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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (48 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Poco después de medianoche llegó al palacio una delegación del Parlamento indio. En su calidad de presidente de la nueva Asamblea constitucional, el doctor Rajendra Prasad acudía solemnemente para invitar al último virrey de la India a convertirse en el primer gobernador general de la India independiente. Con emoción y gravedad, Lord Mountbatten prometió servir a la India como si él mismo fuera indio. Nehru le entregó seguidamente un sobre que contenía la lista de las personalidades que, con su acuerdo, debían formar el primer Gobierno de la nueva India.

Mountbatten tomó entonces una botella de oporto y sirvió él mismo a sus visitantes. Luego, levantó su copa: «¡Por la India!», propuso. Después de haber bebido un trago, Nehru levantó la suya hacia el inglés. «¡Por el rey Jorge VI!», dijo. Este homenaje suscitó la admiración y el respeto del almirante inglés. «¡Qué hombre! —pensó—. Después de todo lo que ha soportado, tiene la elegancia y la generosidad de semejante gesto en una noche como ésta».

Antes de acostarse, Mountbatten abrió el sobre que le había entregado Nehru. Al descubrir su contenido, soltó la carcajada. En la precipitación de aquella noche, Nehru había olvidado escribir los nombres de sus ministros. La hoja estaba en blanco.

Un pequeño grupo de ingleses se abría paso a través de la oscuridad y de la multitud que asediaba la estación de Lahore. Eran los últimos representantes de una noble estirpe de administradores, de policías, de soldados, que habían hecho del Penjab el orgullo de la India británica. Ahora regresaban a su país, dejando a otros los canales, las carreteras, las vías férreas, los puentes que habían construido sus predecesores. Al llegar hasta su tren, vieron que unos ferroviarios estaban limpiando el andén con mangueras de agua. Pocas horas antes, la estación había sido escenario de una matanza de refugiados hindúes. Bill Rich, que acababa de terminar su misión de jefe de la Policía de Lahore, reparó en un detalle atroz: unos maleteros empujaban una carretilla, pero ésta no se hallaba llena de paquetes, sino de cadáveres. Para subir al vagón, Rich tuvo que pasar por encima de un cuerpo. Sin embargo, no fue la vista de este hombre que yacía mutilado a sus pies lo que más le asombró, sino su propia indiferencia, el descubrimiento brutal del grado de endurecimiento a que le habían conducido los horrores del Penjab.

Rule Dean, el jefe de Policía de Amritsar que mandó a la banda de música a interpretar piezas de opereta en la plaza de la ciudad, contemplaba con melancolía el paisaje que desfilaba ante la ventanilla de su compartimiento. Veía las llamas devorando las aldeas que él había tenido por misión proteger. En el rojizo resplandor de los incendios, a veces distinguía las siluetas de los incendiarios sikhs bailando una macabra farándola.

«En lugar de marcharnos en la paz y la dignidad —pensaba—, no dejamos detrás más que el caos». A mitad de camino de Nueva Delhi, fue enganchado al tren un vagón-restaurante. Al ver la vajilla y los inmaculados planteles, el oficial inglés que muy pronto vendería utensilios de plástico en un arrabal de Londres comprendió que el Penjab había caído en otro mundo.

La destartalada casa de Beliaghata Road estaba silenciosa. A la puerta, un puñado de hindúes y de musulmanes montaban la guardia al lado unos de otros. No se veía ninguna luz tras los rotos cristales de las ventanas de Hydari Mansion. Nada, ni siquiera los acontecimientos de esta noche histórica, había turbado el inmutable ritmo de las costumbres de sus ocupantes. En la habitación que compartía con sus compañeros, estaba tendido sobre una estera de rafia colocada en el suelo. Al lado de unos zuecos de madera, de un ejemplar del
Gita
, de una dentadura postiza y de un par de gafas con montura de hierro, mientras sonaban las doce campanadas mágicas de una Era nueva y la India despertaba a la vida y a la libertad, Mohandas Karamchand Gandhi dormía profundamente.

El 14 de agosto de 1947, Jinnah, convertido en el padre del Pakistán, pasó revista a las últimas tropas inglesas que abandonaban Karachi.

Horas más tarde de ese desfile en el nuevo Estado de Pakistán, en la gran sala del trono del palacio de los virreyes en Nueva Delhi, Jawaharlal Nehru, Primer Ministro dela India, proclamaba la independencia de su país y pedía a Lord Mountbatten que se convirtiera en el primer Gobernador general.

El reinado de Gran Bretaña en la India acabó el 15 de agosto de 1947. Desde las calles de Karachi, capital del nuevo Estado de Pakistán, donde las tropas inglesas formaban una carrera de honor, hasta las avenidas de Nueva Delhi, sumergidas en la alegría popular, todo un pueblo agradecido aclamó a su último virrey y celebró su independencia en medio de una delirante euforia.

En Nueva Delhi la carroza de Lord y Lady Mountbatten quedó engullida en medio de un océano de brazos y cabezas.

XII

«¡QUÉ BELLO ES ESTAR VIVO ESTE AMANECER!»

L
a fresca brisa del amanecer disipó por fin la capa de bruma que velaba las aguas. Como lo venían haciendo desde la noche de los tiempos, las muchedumbres convergieron hacia las orillas sagradas del Ganges, considerado como el cielo sobre la tierra, «ese gran canal fúnebre y encantado»
[35]
, madre de toda vida y río de los dioses, para buscar en la inmersión ritual el camino de la eternidad. Ninguna ceremonia podía celebrar mejor el nacimiento de este 15 de agosto de 1947. Benarés, que los hindúes consideran la primera tierra emergida del océano primordial, honraba con sus ritos matinales a la nación más joven del mundo.

Estos ritos eran la expresión perpetuamente renovada de la eterna historia de amor que unía a los hindúes con su río sagrado. Por medio de esta unión mística, el hinduismo expresa la necesidad natural del hombre de conformarse a las fuerzas misteriosas que gobiernan su destino. Desde el pie del glacial himalayo en que tiene sus fuentes, a más de cinco mil metros de altitud, hasta las fangosas aguas del golfo de Bengala, el Ganges atraviesa regiones tórridas y superpobladas a lo largo de dos mil quinientos kilómetros. Sus caprichosas aguas inundan y devastan regularmente las tierras de los campesinos que lo adoran. Su curso atraviesa las ruinas de ciudades y aldeas abandonadas, mudos testigos de sus bruscas cóleras en el transcurso de los siglos. Pese a su turbulenta naturaleza, los hindúes lo consideran en todos sus puntos como un lugar privilegiado, no siéndolo ninguno más, sin embargo, que la gran media luna que dibuja al atravesar Benarés. Desde siempre, los hindúes han venido a bañarse a este lugar, beber el agua sagrada e implorar los favores de los caprichosos dioses.

Las silenciosas multitudes descendían a lo largo de los
ghat
, amplias escalinatas que conducen al río. Cada peregrino llevaba en ofrenda una lamparita de manteca derretida o de alcanfor, símbolo de la luz que ahuyenta las tinieblas de la ignorancia, piadoso pensamiento transmitido a otro mundo por el fuego y por el agua. Sumergidos hasta la cintura en el río sagrado, otros millares de peregrinos, cuyas vacilantes llamas semejaban miríadas de luciérnagas, se hallaban ya inmóviles, absortos en su oración. Tras haber ofrecido al Ganges guirnaldas de flores, con la mirada vuelta más allá de la orilla opuesta, los peregrinos esperaban la renovación del milagro cotidiano, la aparición del disco de fuego que iba a surgir de las entrañas de la tierra, el Sol, origen de todas las formas de la vida. Cuando su aureola asomó sobre el horizonte, millares de cabezas se volvieron ritualmente hacia él en un estallido de fervor. Luego, para agradecerle este prodigio, los fíeles le hicieron ofrenda del agua del Ganges —la que disuelve todas las formas—, que dejaron correr de sus entreabiertas manos.

En la ciudad, el honor de ser el primero en franquear el umbral del Templo de Oro, el santuario más venerado de Benarés, correspondió esta mañana al pandit Brawani Shankar. Nadie en Benarés sentía tanta alegría por la independencia como este viejo hombre de Dios. Durante años había dado asilo a los nacionalistas perseguidos por la Policía británica.

Con un jarro de cobre lleno de agua del Ganges y una copa de pulpa de sándalo en las manos, el sacerdote atravesó el templo para detenerse ante una piedra de granito. Esta redondeada roca era la reliquia hindú más preciosa de Benarés. Sustrayéndola al pillaje de las fanáticas hordas del emperador Aurangzeb, los antepasados del santo hombre habían conquistado el derecho a ser sus guardianes hereditarios. Que el sacerdote se prosternara ante ella era el gesto más adecuado para dar gracias a los dioses en este día de la independencia.

Este culto era una de las más antiguas formas del fervor religioso.

Era un
lingam
, un «signo» de piedra que simbolizaba la potencia vital del dios Siva, el atributo de la fuerza y del poder regenerador de la Naturaleza. Benarés era el centro de este culto. Los
lingam
se alzaban en casi todos sus templos, en el fondo de nichos abiertos en las calles, en los
ghat
. Cuando apareció el sol, millares de hindúes imitaron al viejo pandit y expresaron su gratitud por la reencarnación de su antigua nación untando amorosamente la pulida superficie de los
lingam
con ofrendas de pulpa de sándalo, de leche, de agua del Ganges, de manteca derretida, trenzándoles coronas de jazmín y de adormideras y ofreciéndoles pétalos de rosas y las amargas hojas del árbol preferido de Siva, el
bilva
[36]
.

Mientras las luces de la aurora teñían de sonrosados colores a la ciudad, un grupo de intocables —los que Gandhi llamaba los Hijos de Dios—, encorvada la espalda bajo el peso de gavillas y grandes maderos, descendieron los peldaños del lugar más alucinante de Benarés, el
ghat
de Manikarnika. Pocos minutos después, llegaron a lo alto de la escalinata cuatro hombres que llevaban sobre sus hombros unas angarillas de bambú. Ante ellos marchaba un quinto personaje que acompañaba con la música de pequeños címbalos el
mantra sagrado
que aquéllos salmodiaban,
«Ramnam satya kai»
, «el nombre de Rama es Verdad». Estas palabras recordaban a todos los que veían pasar la pequeña procesión que también ellos acabarían un día como el cuerpo que reposaba en las angarillas amortajado en un sudario de algodón.

Morir en Benarés es para todo hindú la bendición suprema. Si la muerte le sorprende en el interior de un perímetro de sesenta kilómetros alrededor de la ciudad, Siva, su divinidad tutelar, le libera del ciclo perpetuo de las reencarnaciones y permite a su alma fundirse para toda la eternidad en el paraíso de Brahma. Por eso es por lo que se va a Benarés, no para vivir en ella, sino para morir en ella.

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