su país. Se había esforzado primeramente por impedir una guerra general entre la India y el Pakistán a propósito de Cachemira. No había vacilado en someter su amistad con Nehru a una prueba casi insoportable a fin de lograr que la India aceptara llevar el conflicto a las Naciones Unidas. Incluso le había sugerido al Primer Ministro británico Clement Attlee que acudiera personalmente para ejercer la función de árbitro en el conflicto entre los dos dominios. Se había opuesto a la decisión de su Gobierno de retener los 550 millones de rupias debidos al Pakistán. Consideraba que el impago de esta suma podía lanzar a la desesperación y a la guerra a un Jinnah en bancarrota. Cualesquiera que fuesen sus razones, se trataba de un acto contrario a la moral y al respeto a las reglas internacionales… Este dinero era propiedad del Pakistán. Negarse a pagarlo era un robo. Pero sus argumentos no habían conmovido a Nehru ni a Patel. Éstos no tenían intención de inflamar a la ya traumatizada opinión pública transfiriendo al Pakistán fondos que servirían para fomentar una guerra en Cachemira.

Animándose de pronto, Gandhi anunció con su débil voz un proyecto del que aún no había hablado a Nehru, a Patel ni a ninguno de sus compañeros. Hacía semanas, explicó, que sus amigos musulmanes de Nueva Delhi le habían pedido que les diera un consejo: ¿debían quedarse en la India y correr el riesgo de ser asesinados, o abandonar la lucha y huir al Pakistán? Su respuesta había sido siempre: «Quedaos, aun a riesgo de morir». Pero los peligros eran ya demasiado grandes para que continuara hablando así. Por eso, reveló, había decidido emprender una nueva huelga de hambre, una huelga que le conduciría si era preciso hasta la muerte «para lograr una reunión de los corazones de todas las comunidades de Nueva Delhi», una reconciliación provocada «no por alguna presión exterior, sino por un despertar del sentido del deber».

El gobernador general pareció estupefacto. Sabía que era completamente inútil discutir con Gandhi. Y sentía demasiada estima y respeto «por el inmenso valor fundado en la fe y las convicciones de toda una vida» que implicaba esta voluntad.

—Creo que no existe sacrificio más noble y admirable que ése —respondió—. Os admiro profundamente y, además, creo que vais a triunfar allá donde los demás han fracasado.

Al pronunciar estas palabras, se le ocurrió una idea a Louis Mountbatten. Este nuevo desafío iba a dar un arma moral y una fuerza incalculable al viejo Mahatma. Durante su agonía, tendría sobre el Gobierno de la India una influencia que nadie podría obtener jamás. Lo que a él le habían negado, Nehru y Patel se verían obligados a concedérselo al Gandhi moribundo en su jergón de Birla House.

La negativa de la India a pagar al Pakistán las sumas que se le debían, constituía para Gandhi un acto verdaderamente deshonroso. Cuando un hombre o un Gobierno asumía libremente un compromiso, no tenían derecho a retractarse de su palabra. Además, quería que su país ofreciera al mundo un ejemplo de moralidad internacional, que estableciera a escala mundial el poderío de «la fuerza del alma». Le resultaba intolerable que, al día siguiente de su nacimiento, la India pudiera hacerse culpable de semejante villanía. Su huelga de hambre iba a adquirir una dimensión nueva. No ofrecería su vida solamente para que Nueva Delhi recuperase la paz. Lo haría por el honor de la India. Fijaría como condición indispensable para el fin de su ayuno el respeto por parte de la India a su compromiso hacia el Pakistán.

«Hoy no quieren escucharme —declaró Gandhi, con el rostro iluminado por una maliciosa sonrisa—, pero, una vez comenzado mi ayuno, no podrán negarme nada».

Era una decisión noble y valerosa. Sería también una decisión fatal.

XVII

«¡DEJEMOS MORIR A GANDHI!»

L
a última huelga de hambre de Mohandas Gandhi comenzó a las 11,55 de la mañana del martes, 13 de enero de 1948. Como todas las mañanas de este glacial invierno, Gandhi se había levantado a las tres y media de la madrugada para su oración del amanecer. «El camino que lleva a Dios —había recitado en la penumbra de su habitación desprovista de calefacción— es el camino de los valientes y no el de los cobardes».

A las diez y media tomó su última comida: dos
chapati
, una manzana, una taza de leche de cabra, y tres gajos de pamplemusa. Cuando hubo terminado, un improvisado servicio religioso señaló en el jardín de Birla House el principio oficial de su ayuno. Sólo asistieron a él unos pocos discípulos y los miembros de su pequeña comunidad: Manu, cuyo jergón se extendía todas las noches junto al del Mahatma sobre el embaldosado suelo de Birla House; Abha, la otra sobrina-nieta, su segunda «muleta»; su secretario Pyarelal Nayar y su hermana la doctora Sushila Nayar; por último, su heredero espiritual, Jawaharlal Nehru. Sushila puso fin a la pequeña ceremonia entonando el cántico cristiano cuyos versículos seguían emocionando a Gandhi desde que lo oyera por primera vez en África del Sur: «Tu cruz, Señor, es mi dicha».

Gandhi se tendió entonces en un
charpoy
y se adormeció. Una expresión de beatitud iluminó sus facciones que tantas penas habían reflejado durante las últimas semanas. «Desde su regreso a Nueva Delhi en setiembre, nunca ha parecido su rostro tan alegre, tan despreocupado como ahora», pensó su secretario.

La presencia de decenas de periodistas de la Prensa india e internacional en la capital de la India dio inmediatamente al sacrificio de Gandhi un alcance que no había tenido su ayuno de Calcuta; esta vez, las conciencias estaban turbadas: contrariamente a lo ocurrido en Calcuta, ninguna matanza había precedido a la brusca decisión del Mahatma. Si bien continuaba reinando una viva tensión en Nueva Delhi, las agresiones entre comunidades habían cesado prácticamente. Pero, con toda su presciencia del alma de su pueblo, el aciano adivinaba un próximo estallido de violencia.

Sus compatriotas recibieron el anuncio de su huelga de hambre y de sus condiciones para ponerle fin con una mezcla de asombro y de consternación, incluso con franca hostilidad. La situación, en efecto, era muy distinta de la de Calcuta, y el resultado de este nuevo desafío parecía infinitamente más incierto. Nueva Delhi rebosaba de refugiados que proclamaban furiosos su odio a los musulmanes. Para escapar al frío y a la miseria de los campos, muchos se habían apoderado de las mezquitas y de casas de musulmanes. Y ahora Gandhi quería hacerles devolver estos albergues y regresar a la penuria de los campos.

Además, reclamando la entrega de los 550 millones de rupias debidas al Pakistán, Gandhi acababa de sublevar a gran parte de la opinión pública y dividir a los ministros del Gobierno.

Desde hacía semanas, meses incluso, Gandhi había podido parecer «el hombre olvidado» de la India, y su mensaje una anacrónica doctrina ya arrumbada. De pronto, de nuevo hacía su aparición bajo los focos utilizando contra sus compatriotas la antigua arma de los
rishi
, cuya eficacia había experimentado ya contra los ingleses.

A mil doscientos kilómetros de la capital india, en el encalado cobertizo donde, hacía menos de diez semanas, habían festejado la inauguración de las nuevas oficinas de su periódico
Hindu Rashtra
, dos hombres tenían los ojos fijos en el rodillo donde se imprimían las noticias de un teletipo. Nathuram Godsé y Narayan Apté palidecieron al conocer la huelga de hambre de Gandhi y, sobre todo, las condiciones que le había impuesto. Su exigencia del pago al Pakistán de los 550 millones de rupias se convirtió bruscamente en el catalizador del fanatismo de ambos extremistas. Gandhi hacía un chantaje político: el hombre por quien Godsé había conocido un día la cárcel y al que ahora odiaba con todas sus fuerzas, quería obligar a su país a capitular ante los degolladores y los sádicos del Penjab. Como su amigo Apté, como todos los nacionalistas hindúes de Poona, Godsé había proclamado públicamente en numerosas ocasiones la liberación que supondría para la India la desaparición de Gandhi de la escena política. Pero sus llamamientos habían sido tomados siempre como las lucubraciones de un agitador iluminado.

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